El cronista que escribe esta reseña nació y vivió su juventud en una ciudad de la costa mediterránea de cuyo nombre no quiere acordarse. A finales del siglo XX y principios del siglo XXI, esa localidad —situada en la frontera entre Valencia y Castellón— fue inundada como muchas otras por el tsunami de mierda que describe con ironía el periodista vasco Íñigo Domínguez en su libro El Mediterráneo descapotable. Un viaje ridículo por aquel país tan feliz de «cemento, horterada, fritanga y masificación» y en el que la costa ibérica se convirtió en «una sucesión de superlativos»; donde los campos de golf se construían en secarrales y los chavales dejaban la universidad para instalar ventanas de PVC con un sueldo de 3.000 euros al mes; las rotondas se poblaron de monumentos tan costosos como incomprensibles y los pinchadiscos pasaron a llamarse deejays.

«A lo loco se vive mejor…

«A lo loco es el mejor sistema que existe»

Celia Cruz

Año 2008, la crisis se pone muy seria. Después de una década viviendo «a lo loco» y tras unos años de negacionismo cómplice, todo el mundo reconoce que el supuesto milagro económico español basado en construcción y turismo se va al carajo.

En julio de aquel año, Íñigo Domínguez —corresponsal de El Correo en Roma— sale de viaje por el mediterráneo ibérico —de Norte a Sur— con una abundante dotación de ignorancia reconocida en esto de la mediterraneidad. Maneja un coche descapotable de marca francesa y va solo (aunque durante unos pocos días irá acompañado de su primo). Imita el viaje que realizó —en 1959 y para la revista italiana Successo— Pier Paolo Pasolini, que recorrió, en compañía del fotógrafo Paolo di Paolo y al volante de un Fiat Millecento, la costa italiana, desde Ventimiglia hasta Trieste, para escribir Larga carretera de arena. Domínguez lleva una guía inglesa de 2007 (que expresa jugosas opiniones que casi nadie quería leer en España) y tiene una idea clara en la cabeza: tomarle el pulso a un país que lleva más de una década comportándose como un nuevo rico caprichoso.

Aquel supuesto milagro económico mediterráneo aparece en las crónicas del libro, repleto de jóvenes ingleses borrachos saltando de balcones, estatuas horripilantes en aeropuertos sin aviones, turistas desganados y mafiosos con kalashnikov en puertos deportivos. Un texto plagado de turistas europeos y locales extraños, urbanizaciones imposibles, planes urbanísticos indecentes y miles de carteles que vendían paraísos junto al mar, «en primera línea de la costa». Detrás de todos aquellos anuncios, un país dirigido, en sus altas y bajas esferas, por una variada colección de trepas, pillos y sinvergüenzas disfrutando (sic) de eso que llaman «capitalismo financiero».

Íñigo Domínguez —autor de Crónicas de la mafia— se sitúa por momentos en territorios similares a El Dorado (aunque sin el atrevimiento sicotrópico del «punk journalism» del autor castellonense Robert Juan-Cantavella) y comparte el tono divertido, irónico y sarcástico de Gabi Martínez en sus crónicas de Una España inesperada. Domínguez nos lleva desde la tumba de Antonio Machado en Colliure —la frontera de Cataluña con Francia— hasta la punta del faro de Tarifa, en «una road movie de Martin Scorsese con guión del cineasta español Luis García Berlanga». Domínguez plantea una mirada personal y extrañada de un tiempo en que las palabras «grúa» y «rotonda» fueron sinónimos de «prosperidad», esa gran farsa que gobernantes españoles conservadores (con bigote) y seudoprogresistas (de la ceja) vendieron a unos ciudadanos que parecían anestesiados, superados, desbordados y/o ¿cómplices?

Además de turistas, el «Mediterráneo descapotable» está poblado por catalanes —no tan inteligentes como se creen ellos—, valencianos —no tan malos como piensan los demás—, murcianos —menos irrelevantes de lo que se consideran ellos mismos— y andaluces —bastante menos felices de lo que describen los anuncios—. Ciudadanos todos ellos protagonistas también, en mayor o menor medida, de esta película que, como dice el libro, convirtió el Mediterráneo ibérico en el mejor lugar del mundo para «el ocio, los bares, el alcohol, la droga y la prostitución».

Mediterráneo descapotable es también un resumen del legado que deja ese capitalismo machista y garrulo en el que constructores nuevos ricos y funcionarios políticos corruptos (y corrompidos) se fueron de fiesta para aprobar concesiones diversas, planes urbanísticos, recalificaciones, carreteras, urbanizaciones turísticas, campos de golf, puertos deportivos y donde la farlopa, los gin-tónics, los coches de lujo y las putas las pagamos entre todos. De aquella party en un lounge y tras el estallido de la burbuja, hoy nos queda una turbadora resaca: un cementerio repleto de esqueletos de hormigón, millones de esperanzas y dignidades humanas quebradas, que se describen en la segunda parte del libro, concebida como una especie de pequeña Biblia de la corrupción española.


Como muestra de aquellos días en que se vivió «a lo loco» el esperpento mediterráneo, al estilo clásico del gran Valle Inclán, aquí les dejamos la crónica de la visita de Íñígo Domínguez a una urbanización nudista en las playas de Almería.
Mediterráneo descapotable ha sido editado por Libros del K.O.

Etapa 13: Vera-Cabo de Gata. Paisaje desnudo

El viajero no sabe cómo explicarlo, pero se halla en pelotas en medio de la calle, de noche, en una urbanización solitaria y sin saber a dónde ir. ¿Cómo ha podido llegar a esto? Hay que empezar por el principio. Este lugar, Vera Natura, en Vera, Almería, es un poblado naturista, uno de los más famosos enclaves nudistas de Europa y, según su web, el mejor del mundo. El nudismo no es solo en la playa, sino a lo bestia: se puede ir desnudo a hacer la compra, a cenar… Al viajero le pareció que eso había que verlo, pues es otro lugar superlativo del Mediterráneo ibérico. Reservó un apartamento, en el día, como siempre, y le dijeron que le esperaban con las llaves en recepción hasta las ocho. Si no, se las dejaban en un hotel que hay al lado, también naturista. «Pero a partir de las nueve hay que vestirse, se abre para los espectáculos», le explicaron. Al viajero ya le fascinó imaginarse a todo el mundo en bolas por el hotel.

El viajero llegó tarde, para variar. No encontraba la entrada y preguntó a una pareja de la Guardia Civil. «¿Urbanización naturista? ¿Con la gente desnuda, no? Creo que es aquí, un día me metí sin querer y estaban todos en pelotas», le explicó uno de los agentes. Su compañero sonrió entre dientes. El viajero también tuvo que contener la risa al imaginárselo con la moto deambulando perplejo entre los chalés. Por fin llegó al hotel, le dieron la llave y se fue con curiosidad a su apartamento, a ver cómo era eso.

Desde el coche ya le impactó un tipo caminando tan tranquilo con el culo al aire por la acera. El pisito estaba bien y tras una ducha, llegó la hora de dar una vuelta y cenar. El viajero se vio en ese momento de indecisión, como pasa en las primeras citas, en el que uno no sabe cuándo hay que desnudarse. Se dio cuenta de que, por llegar tarde, nadie le había explicado nada, ni cómo funciona exactamente el poblado. Se imaginó que también tendrían sus reglas. El viajero resolvió que si aquello era nudista habría que salir en bolas, por muy raro que se le hiciera, no sea que le llamaran la atención. «Aquí no hay otra que echarle huevos», se dijo.

El viajero pensaba que dejarse sacar sangre en Marina d’Or había sido lo más fuerte que había hecho por el periódico, pero ahora lo duda

Tomada la decisión, encontró un inconveniente práctico: no tenía bolsillos. El viajero no es de llevar zurroncitos y no sabía qué hacer. Total, que acabó con el dinero, el DNI y la tarjeta de crédito en una mano y las llaves en la otra. Así, con chancletas y lentillas como únicas prendas, pues por rigor se quitó las gafas, salió a torear. Al viajero le gusta ir a playas nudistas y conoce la sensación, pero al salir a la calle notó que era una experiencia totalmente distinta. El marco urbano, de normalidad, le descolocaba. Ir en bolas entre coches y farolas es algo liberador, como un musical.

Sin embargo, al cabo de unos minutos se le pasaron las emociones al encontrar a dos niñas, vestidas. Le saltaron las inhibiciones y creyó que irían corriendo a decírselo a sus padres. Pero pasaron sin mirarle hablando de sus cosas. Aliviado, aprendió de su actitud, pero empezó a cruzarse con grupos vestidos. Así no vale, se dijo, o todos o ninguno. Como aún no estaba acostumbrado, al pasar a su lado le entraba la risa. Debieron de pensar que era medio tonto. Al viajero le falta naturalidad para ser naturista. Pero toda la gente que siguió viendo iba vestida y ya dejó de reírse. Era el único desnudo. Alarmado, empezó a temer que se había equivocado de sitio, o que el nudismo terminaba a una hora, como en el hotel.

Es así como encontramos, por tanto, al viajero completamente indefenso y desorientado. Se ha hecho de noche y está todo vacío. Acaba evitando las farolas y se mueve en las sombras como un maleante. Le da miedo que le detenga la Guardia Civil o que le dé una paliza una banda de neonazis paletos del pueblo de al lado. Le sudan las manos y teme que se dañe la banda magnética de la tarjeta. Además, los viandantes no son del tipo que se esperaba, alemanes o suecos avanzados, sino familias españolas, con señoras que podrían ser su vecina la del pueblo. Imagina que en cualquier momento una le dirá: «¿Pero es que no le da a usted vergüenza?».

Cuando está a punto de arrojarse a un seto, por fin ve a un tipo desnudo y se acerca como si hubiera visto a un hermano. Aunque lo dice con su mayor desenvoltura, el viajero se siente gilipollas cuando pregunta: «¿Oye, qué pasa aquí?, es que es mi primer día y veo a todo el mundo vestido». Pero es extranjero y no se entienden. No se le ocurre otra cosa que hacer gestos indicando su cuerpo y el del otro. Entonces ya le mira muy raro y el viajero se da cuenta de que dos tipos haciendo mímica y señalándose los penes en la calles una escena definitivamente absurda. El viajero pensaba que dejarse sacar sangre en Marina d’Or había sido lo más fuerte que había hecho por el periódico, pero ahora lo duda. Vuelve a casa, se viste, coge el coche y se larga a cenar a la urbanización de al lado, que es normal. Acaba en un restaurante portugués en la calle Tortuga Boba, como se siente él. Le está bien empleado, tanto reírse de los demás durante el viaje.

Al día siguiente el viajero se levanta pensando que en recepción le van a oír. Se asoma a la ventana y ve al vecino en bolas en el jardín. Eso ya está mejor, pero a él no le vuelve a pasar lo de ayer. Va vestido a la oficina y allí están todos vestidos. Se alegra de su decisión. Se le pasa el enfado porque la chica es encantadora. Le tranquiliza: se puede ir desnudo a cualquier hora, dentro del recinto, lo que pasa es que es libre, cada uno hace lo que le da la gana. El viajero se relaja y ojea folletos naturistas. Es gracioso, son fotos como las del catecismo, con atardeceres y paisajes, con humanos felices y pensativos mirando al infinito. Lee en un cartel que el refugio de animales de la zona está en crisis, hay ciento nueve perros donde solo caben cincuenta. Necesitan gente. Seguro que lo han puesto allí porque piensan que los naturistas se conmueven más.

El viajero está decepcionado porque han cerrado el supermercado nudista, lo que más ilusión le hacía, pero encuentra una tienda. Hay libros con recetas de algas atlánticas y cerveza San Miguel Eco, que no había visto en su vida. Con la dependienta, muy simpática, habla de naturismo. El viajero acaba por comprar la revista de la Federación Española de Naturismo y se le abre un mundo: se divide en naturistas y los demás, que se llaman «textiles». Hacen campamentos, congresos mundiales, campeonatos de natación… Además son un mercado de veinte millones de turistas europeos. Tienen cosas que están bien, pero se hallan inmersos como todo hijo de vecino en una burocracia de asambleas y ponencias, debatiendo el camino a seguir para que triunfe su revolución. En las fotos sale un comité en pelotas, todos sentados en una mesa como de consejo de ministros, con carpetas y las copas de agua delante. Qué pereza, piensa el viajero, que no es de hacerse socio de cosas. ¿Cómo sería el mundo con todos desnudos? Los esquimales lo llevarían chungo, pero los debates electorales serían otra cosa.

El viajero acaba por comprar la revista de la Federación Española de Naturismo y se le abre un mundo: se divide en naturistas y los demás, que se llaman «textiles»

En la playa el viajero piensa que eligió mal momento para hacerse naturista, con el sol al máximo de su achicharramiento histórico. Deben de dejarse una pasta en cremas. Se embadurna de protección solar y descubre con dolor la sensibilidad de la entrepierna. Ve gente de todas las edades, el espectáculo del cuerpo humano. La normalidad, lo que no sale en las películas ni en la publicidad. En la realidad, en cambio, no hay dos cuerpos iguales. El viajero piensa que el mundo vive engañado sobre cómo es la gente de verdad. Aún así, ve físicos de anuncio y mucho tío depilado. No sabe si eso vale en la fe naturista, porque lo normal son los pelánganos. Le parece injusto, todos bronceados y él haciendo el ridículo con sus pelos y su moreno obrero. Así no hay descapotable que valga.

En el chiringuito le cobran cinco euros por una caña con patatas fritas y aceitunas. Lo agradece, para no llevar monedas en la mano. Se ríe cuando llega el repartidor de coca-colas, vestido entre el personal desnudo. Hay un cartel llamativo: «¡Atención señores! Reparaciones. Chicos desnudos, servicio desnudo. Pintura, recubrimientos, reformas, limpieza de cristales, trabajos de jardinería». Al viajero, que es un infantil, un niño de la Transición, le hace gracia este integrismo de exigir que hasta el fontanero te venga a casa en bolas. Luego, en el restaurante, ve que todos ponen higiénicamente la toalla en la silla. El viajero no lleva toalla, y otra vez se siente raro. No hay manera de acertar con los códigos y uno se hace un lío, pero la revolución naturista es divertidísima.

Más tarde el viajero deja con pesar el poblado naturista y al salir se queda impresionado de cómo ha cambiado esa zona. Pasó por aquí hace unos quince años y no había absolutamente nada. Recuerda que se hizo una foto en un cartel tremendo que decía «Destáquese del vulgo en Villaricos». Pero el vulgo se vino arriba y ahora aquello es una sucesión de bloques hasta Mojácar, que intenta mantener su belleza asediado por minaretes de diseño. En teoría, a partir de ahí se terminan los desmanes y empiezan los parajes solitarios que llevan al cabo de Gata. Pero no. El ladrillo siempre está ganando metros. El viajero topa con las obras de un complejo enorme: «Bienvenidos a un lugar único». Se creen todos originales. Es el futuro Westin Mojácar, en avanzada construcción, de la lujosa cadena Starwood, la del Sheraton. Luego, en medio del desierto irrumpen los prados perfectos e irreales de otro campo de golf.

El viajero llega luego al mirador donde empieza el parque natural de Cabo de Gata-Níjar, el rincón mejor preservado del Mediterráneo, destino de un turismo distinto. Tiene unas vistas espléndidas del símbolo de los abusos urbanísticos ibéricos, el famoso hotel de la playa del Algarrobico. Las obras fueron paralizadas y ahí se ha quedado el monstruo. Pero es curioso, la empresa tenía los papeles en regla. Ahora andan en juicios para que les indemnicen con una millonada que pagarán todos los españoles. Al rato se lleva otro susto en Carboneras, que ha crecido de forma desmesurada y tiene al fondo una gran chimenea. Es una central térmica. Al lado hay una cementera y una desaladora. Es peor si se piensa que a continuación está la playa de los Muertos, que podría ser una de las más bonitas de España. Después ya se abren las lomas quemadas, desérticas, del cabo de Gata, un paisaje volcánico de belleza dura. El viajero estuvo por aquí hace más de una década y los pueblos han crecido. En todos se ven grúas y como alguien se descuide se los comen. Mantienen el espíritu original, pero para los puristas no será lo que era. Nada lo es.

Hay que coger un autobús gratuito. Al viajero le parece bien. Sabe que basta una pequeña incomodidad para que la mayor parte de la gente renuncie a un lugar

Por fin llega a San José, la pequeña capital turística de Gata. Ha crecido muchísimo y las casas blancas trepan por las laderas, pero parece que lo tienen controlado. Han renunciado al paseo marítimo, mantienen el pueblo como era y por la noche está razonablemente oscuro. El ambiente es familiar, acogedor. El tipo de veraneante es muy concreto. Joven, de clase media alta. No hay abuelas, solo parejas con niños o que están pensando en tenerlos. De hecho en la plaza hay cientos de chavales viendo una orquestilla y unos payasos. Es que también hay una población flotante de saltimbanquis, vendedores de pulseritas, músicos con guitarra y tipos con mochilas. Se exalta Jamaica, el Tíbet y países así.

Los paseantes masculinos suelen tener camisa planchada y gafas de pasta negra, y ellas van muy elegantes con dos cositas bien elegidas. Se curran muchísimo la simplicidad. Hay un buen rollo general y circulan los porritos con cierta visibilidad. Es el primer lugar distinto del viaje. Como le dijeron despectivamente en La Manga, son hippijis o pihippis, aristogrunges, radical chic. Se llamen como se llamen son educados y hacen colas pacientemente en la heladería. Muchos bares y comercios parecen vocacionales, de gente que se fue allí a cambiar de vida. Sobre todo hay una sorprendente invasión de italianos. Una pizzería, Paolino, tiene fila en la puerta. «¿Por qué estamos aquí? Porque se vive mucho mejor», responde una italiana de una cafetería. Se pueden encontrar dúplex por ciento cincuenta mil euros.

Al día siguiente el viajero va con el descapotable a las playas más famosas, las de Mónsul y Genoveses, pero le paran.

Solo dejan ir en coche hasta que se llena el aparcamiento, luego hay que coger un autobús gratuito. Al viajero le parece bien. Sabe que basta una pequeña incomodidad para que la mayor parte de la gente renuncie a un lugar. Es el único modo de preservarlos. En la parada del bus hay una buena cola de gente dispuesta a hacer el esfuerzo. En el hostal Puerto Genovés, un sitio muy agradable donde se hospeda el viajero, el dueño le cuenta que apuestan por «un turismo tranquilo». Asegura que la clientela es fiel y vuelve. Es el primer lugar de la ruta donde nadie dice notar la crisis.