Piensas en tu primera calle en Buenos Aires. O en ella, si quieres. Pues es lo mismo. La calle donde una frase suya cobró tanta vida como ninguna que hubieras escuchado antes: que todo viaje, para que realmente se pueda contar, debe devanarse en torno de una mujer, al menos de un nombre de mujer. Pues ese sería el sostén que precisa el hilo rojo de lo vivido para pasar de una mano a la otra.

Piensas en tu primer día en Buenos Aires. Un sol peronista te recibe. Ella te espera en Palermo Hollywood, en la calle El Salvador, entre Humboldt y Juan B. Justo. ¿Lo recuerdas? Espero que no hayas olvidado como hicisteis el amor apresurados, en la ducha, sin tiempo a terminar de enjabonarnos. Teníais tres meses sin veros. Os tocabais, os mirabais, os reconocíais después de todo ese tiempo. «Me pones la piel de pollo», te dijo. Te habló de su hermana y de los fuertes piropos que reciben cuando caminan juntas por Buenos Aires. «Mamita, estás tan buena que te pongo una manzana en la boca y te chupo la concha hasta que te salga sidra». Piropos que en algún momento perdieron su matiz trovadoresco para convertirse en otro desafortunado modo de ejercer la violencia machista. ¿Lo recuerdas? Espero que no hayas olvidado que volvisteis a hacer el amor seguido. Tomasteis otra ducha, esta vez separados, y salisteis a la calle a desayunar. Era muy temprano, apenas las ocho, y pocos lugares estaban abiertos. Un café y una medialuna. Ella andaba en modo ejecutivo. Tenía varias citas concertadas. A algunas la acompañaste, a otras no. La primera en el Malba, ese museo al que siempre regresas para ver las obras de Oscar Bony. La familia obrera, sí, pero, sobre todo, El triunfo de la muerte, ese autorretrato disparado que siempre te interpela. La segunda en su galería, por la calle Arenales, la mítica calle Arenales, ese desfile permanente de personajes. Después de comer caminasteis hacia Recoleta y os sentasteis en un banco en ese parque asimétrico que está delante del cementerio. Frente a vosotros, en otro banco, tres señoras brasileñas conversaban. Parecían testigos de Jehová. Vosotros os besabais como dos adolescentes. Tuviste entonces la sensación de llevar tiempo en Buenos Aires, años quizás, cuando en realidad no hacía ni diez horas que habías aterrizado en Ezeiza con dos maletas con sobrepeso.

Piensas en ese contra-frente de la calle El Salvador, desde el que veías una cuádruple altura, toda vidriada, que emergía sobre la calle Costa Rica, sobre la que ella escribió un breve texto poético que empezaba así: «Barugel Azulay impone su deriva con la siguiente fórmula: fucsia muy fucsia, rojo, naranja, verde, verde esmeralda, azul, violeta, celeste, violeta rojo, ámbar, blanco violeta, azul, y todas las luces juntas. Negro de oscuridad. Rojo, ámbar, fucsia es el ritmo de esa vidriera que te hace pensar en la posibilidad de instalarte en ese circo aditivo que es la luz. Sólo escribes sobre paisajes interiores, y la mayoría de la gente no lo ve porque dentro no ve casi nada. Cree siempre que dentro está oscuro, y no ve nada. Crees que nunca has descrito, en ningún texto, un paisaje. Escribes siempre únicamente sobre montañas o una ciudad o calles, pero tal como aparecen frente a ti».

Al mes de llegar a Buenos Aires, te instalas en un departamento en San Telmo, en la calle Chile, entre las calles Chacabuco y Perú. Entre sus paredes, escribes tu primer libro.

Una de las cosas que más te gustan en la vida es que te inviten a cenar. En una casa particular o en un restaurante. Debido a tus dificultades con la cocina no puedes ser un buen anfitrión. Tus esfuerzos se centran, por tanto, en ser un buen invitado, un comensal agradecido. No es fácil. A veces la comida no es buena. A veces los amigos de tus amigos son unos pesados. A veces eres tú el que no está de buen humor. No es el caso de esta noche, un martes cualquiera de un suave invierno porteño. Sales del teatro. Viste una obra del off porteño. Una sala para treinta o cuarenta espectadores. Un gran agujero en el suelo. Una sala en ruinas. Una atmosfera apocalíptica. Los actores metidos entre las ruinas. El público arriba, con máscara, protegidos del polvo, suciedad, olores. Una iluminación portentosa. Una atmosfera de fin del mundo. Has ido sólo. Has saludado de lejos a toda esa gente del teatro que conoces de vista y que siempre hacen como si fueran tus grandes amigos. Te carga bastante esa exageración de los afectos. No te gusta la sobreactuación. Ni en el teatro ni en la vida. Mandas a un mensaje a una amiga. Te responde que anda con otras tres amigas, a punto de empezar a cenar. Te invita a unirte. Tomas un taxi. De noche se circula con rapidez por las calles de Buenos Aires. Urondo es el nombre del local.

Una esquina por el barrio de Boedo. Entras. Te acercas a la mesa y compruebas que son sólo mujeres. Te sorprende. Esperabas que hubiera algún hombre. Durante unos segundos crees que no deberías estar aquí. Te embarga una cierta incomodidad. Saludas. Le das un beso a cada una. Son cuatro mujeres, cuatro besos. Las conoces a todas menos a una. Te sientas. Ya están comiendo. Ya han bebido bastante vino. Pides una copa. Te preguntan por el teatro. Les resumes la función. Se ríen. Bebes. Las observas. Son cuatro mujeres. Una colombiana, una mexicana, una española y una argentina. La argentina es la nueva, curiosamente, la que tú no conoces. La argentina habla con esa tonada que te gusta. La observas mientras comes. La miras de reojo mientras bebes. Habla de una relación intermitente con un hombre que ya dura unos cinco años. Dice que está con él porque tiene un barco. Todos nos reímos y aplaudimos sus razones. Habla de que le gusta dormir. Cuenta que el último día que amaneció con ese hombre a su lado, le preparó el desayuno. No recuerdas si dijo que se lo llevó a la cama. La mexicana le censura por esa actitud, excesivamente amable según su criterio. La argentina sonríe. No parece tener problemas de ego. Es una mujer que intenta alargar al máximo los momentos de felicidad compartidos. Piensas en todo esto cuando aparece el dueño del restaurante. Os ofrece más vino. Se sienta al lado de la colombiana, con la que parece tener bastante confianza, intimidad incluso. Les traen algo de postre. No recuerdas qué. Lo que sí recuerdas es que tres de las cuatro mujeres deciden invitarte. Llegaste tarde, dice una. No nos cobraron el vino, dice otra. No te acostumbres, concluye la tercera. La argentina propone entonces tomar una copa en una sala que regenta. El dueño del restaurante se apunta al plan y se lleva en su auto a la colombiana y a la argentina. Tú te subes a un taxi con la mexicana y la española. El trayecto se te hace corto. Buenos Aires gana de noche. La sala resulta ser un viejo galpón transformado en un local de conciertos en Abasto. Son casi la una de la mañana. El concierto ya fue. Suena música enlatada y la gente habla de pie, entre las mesas. La argentina te invita a una copa. Pides un whisky. Como no hay Jameson, aceptas un JB. No es hora de ponerse quisquilloso. Aprovechas el momento para hablar con ella a solas. Te cuenta que la sala es gestionada por una cooperativa de músicos. Una orquesta de tango contemporáneo. La Fernández Fierro. No tango for export, repite varias veces durante la conversación. Tango contemporáneo de calidad. Hasta hace poco, la argentina era la manager de la banda. Son 14 músicos, 14 hombres y ella, una mujer. Hay que ser de una pasta especial para aguantar esto. Te cuenta de las giras por Europa. Te cuenta que una vez en Dinamarca, o quizás era Finlandia, qué más da, los invitó el embajador a una recepción. Fueron medio de mala gana y terminaron todos muy alegres. El embajador y su mujer resultaron ser de lo más cancheros. La embajadora se medio enamoró del Ministro, uno de los músicos de la banda. El embajador medió tonteó con ella, la diplomática manager. Te cuenta que faltó poco para que la noche terminara en una orgía. Piensas que la vida bohemia es lo que tiene, siempre está a punto de suceder algo. A veces incluso sucede. Piensas en todo esto mientras la argentina habla y habla. Te cuesta mantener la concentración. La música está a un volumen considerable. El alcohol en tu sangre ha aumentado también en una cantidad significativa. La argentina sigue hablando. En algún momento te dice que eres tímido, o que te lo haces, o algo parecido. En esas aparece el Ministro. Te impresionan sus rastas, sus hombros, su altura. Es como Gulliver, pero en jamaicano-argentino. Aparece también el iluminador de la orquesta. Te explica su particular sistema de trabajo. Lo llama la anti-iluminación. La argentina te planta en la mano otro JB doble, o triple. Ahora estás detrás de la barra. Como si fueras el dueño del local. La argentina sigue hablando. Al rato te dice que se va, que te lleva en auto a casa, a la calle Chile. Le dices que sí.

A diferencia de Caracas o Bogotá, ciudades en donde la gente mayor pareciera estar casi siempre recluida en sus casas, saliendo a la calle apenas lo justo, en Buenos Aires te topas constantemente con personas viejas caminando por las calles, comprando en los supermercados, tomando café con los amigos en las cafeterías. En algunos barrios como Boedo, Once o Almagro, por decir tres por los que paseas a menudo, te los cruzas todo el tiempo. Ves en sus miradas cierto desencanto, un amargo malestar por lo que pudo haber sido y no fue, como si pensaran que sus vidas podrían haber sido otras, más luminosas, menos sufridas, como si no entendieran a un país cada vez más caro, cada día más inseguro, cada instante más caótico. Hay en esas miradas un deje de melancolía que ni el tango alcanza a contar, un géiser de insatisfacción que ni el asado dominguero consigue aplacar. Un país de viejos en un continente de jóvenes.

En el local de la esquina Alsina y Saavedra en el que tomas el café una mañana hay un hombre sentado en una mesa, de unos cuarenta y tantos años, hablando solo, con una cerveza de litro delante, gesticulando solo, bebiendo con esfuerzo a sorbitos, explayándose solo, muy solo. Son las nueve y media de la mañana. Miras de concentrarte en las últimas páginas de las Historias de amor de Adolfo Bioy Casares, pero te cuesta. Levantas la cabeza del libro. No puedes dejar de mirar a ese hombre. ¿A quién le hablará? ¿Cómo se llega a este punto en la vida? Su aspecto no es malo, su aspecto exterior digo, su camisa, sus pantalones, su ropa. No grita ni habla duro, apenas gesticula y murmura, se queda en silencio, murmura otra vez, levanta un brazo, señala algo, murmura de nuevo. No puedes dejar de mirarlo. Te parece que pide comprensión a un interlocutor imaginario, amigo invisible, compañero de fatigas. Terminas tu café y sales a la calle. Sigues pensando en él mientras caminas por la avenida Rivadavia, la avenida más larga del mundo.

 


Foto de cabecera (CC Matito)