Primero trabajaron; después, si acaso, los hombres empezaron a narrarlo. Y sus relatos fueron cambiando con los días.

Hubo tiempos en que el trabajo fue la condena que el hombre recibió por su soberbia: por su ambición desmesurada. El fulano se pasó de listo; para disciplinarlo —para ponerlo en su lugar— un tal Dios lo condenó a ganarse el pan con el sudor de su frente. Sólo así podía justificarse semejante castigo. Y así nos fue, durante siglos: trabajar era algo que quien podía despreciaba. Después, hace quinientos años, otros religiosos del mismo Dios imaginaron que, en realidad, la labor era una oportunidad que nos daba su Señor para vindicar nuestro paso por esta vida de pesares: de ahí en más, para muchos, el trabajo se volvió el espacio donde escribir sus propias vidas. Había sido condena; se volvió, por un tiempo, salvación.

En esos días empezaron a aparecer las máquinas, las fábricas, el hombre maquinita, los obreros: las nuevas formas de producir moldeaban el crecimiento de ciudades, el establecimiento de un sistema mundial, la formación de una clase que se definía por su relación con el trabajo y que, por ella, imaginó que merecía el poder. Mientras no lo conseguía intentó limitar su dependencia de esa carga que la determinaba: los obreros, entonces, luchaban para trabajar menos y, un par de veces, esas luchas desbordaron lo suficiente como para producir nuevos estados, ensayos desastrosos.

Parecen tiempos muy lejanos. Ahora aquel trabajo de los hombres maquinitas está por acabarse: las máquinas ya no necesitan fulanos a su vera. Y aparecen nuevas formas que, en algunos lugares, no aparecen. En muchos países —España es un ejemplo— el trabajo se ha convertido en un bien raro: los trabajos perdidos, superados por el avance técnico o por el nuevo reparto global de los roles económicos, no son reemplazados por otros y hacen, sobre todo, falta.

El trabajo, de condena, se ha convertido en una aspiración: millones de personas desesperan por conseguir el privilegio de entregar, todos los días, ocho, diez o trece horas de sus vidas a cambio de una cantidad de plata apenas suficiente para pagarse lo más básico. El trabajo, ahora, se ha convertido en el objeto del deseo. No es poco: Dios, en su omnipotencia, sólo se había atrevido a justificarlo con aquella historia turbia de crimen y castigo.

RÍO TURBIO, SANTA CRUZ

La máquina debe estar ahí, porque el estruendo inunda todo. En la oscuridad casi completa, el estruendo es una forma de la compañía.

—Y sí, para eso estamos. Para seguir a esta máquina estúpida que no sabe ir sola.

Grita Lucho, con su acento del norte. La máquina puede ser una aliada, un engorro, un enemigo: duele que importe más que nada.

—Para levantar lo que ella tira, la muy bruta.

El socavón es una sombra tan maciza. Ahí, en la «cabeza de la mina», se agitan diez o veinte lucecitas. Cada luz es un casco, una cabeza: un hombre.

—Lo peor son las sombras, ver tanta oscuridad. Después la luz asusta.

Dirá más tarde, ya fuera, de nuevo bajo el cielo. Pero esto es muy adentro: la cabeza de mina es el punto más avanzado, la vanguardia de la penetración; para llegar hasta allí, cada mañana, los mineros tienen que recorrer en camión varios kilómetros de túneles y después caminar por pasadizos: todo se va estrechando. La cabeza es un mundo que, de tan adentro, está fuera del mundo —o de lo que solemos entender por mundo—. En la cabeza, la bandada de mineros va siguiendo a la bestia de excavar que agujerea y destroza la veta; con palas, cargan el mineral en una cinta transportadora, la mandan hacia fuera. Es rara esa sensación de sólo poder ver lo que se mira, lo que los ojos y la luz apuntan: todo el resto es tinieblas.

—La tierra no nos da nada: le sacamos. ¿Por qué será que hay que pelearla todo el tiempo?

La lucha es ardua, y siempre está el peligro de la contraofensiva: los mineros tienen supersticiones, cábalas, miedo algunas veces. Las mujeres, por ejemplo, están prohibidas en la mina: no hay nada más temible. Los mineros le arrancan a la tierra lo que la tierra se ha guardado: están más cerca que nadie de la tierra. Están, en realidad, adentro de la tierra; no encima, no sobre, no cerca de la tierra: adentro. Sólo los muertos, a veces, van tan lejos.

El trabajo es, además de tantas otras cosas, la transacción comercial más significativa y continuada que suele emprender una persona.

Es rara esa sensación de sólo poder ver lo que se mira, lo que los ojos y la luz apuntan: todo el resto es tinieblas

No hay ninguna buena razón para llegar a Río Turbio, fuera de la necesidad. La necesidad es oscura: siempre, pero en Río Turbio más.

Turbio, como casi todo, es cierto y es mentira. Es cierto que por aquí se va acabando la Argentina; es mentira que sólo aquí, que sólo así se acabe. Es cierto que, en estos peladales, el viento sopla y enloquece; es mentira que el mejor refugio sea el fondo de la mina. Es cierto que las noches vienen largas y cargadas de silencio; es mentira que los días lleguen mucho más claros. Es cierto que no hay nada peor que el trabajo en la mina; es mentira que no haya nada peor que el trabajo en la mina. Todo reverbera. Pero es casi seguro que si el trabajo pudiera pensarse como puro, la vida de las minas de carbón de Río Turbio sería algo así como el puro trabajo.

—¿Y qué más querés hacer, en este desierto? Ya hasta parece raro que haya un laburo, acá.

El trabajo es, además de tantas otras cosas, la transacción comercial más significativa y continuada que suele emprender una persona. El pacto es claro: mi tiempo, mi esfuerzo, mi habilidad por tu dinero. Pero, en general, el negocio está más disimulado: el sujeto suele entregar ocho, diez, quince horas cada día a cambio de la plata necesaria; el resto del tiempo, el sujeto simula que es dueño de su vida. Aquí, en Turbio, los mineros no sólo entregan sus horas cada día: entregan cada día. Aquí, en Turbio, nada fuera de las minas y el carbón, nada que no sea el trabajo, nada sino el salario justifica los días.

Los mineros suelen ser hombres solos: dejaron sus familias, viven en barracones de piezas compartidas y baños con piletas largas, inodoros en fila, azulejos cachados, el mismo espejo para todos: los mineros no tienen intimidad con el espejo.

En Río Turbio no nace casi nadie; algunos pocos mueren. Los mineros no suelen hacer hijos. O los hacen, pero a miles de kilómetros de la cabeza de la mina: los mineros aquí se reproducen poco. Quizás porque ya no resulta necesario. Lucho nació, como la mayoría, a dos o tres mil kilómetros de Turbio, y no puede imaginar nada peor que morirse aquí. Lucho es catamarqueño y vino hace catorce años: ya tenía 27, en su provincia no conseguía trabajo, sus tres hijos querían comer muy a menudo: en esos tiempos había mucho ambicioso todavía. En esos tiempos Río Turbio sonaba como una promesa de empleo y desarrollo: había que trabajar duro pero el sueldo era bueno, las prestaciones dignas y, con un poco de suerte, el sujeto podía jubilarse después de veinte años con un pequeño capital ahorrado: lo suficiente para volver a su pueblo y ponerse un polirrubro, un taxi, un tallercito. Cuando llegó, y consiguió conchabo, Lucho creyó que había dado un paso decisivo.

Su mujer y sus hijos se quedaron en Belén, Catamarca: Turbio no era lugar para criar una familia. Lucho iría a verlos cada vez que pudiera: primero fueron dos por año, últimamente una. Al principio los extrañaba tanto; después menos. Ahora a veces, cuando los ve, se extraña de pensar que por ellos hizo todo lo que hizo. Y lo que pudo ahorrar no le va a alcanzar para gran cosa; igual, para no perder las viejas costumbres, su mejor remedio contra la melancolía sigue siendo la melancolía de imaginar cómo será su vida cuando vuelva a Belén: cómo será su vida cuando empiece a ser suya.

Por afuera y adentro: el negro del carbón se va posando sobre cada minero: los pulmones se les van tiñendo, petrificando de ese negro.

El carbón es un combustible de la historia: la hora de los hornos ya pasó. A fines del siglo XVIII, las máquinas de vapor que empezaron la industria que cambiaría el mundo se alimentaban a carbón; décadas más tarde, carbón quemaban las calderas de los barcos y trenes que repartían sus productos por todos los mares. La revolución industrial se hizo a carbón; Inglaterra reinó por el carbón; el carbón era el combustible estratégico que había que tener o reventar.

La Argentina tal como es también deriva del carbón: su dependencia de Inglaterra en esos días, los trenes que le dibujaron un mapa en tela de araña, los barcos que llenaban el puerto de Buenos Aires se movían a carbón, y tres cuartos de ese carbón llegaban desde Gran Bretaña. Tanto que, cuando un jujeño pidió, en 1865, autorización para explotar un yacimiento de petróleo que había encontrado, el gobierno la cajoneó, por la presión inglesa —y pasarían 40 años hasta que empezasen a explotarlo—.

De a poco, unas cuantas minas permitieron reemplazar al carbón importado. Los yacimientos de Río Turbio fueron descubiertos en 1887, pero el Estado empezó a explotarlos cuando se dedicó a ser Estado: 1943, sustitución de importaciones, industrias y proyectos estratégicos. Entonces construyeron las galerías de la mina, casas para los obreros, hospitales, escuelas, cloacas, un cine, las canchitas, un tren para llevar el mineral a Río Gallegos. Hacia 1970 las minas tenían unos 6.000 trabajadores y el carbón todavía era un producto apetecido. Ahora trabajan 800 y el único cliente es la central térmica de San Nicolás, que lo usa para generar electricidad. El pueblo, dicen, llegó a tener casi 20.000 habitantes; ahora se discute si alcanza los 6.000. Nadie sabe seguro, porque hace mucho que la Argentina no se cuenta.

Río Turbio fue privatizado en 1994: la nueva empresa, Yacimientos Carboníferos Río Turbio, recibe del Estado ausente un subsidio de más de 22 millones de pesos cada año.

Turbio está hecha de carbón. Aquí, el carbón se va depositando sobre cada pedazo: todo teñido de gris por ese negro.

Turbio está hecha de carbón. Aquí, el carbón se va depositando sobre cada pedazo: todo teñido de gris por ese negro. El cielo, también, por ese negro. El mundo es chato: algunas chimeneas lo interrumpen, y sospecho que las hicieron más para atacar la chatura que por cualquier necesidad mecánica. Todo parece sucio, abandonado, roto, negocios que se cierran, la Patagonia que recupera su soberanía tan mentada. Hay rieles por donde ya no pasa nada, barracones descascarados, árboles del reino mineral, algún mameluco que descansa colgado de una cuerda al sol: si hubiera sol.

Los mineros suelen ser hombres solos: dejaron sus familias, viven en barracones de piezas compartidas y baños con piletas largas, inodoros en fila, azulejos cachados, el mismo espejo para todos: los mineros no tienen intimidad con el espejo. Algunos viven en casitas con familia: son los menos. Adentro, abajo, la mina es dura, pero afuera también:

—Querés salir de la mina porque es insoportable, y después afuera no sabés qué hacer.

Los días se hacen largos, y más largos los días sin trabajo, los fines de semana: si acaso un fulbito, unos vinos en el pueblo, un paseo hasta Chile, una visita higiénica.

—Acá la gente del pueblo nos maltrata, nos desprecia. Los muy hijos de puta.

La aristocracia de Turbio son unos cientos de comerciantes y empleados que viven de la mina y los mineros, pero los miran mal. Es lo mismo de siempre: los más ricos desprecian a los que los enriquecen. También eso, en Turbio, está muy claro. Aquí, en medio del tizne del carbón, oscuro, todo se aclara demasiado: la transparencia de la piedra. Sólo que los más ricos aquí también son pobres. Los mineros se quejan.

—Ellos deberían estar orgullosos de nosotros. Si no fuera por nosotros, ellos no existirían.

Pero los mineros son sucios, son forasteros, son obreros. Es cierto que se ensucian mucho: en Turbio, en la mina, trabajar es ensuciarse mucho. Por afuera y adentro: el negro del carbón se va posando sobre cada minero: los pulmones se les van tiñendo, petrificando de ese negro. Antes, por eso, tenían ciertas recompensas. Ahora con la privatización les bajaron los sueldos, les quitaron los suplementos por riesgo, por trabajo insalubre, la meta de la jubilación anticipada.

En Turbio, los mineros siempre fueron clase obrera tan clara. Ahora el sindicato sigue siendo fuerte, pero perdió demasiadas peleas. No pudieron parar el desguace, la privatización salvaje, el recorte de los beneficios.

—Antes algunos nos tenían envidia, por lo que teníamos. Ahora más bien lástima, nos tienen.

Los mineros saben que no es culpa del sindicato y que así está el país, pero ya no le confían como antes. Todo el tiempo dicen que ya nada es como antes:

—Hay que contarlo pronto: esto no dura.

—¿Y para qué querés que lo cuente?

—Bueno, algo tiene que quedar de todo aquello.

Seguramente, pero el carbón no es de quedarse. El carbón no está hecho para permanecer: era, cuando era algo, un combustible. Piedras para quemar, humo que producía más humo, el alimento de la bestia que nunca se saciaba. Pero ahora come más limpito.