Esto ocurrió en la mitad del camino de mi vida. O al menos eso espero.

Había sido invitado a la Feria del Libro de Bogotá. Pocos meses antes había ganado un premio literario; de ahí la invitación. 

Llegué a la ciudad cuando estaba anocheciendo. Me recogió en el aeropuerto un tipo con un cartel que lucía un apellido que, aunque estaba mal escrito, podía pasar por ser el mío. El chófer, más bien parco en palabras, me llevó hasta el hotel en un auto grande que olía a recién estrenado. El tráfico nos permitió recorrer ese trayecto a buen ritmo, sin sobresaltos de ninguna clase. No puedo decir que viese nada de la ciudad más allá de las escasas edificaciones que surgían de vez en cuando a ambos lados de la autopista: casas bajas, curiosamente, y algún que otro almacén destartalado. Cuando los edificios empezaron a crecer hacia arriba y a concentrarse a lo ancho, a medida que avanzábamos hacia el centro de Bogotá, las luces chillonas que surgían de cualquier rincón, ya fuese de anuncios o faros de vehículos o de farolas mal alineadas, me llevaron a que dejase de mirar hacia fuera; me dolían los ojos porque mi tendencia a la fotofobia se había visto acentuada por las muchas horas de vuelo con los ojos fijos en la pantalla. Lo cierto es que no estaba interesado en captar algo que sabía que no iba a poder captar en ese momento. Reservaba todas mis fuerzas para un fin superior: cenar en cuanto llegase al hotel, a ser posible algo ligero, meterme en la cama a la brevedad y cruzar los dedos para pasar la noche de un sueño.

No tuve suerte. Me desperté seis o siete veces durante la madrugada. Dormí poco y mal. Y tuve pesadillas reiterativas. Pero en cuanto el cielo empezó a clarear me levanté de un salto, como un resorte. No iba a tardar en pagar las consecuencias de la falta de sueño, en cuanto empezó a asentarse la implacable sensación de irrealidad, pero el hecho de tener que afrontar algunos retos en las horas siguientes me aportaba una energía suplementaria esa mañana. Aunque he de confesar que en ocasiones, sobre todo si no he dormido bien, tiendo a confundir la tensión y el nerviosismo con la sensación de estar cargado de energía.

Llegué al recinto ferial a pie, acompañado por un conocido editor español que también se alojaba en mi hotel. Recorrimos unas cuantas calles de aspecto popular, propias de barrio obrero, con mucho tráfico rodado, pero aun así tranquilas, limpias incluso. Una vez dentro, las edificaciones, los gigantescos hangares o almacenes que componían el recinto, con sus correspondientes calles asfaltadas que llevaban de un lugar a otro, transmitían un dudoso glamur trasnochado que recordaba a las instalaciones de los viejos estudios cinematográficos de Hollywood. 

A pesar de las voluntariosas indicaciones del que había sido mi acompañante hasta entonces, encontrar el pabellón en el que estaba ubicado el stand de mi grupo editorial no resultó sencillo. La Feria ya había abierto las puertas al público y una verdadera muchedumbre, formada en buena medida por estudiantes, algunos ataviados con uniformes de colores llamativos, ocupaba cada uno de los rincones de las calles que cruzaban de un sector al otro. Los nombres y los números de los pabellones, por otra parte, parecían responder a un código hermético imposible de descifrar; imposible al menos para mí y mi cada vez más persistente sensación de inestabilidad física y mental. 

Días atrás, el representante colombiano de mi editorial me había enviado un correo diciéndome que en el stand de la feria me encontraría esa mañana con Mario Mendoza, el escritor que habían elegido para que presentase mi novela. Sabía más bien poco de él. Había leído un libro suyo años antes de imaginar siquiera que me presentaría en Bogotá, precisamente a modo de documentación para escribir la novela que había de ganar el premio, pero cuando conocí el nombre de mi presentador no lo asocié ni al libro que había leído ni mucho menos al motivo de su lectura. Fue investigando en internet como llegué a conectar ambas cosas. 

Tenía claro su aspecto físico, los rasgos de su rostro al menos. Poco más. Si acaso cierta querencia suya por lo paranormal y lo escabroso. Habida cuenta de que parecía un escritor algo alejado del espectro temático en el que podía situarse mi novela, estaba intrigado por saber por qué lo habían escogido y si llegaríamos a encontrar un lugar común, a nivel intelectual, en el que compartir puntos de vista. Temía que fuese aburrido, que no me interesase lo más mínimo aquello que pudiese contarme o, lo que me parecía mucho peor, que fuese engreído, pagado de sí mismo: un soporífero experto en ocultismo de esos que se comportan como si fuesen catedráticos de Oxford.

La conclusión a la que llegué en cuanto hablé con Mario Mendoza unos pocos minutos no pudo distar más de mis temores previos. Aunque todavía iba a tardar un rato en constatarlo.

Abriéndome paso entre la multitud y con algo de retraso respecto a mis cálculos llegué al stand de mi grupo editorial. Era un stand muy grande, con diferentes apartados. La mujer que se encargaba del buen funcionamiento de aquel lugar me dijo que Mario Mendoza llegaría un poquito más tarde y que antes de poder estar conmigo tendría que cumplir con el trámite de firmar ejemplares de sus libros. 

Al ver a Mario por primera vez, departiendo pacientemente con las personas que se le acercaban, una verdadera legión, me di cuenta a simple vista de que le envolvía una suerte de aura misteriosa y extraña no del todo luminosa: su condición remitía más a la de un sátiro o un fauno que a la de un elfo o cualquier otro ser mitológico de aspecto más grácil. Los que se acercaban a él dejaban de lado durante unos segundos la ilusión y el ansia y se dirigían a su autor de cabecera con evidente devoción. 

Me fijé también en que Mario se sentía muy a gusto en esa tesitura, que llevaba de maravilla el hecho de que toda aquella gente hubiese colocado sobre sus hombros ese manto de santidad pagana. 

Cuando me lo presentaron, en lo que podía denominarse el backstage de aquella sección del stand, Mario todavía estaba de subidón, como una estrella de rock después de un concierto. Aun no se había quitado siquiera las gafas de sol que acostumbraba a lucir en sus fotos promocionales: de montura redonda, pequeñas, muy pegadas a las cuencas de los ojos, muy negras. Parecía el único habitante de un mundo subterráneo refractario a la luz del sol.

En seguida, como he dicho antes, mis temores respecto a su persona se desvanecieron. Bastaron unas pocas frases para comprobar que se trataba de una persona de carácter ofrecido, amable y cercano. Tampoco tardé en descubrir que era culto, que le gustaba argumentar con precisión sus afirmaciones, y que era generoso, de los que disfrutan compartiendo lo que tienen, ya sea su dinero o sus conocimientos. De hecho, mis prejuicios hicieron que tardase algunos minutos en entender que él era así, que no había cinismo en su actitud, que no se trataba de una broma. Me dijo que iba a llevarme a comer a un sitio especial, en Monserrate, y que después daríamos un paseo por el barrio de La Candelaria. Así pues, salimos juntos de las instalaciones de la FILbo, como quien dice, agarraditos de la mano.

Poco podía sospechar al montar en el taxi que nos esperaba en la puerta principal la odisea que acababa de iniciarse y de la que yo iba a ser protagonista junto a aquel popular escritor colombiano. Mario Mendoza se convirtió, a partir de ese momento, en mi particular Virgilio a lo largo de aquella primera incursión por Bogotá. Y si bien no recorrimos juntos un Infierno físico, sí puedo decir que fui adentrándome poco a poco en un territorio mental en el que acabé sintiéndome rodeado por una consistente tiniebla.

En la relación con Mario no hubo un momento de transición, ni siquiera uno muy corto, en el que tantearnos como dos púgiles amables. Fue una relación intensa desde el primer minuto. Nada más sentarnos en el auto, Mario se volvió hacia mí y llevó a cabo un abrumador elogio de mi novela. No tuve tiempo siquiera de echar mano de las buenas maneras o de una deportiva y concisa modestia. Y cuando le conté que había leído su novela Los hombres invisibles para documentarme, la cosa subió incluso un poco más de tono, como si aquel detalle nos hermanase de un modo insoslayable y para siempre.

Mientras hablábamos de libros, y dado que avanzábamos a un ritmo muy lento debido al colapso del tráfico, yo iba fijándome en las calles que íbamos atravesando. La impresión que me dio Bogotá desde el interior de aquel taxi fue muy positiva; si por positiva se entiende que la ciudad me pareció más racional y limpia que cualquier otra de las que había visitado el Latinoamérica. Al pasar junto a unos altos edificios de oficinas en el centro me acordé, por ejemplo, de Frankfurt. Poco después, cuando iniciamos el ascenso hacia el funicular que había de llevarnos a lo alto del Cerro de Monserrate, recordé la señorial Avenida Tibidabo de Barcelona, por donde sube el tranvía azul; aunque aquí la naturaleza era algo más agreste.

Antes de llegar a nuestra primera parada, Mario me contó que sus inicios como escritor habían sido muy complicados. «No tenía donde caerme muerto. Estaba desesperado hasta que gané el premio Biblioteca Breve», me dijo. «Pero me duró poco. Decidí hacer mucho trabajo en los barrios humildes, promoviendo la lectura en las escuelas». De ahí los lectores jóvenes, pensé. «Tuve que pelearlos uno a uno», prosiguió Mario, «convencerlos para que leyeran. Y algunos acabaron eligiendo mis libros». Yo pensé: algunos no, muchos. Tal vez más que promover la lectura durante aquellos días en los barrios humildes, me dije, llevó a cabo alguna clase de oscuro ritual para convertirlos en adeptos.

Y es que Mario tenía algo de flautista de Hamelín. 

La musicalidad de su acento colombiano te atrapaba al instante. Y venía acompañada de una manera de hablar pautada por una obvia teatralidad, muy bien pensada, con un ritmo que el uso y la práctica habían perfeccionado. Su intensa mirada de ojos verdes, por lo demás, transmitía entusiasmo, pasión y entrega. Te prestaba atención cuando hablabas, pero en realidad estaba entregado a una única misión: comunicar. 

Cuando bajamos del taxi y nos dirigimos hacia la estación del teleférico que debía llevarnos a lo alto de Monserrate, me preguntó si había notado los efectos de la altura. Le dije que no. Me advirtió entonces de que, con toda probabilidad, los sentiría arriba, pues en tan solo ochocientos metros de desplazamiento íbamos a ascender unos setecientos metros de altitud. Y lo cierto es que aquel teleférico se parecía más a un ascensor que a cualquier otra forma de transporte, pues la inclinación que trazaba del cable por el que transitaba hasta llegar a lo alto era sumamente pronunciada.

No tuve tiempo de sentir vértigo ni asustarme, sin embargo, pues Mario no dejó de hablar en todo el trayecto, centrando mi atención en su persona. Mezclaba de manera sumamente amena la descripción de curiosas enfermedades mentales con aspectos relativos a la escritura o la vida cotidiana; lo cual me llevó a pensar en el bueno de Oliver Sacks. Y se dirigía a mí dando por supuesta una complicidad tácita. 

Me habló, por ejemplo, del síndrome de Koro o pene menguante: «En 1967, en Singapur, varios hombres afirmaron que el pene se les estaba desapareciendo y que alguien se lo estaba robando mediante prácticas de brujería o algo parecido. La histeria de unos pocos se volvió una histeria colectiva, hasta el punto de que miles se contagiaron y terminaron recetados con sedantes y antipsicóticos para poder recuperar su vida». A lo que añadió: «¿Hay fuerzas que pasan de mente en mente hasta terminar construyendo una realidad aparte, como en el teatro o en el cine? ¿Es la realidad solamente una escenografía? ¿Es la realidad una enfermedad?». Y tras decir eso se acercó a la ventanilla de la barqueta del teleférico y dirigió su mirada hacia el abismo. Yo permanecí inmóvil, soportando a duras penas la tentación de llevarme la mano a la entrepierna para comprobar si todo seguía en su lugar.

Y más cuando acto seguido, y sin venir a cuento, me dijo: «No deja de parecerme curioso que cuanto más se desarrollan el consumismo y la tecnología más nos masturbemos». ¿Qué clase de asociación se habría producido en su cerebro para ponerse a hablar de esos temas mientras estábamos colgados a tantísimos metros de altura? «Es curioso que la gran mayoría hayamos copulado primero con fantasmas y después con personas de verdad, palpables», remató antes de que el aparato se detuviese en la estación de llegada.

Tal vez dichas asociaciones, que produjeron en mí un efecto muy perturbador, tenían relación con lo que me dijo cuando echamos a andar, camino del santuario, y yo empecé a notar cómo el aire escapaba irremediablemente de mis pulmones. «En muchas ocasiones me he preguntado si la escritura no será una variante del Trastorno Obsesivo Compulsivo. En lugar de sufrir obsesiones con los números, los escritores sufrimos con las palabras». Antes de volverse para comprobar que no podía seguirle el paso, que ascender uno solo de aquellos escalones de piedra entrañaba para mí en ese momento algo más que un esfuerzo titánico, me dijo: «Si nos quitan la posibilidad de escribir nos descomponemos, nos deprimimos, perdemos todo interés en la realidad y al final sentimos que sin el lenguaje el mundo no vale la pena». Y, de nuevo, mirando al infinito, concluyó: «¿Será la literatura un trastorno psiquiátrico, una enfermedad?».

Estábamos subiendo aquella escalinata, infinita a mis ojos, para llegar al Santuario de Monserrate. «Te he traído aquí porque a esta iglesia acudían muchos sicarios, durante la guerra del narco, para encomendarse a santos y vírgenes». Me contó entonces sobre rituales y creencias mágicas. Por lo visto, la mayoría de los narcotraficantes eran sumamente supersticiosos y beatos. Me habló de cómo algunos creaban cabezas de yeso o de madera para albergar espíritus benéficos; cabezas que tenían que alimentar a diario. Me habló de cómo le rezaban a las balas, citándome un fragmento de la novela La virgen de los sicarios de su compatriota Fernando Vallejo: «Por la gracia de San Judas Tadeo, que estas balas de esta suerte consagradas, den en el blanco sin fallar, y que el difunto no sufra». Me contó de cómo venían aquí los sicarios, precisamente, a dejar toda esas oraciones entre las fisuras que dejaban las piedras del templo en una esquina detrás del altar, para que los cielos les fueran favorables. Y de carrerilla, casi con emoción, citó otra de esas invocaciones, al parecer muy conocida: «Si tienen ojos, que no me vean. Si manos tienen, que no me agarren. Si pies tienen, que no me alcancen. No permitas que me sorprendan por la espalda. No permitas que mi muerte sea violenta. No permitas que mi sangre se derrame. Tú que todo lo conoces, sabes de mis pecados, pero también sabes de mi fe. No me desampares. Amén». Me habló de ritos de protección, de pulseras o escapularios proporcionadas por santeros. E incluso de cómo, cuando los narcos escondían el dinero en algún lugar, mataban a una o dos personas para encomendarles la protección enterrando los cadáveres junto al dinero.

Volví a pensar entonces que era posible que el propio Mario hubiese llevado a cabo alguno de aquellos extraños ritos con la intención de hacerse con un público lo más amplio posible de lectores.

Y es que yo ya no tenía filtro intelectual para lo que me estaba contando. Todo penetraba en mi consciencia con la incómoda suavidad metálica de un afilado cuchillo de carnicero; debido sin duda a la escasez de oxígeno en la sangre que llegaba a mi cerebro. 

Mario, que lucía exultante, se apiadó finalmente de mí y se decidió a llevarme al restaurante que había reservado para nuestro almuerzo, a escasos metros de la iglesia. Se trataba de Casa San Isidro, un lugar fantástico, de aire colonial, con vigas de madera a la vista. Nos sentaron en la galería acristalada, desde donde se tenía una panorámica completa del extenso territorio que ocupan las calles de Bogotá.

Cuando sentí que había recuperado el aliento y cierta compostura, le dije a Mario, a modo de halago indirecto, que Bogotá hasta ese momento me había parecido una ciudad muy agradable, mucho más que Caracas o México DF, por ejemplo. «He podido caminar tranquilamente por la calle, desde mi hotel hasta el recinto ferial, sin sentirme amenazado ni inseguro». Él me miró con condescendencia, con una sonrisa ambigua, y señalando hacia la ciudad de manera un tanto imprecisa dijo que yo me había movido por un pequeño rectángulo. Trazó entonces una línea invisible en el aire, con rotundidad, y dijo: «En las calles que van desde ahí hacia este lado, jamás pondrás un pie. Y en este lado viven más de tres millones de personas». Me dio por imaginar en ese momento a toda esa gente viviendo en un mundo aparte, cerrado e inaccesible para mí. Un mundo tal vez regido por la violencia, o tal vez por la santería y los rituales oscuros, o tal vez por la muerte y el caos.

Como si fuese capaz de leerme la mente, Mario me dijo entonces: «Es preciso que el escritor ingrese en realidades inéditas, que ahonde, que penetre y que agudice de tal modo su forma de percibir que los demás podamos, después de leerlo, modificar y reinventar el mundo que nos rodea. Y para eso es preciso que el artista esté enchufado a dimensiones curiosas de lo real, que haya vivido a fondo, que conozca los límites de la euforia, de la desdicha, de la locura, de la bondad y de la entrega. Escribir es un acto de generosidad excesiva y de plenitud delirante, por eso es tan exigente. Y en ese aullido que es un relato o una novela se esconde un cuchillo, una navaja, un machete con el que el lector debe cortarse y sangrar. Y esa sangre nos purifica a todos, nos ayuda a celebrar, nos une en una comunión sagrada».

La comida en Casa San Isidro fue estupenda, todo un manjar, pero las palabras de Mario provocaron, con ese y otros tantos monólogos inquietantes, que la sensación de irrealidad en la que me veía inmerso se espesase hasta ocuparlo todo.

Descendimos del Cerro de Monserrate en el teleférico y caminando a un paso sosegado, con los pulmones de nuevo casi a pleno rendimiento, llegamos hasta las estrechas y coloristas calles del barrio de La Candelaria. Antes de adentrarnos en aquel curioso laberinto urbano que parecía hablar de un tiempo remoto, Mario me llevó a un pequeño mercadillo donde me hizo tomar un té de coca. «Acabará de reponerte por completo del mal de altura», me dijo.

Las callejuelas y las plazoletas de La Candelaria estaban llenas de jóvenes estudiantes universitarios, pero Mario no les prestó atención. Volvía a estar centrado por completo en la misión de transmitirme sus conocimientos sobre cuestiones paranormales o escabrosas, generando a su paso, a medida que avanzábamos por aquellas callejuelas, una suerte de mapa de lo arcano y lo tenebroso a escala 1:1.

«En la casa de Cordovéz Moura, el escritor, en la calle 11», me dijo, «decían que habitaba un fantasma. Los vecinos aseguraban haber visto varias veces a una mujer rondando por el primer piso».

No llegaba a asimilar la información cuando, sin previo aviso, cambiaba de tema: «Una cuadra más abajo quedaba en los años ochenta el antiguo edificio del DAS, el servicio de inteligencia colombiano, ya por entonces abandonado. No solo llevaron allí a estudiantes universitarios para interrogarlos: fueron torturados, masacrados y desaparecidos. Hoy en día queda, en uno de los nuevos locales, el Café de la Bruja. Muchos clientes aseguran haber sentido presencias extrañas en el baño.»

Yo me fijé en el modo de andar de Mario, un tanto simiesco, propio de un hombre no muy alto pero con hombros anchos y espalda recia. Su cráneo estaba muy bien perfilado, al estilo del de Gil de Biedma. Era el suyo un rostro bien compuesto, regular, de barba rasurada, medio cana, con labios carnosos y nariz recta. Podía decirse que era un hombre atractivo, pero no tanto por sus rasgos, sino por lo que emanaba. Había en él algo intrigante y amenazador. 

«En la calle novena, a tres cuadras de aquí, finalizado el milenio estalló un escándalo en la residencia de unas monjas de la Orden de las Adoratrices. Una de ellas apareció muerta en la carretera a los Llanos. Le dispararon en la cabeza y la mutilaron. Culparon a una de sus compañeras, la hermana Leticia López. Finalmente, la declararon inocente, y ella aseguró que delataría a agentes estatales y a antiguas compañeras suyas como cómplices de crímenes de «limpieza social». Habló de abortos en esa casa, de lesbianismo, de ritos extraños llevados a cabo en la oscuridad de aquellas habitaciones. La casa quedó maldita. Los vecinos aseguran que se oyen voces ahí dentro, gemidos de niños pidiendo ayuda».

Acabamos llegando a la Patisserie Française, en una calle muy larga bastante empinada. Por lo visto, aquel iba a ser el punto final de nuestro trayecto. Antes de entrar, y como si se tratase de una advertencia de lo que estaba a punto de suceder, lo que sería su confesión final, Mario me agarró por el brazo y me dijo clavándome su ardiente mirada esmeralda: «Los que tenemos ojos nunca vemos nada. Nos especializamos en cierta información práctica y eso nos impide ahondar, precisar, percibir de verdad los objetos y los fenómenos que nos rodean. Aprehender el universo del que formamos parte es un proceso religioso por medio del cual entendemos la infinitud y la eternidad de cada partícula, de cada sustancia, de cada átomo que compone la materia y la energía. Y eso no se logra con los ojos de la rutina y la costumbre. Hay que decodificar los sentidos para poder percibir de verdad. Hay que dejar de ver para Ver.»

Atravesamos aquel pequeño local, con una nutrida exposición de dulces en los aparadores, todos acompañados por cartelitos escritos en francés, y después de pedir un par de cafés llegamos a una terraza exterior con varias mesas a la sombra de unos árboles de frondoso ramaje. No había nadie más allí. 

Me fijé en que mi acompañante sudaba copiosamente.

Mario se acomodó en la silla como si su cuerpo fuese mucho más voluminoso. Se inclinó hacia delante con aire teatral y me miró con suma intensidad. En ese momento no supe si seguía siendo su colega o su invitado o bien me había convertido en uno de sus alumnos o de sus adeptos.

«Un día entré aquí solo, me senté en la barra y me puse a beber coñac. Me dije que mi futuro como escritor estaba liquidado, que no había nada que hacer, que el país no quería saber nada de esos mundos oscuros que atravesaban mi escritura. Me sentía deprimido, extraviado en un territorio remoto e inhóspito, fuera de base. Al cabo de un rato se acomodó a mi lado un tipo delgado, con lentes de carey, de una estatura diminuta que bordeaba el enanismo. Después de liquidar la primera botella, aquel hombre me contó una historia aterradora. Me dijo que junto a la puerta del servicio para caballeros, oculta tras un biombo chino, había una puerta.»

Sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó el sudor de su frente con un gesto brusco.

«Yo le dije que había oído decir que aquella puerta daba a un almacén en el que el francés que abrió esta pastelería había ocultado el cadáver de su esposa durante casi un lustro. El hombre delgado negó con la cabeza. Me dijo que el cuerpo de la mujer jamás se encontró y que el francés en cuestión aseguró siempre en los interrogatorios que ella había desaparecido una noche metiéndose por esa puerta y que no la había vuelto a ver.»

Mario hizo una pausa durante la que aproveché para pedir dos botellines de agua.

«El hombre me dijo que en realidad aquella puerta daba a otro mundo, a otra realidad. Que él lo sabía por experiencia propia. Yo, a pesar de estar ya francamente borracho, no le di crédito en un primer momento. Pero empezó a hablar de Arthur Rimbaud y de cómo este, cuando llamaba a los artistas a convertirse en videntes, lo decía porque entendía el cuerpo como una máquina experimental de percepción. Me dijo que al desajustar los engranajes de los sentidos y poner el cuerpo en movimiento, cambiaba la forma de percibir, y por ende cambiaba el entorno. Y me dijo que todo eso lo había él aprendido al atravesar aquella puerta, porque antes de hacerlo había sido un simple funcionario de prisiones; un hombre vulgar en definitiva. Y me dijo que desde entonces, tras su viaje de ida y de vuelta, para él el tiempo ya no era rectilíneo, sino múltiple, relativo, curvo, sinuoso.»

Echó mano de toda esa tácita complicidad de la que en ningún momento llegamos a hablar abiertamente, antes de añadir: «Como en tu novela, ¿te das cuenta?».

Yo no fui capaz de asentir. Tampoco pude pensar en el argumento de la novela que había escrito y que había acabado ganando un premio que me había llevado a Bogotá. Sin duda no habría sido capaz de encontrar la referencia a la que se refería ni las palabras adecuadas para confirmarla. Mi pensamiento transitaba por una bruma de irrealidad que no parecía tener fronteras.

De hecho, no logré desentrañar lo que Mario dijo justo después; algo relativo, creo, a cómo se desarrolló su vida desde aquel día. Dijera lo que dijese, en cualquier caso, Mario se sumió a partir de ese momento en un silencio mineral e impenetrable que duró casi un cuarto de hora. 

Me planteé durante esos minutos la posibilidad de levantarme e ir al lavabo para comprobar si se encontraba allí o no el biombo chino. Pero no lo hice. No voy a negar que me dio miedo. Miedo a que fuese cierto lo que me había contado pero también a que no lo fuese. Me planteé también la posibilidad de preguntarle a Mario, directamente, si había él atravesado la dichosa puerta, si había experimentado en carne propia lo que le contó aquella tarde el hombre delgado y misterioso. Pero tampoco lo hice. Por el mismo motivo. Me dije que preguntarle sobre ese tema implicaría, de algún modo, atravesar ya una puerta que no estaba en disposición de cruzar. Una puerta simbólica que podía tanto transportarme a un lugar insólito y desconocido, como de vuelta a algún punto conceptual previo a lo vivido con Mario durante esas horas. Y ambas posibilidades me aterraban.

Permanecimos allí sentados, exactamente en la misma posición, todavía durante un buen rato, mirándonos a los ojos, como retándonos a decir la palabra que habría de despertarnos de aquel embrujo. Y sí, es cierto que en ese momento podría haber empezado a sonar White Rabbitt de Jefferson Airplane y a los dos, estoy convencido, nos habría parecido lo más adecuado. 

Porque a esas alturas de la tarde, bajo aquellos árboles de ramaje frondoso, no tenía ya ninguna duda de que la literatura era un trastorno psiquiátrico, una enfermedad.


Imagen de cabecera, CC Gaelx