La tradición inquieta es una serie de Jorge Carrión dedicada a trazar la genealogía secreta de autoras y autores clave en la literatura de viaje del siglo XX. Un hilo de lecturas y puntos de vista, de propuestas artísticas y experiencias que marcan cómo viajamos y cómo elegimos contarlo.


«El nombre de Bruce Chatwin es un insulto en estas tierras, porque en su libro hay muchas mentiras», me dijo Tommy Goodball, bisnieto de Lucas Bridges, camisa a cuadros roja de leñador y pronunciación todavía imperfecta. «Yo no he leído el libro, pero por sus mentiras no se le menciona en el guión de la visita.» Nos encontrábamos en la confitería de la estancia Harberton, uno de los topónimos más importantes de En la Patagonia (publicado originalmente en 1977). Era octubre de 2003. Poco más de un año antes, en el norte de Australia, James me dijo: «Estás leyendo un libro sobre música, ¿no?», mientras señalaba con el índice Los trazos de la canción (1987). Algunos días más tarde, en un automóvil conducido por dos trabajadores sociales también aborígenes, comprobé que tampoco ellos habían leído la obra más conocida sobre los habitantes originarios de Australia. «Muchas mentiras», coincidieron. Por tanto la escena se repite: los locales no leen a los escritores viajeros. Pero los rechazan. La tradición inquieta se funda en esa paradoja: producimos relatos que hablan sobre unos pero están dirigidos exclusivamente a los otros. A todos los demás. Ese «todos», en fin, nos justifica.

La literatura de viajes ha sido tradicionalmente conformista. Como si le fueran ajenos los saltos cualitativos que marcan el desarrollo de las artes. El libro de Chatwin sobre la Patagonia, no obstante, constituye una escisión formal en la tradición anglosajona del libro de viajes. El único precedente importante de una obra fragmentaria y con elipsis radicales en esa lengua es precisamente el escogido por Chatwin como antecesor: The Road to Oxiana (1937), de Robert Byron. Pero no es la tradición en su propia lengua lo que formalmente le interesa, sino otras: la de Mandelstam, la de Benjamin, la de Cendrars —a quien pertenece el epígrafe que abre el libro—.

En la Patagonia tuvo una recepción fenomenal, no sólo debida a su factura y a su magnetismo. En el índice general de National Geographic de 1970, que comprende de 1947 a 1969, no aparece la voz «Patagonia» (sí «Tierra del Fuego» y se mencionan dos reportajes, uno de 1958 y otro de 1969). En el índice de 1977 (1947-1976), en cambio, sí está «Patagonia»: «Ballenas (Oct. 1972), Vida salvaje (mayo 1976), Magallanes, primer viaje alrededor del planeta, descubrimiento de la Patagonia (junio, 1976)». Por tanto: en los ocho años previos a la publicación de la ópera prima de Chatwin, la revista de viajes más importante del mundo había publicado cuatro artículos sobre esa región, dos de ellos en el año anterior a 1977. El contexto de recepción no podía ser más favorable. Sobre todo si se tiene en cuenta que la fragmentariedad, el trabajo en los bordes de lo testimonial o la recuperación de una lectura benjaminiana de la narración y del espacio sintonizaban a la perfección con el nacimiento de la posmodernidad estricta (en 1972 se había publicado Learning from Las Vegas, de Venturi, Izenour y Scott Brown).

La suma de fragmentos crea en Chatwin la ilusión de una topografía global

Si En la Patagonia es un libro de viajes, Los trazos de la canción es una novela de no ficción. Chatwin narra en ella su experiencia en Australia, tras «los rastros de la canción», los itinerarios orales que —según la mitología aborigen— transcriben las rutas de los fundadores de la geografía de la isla continente. Consciente quizá de que el libro sería su testamento literario, pues el autor moriría tan sólo dos años después de su publicación, en el relato se intercalan pasajes de los cuadernos Moleskine que le acompañaron en sus tres décadas de viajes. Junto a apuntes de lecturas encontramos notas sobre conversaciones escuchadas en trenes o sobre capítulos bíblicos que aluden a la peregrinación o al nomadismo. De ese modo, dentro de la escritura de Oceanía se inscribe la lectura del Mundo. La coherencia es innegable: la suma de fragmentos crea en Chatwin la ilusión de una topografía global. De Ushuaia a Ayers Rock, de Brasil a la costa africana, de la Toscana o las islas griegas a Afganistán, de Nueva York a Gales: entre el desierto y el aeropuerto, su escritura no abarca, sintetiza. Entre cada fragmento adivinamos —pese a su invisibilidad— el link que cruza la elipsis. Al cabo, sus cuadernos, plagados de anotaciones breves, son más característicos de su proyecto inquieto que sus libros —también breves, no obstante—. Las semblanzas, las crónicas, los relatos, las reseñas y los artículos recogidos en volúmenes como ¿Qué hago yo aquí? (1989) o Anatomía de la inquietud (1996), o incluso las conversaciones con Paul Theroux o con Antonio Gnoli (publicadas en sendos volúmenes), por su naturaleza parcial, porque las adivinamos como piezas de una obra en marcha, nos acercan a lo que realmente significa la obra de Bruce Chatwin. Una poética abierta. Una trayectoria (una flecha) que trasciende, móvil, los títulos que supuestamente la representan.

Con el tiempo, el autor de Colina negra (1982) se ha convertido en una isla, en el contexto del archipiélago de la tradición inquieta. Pero mientras vivió fue leído como un autor de la literatura inglesa contemporánea. Quizá por eso no es de extrañar que el 20 de enero de 1989 El País publicara una necrológica, firmada por Alberto Cardín, donde se lee: «Chatwin era considerado uno de los más prestigiosos representantes de la actual literatura inglesa, junto con Julian Barnes, y el grupo de los llamados angloexóticos (Rushdie, Ishiguro, Mo, etcétera)». Cardín, etnólogo, ensayista, periodista cultural y traductor de Chatwin, que falleció tres años más tarde a causa del sida, también escribió que la muerte de Chatwin se debía a «una enfermedad ósea que contrajo en 1985 durante un viaje a China», porque no podía saber que ese fue el mito que inventó el autor de El virrey de Ouidah (1980) sobre su propio fin, para no admitir su promiscuidad, su bisexualidad, una de las razones no confesables de su adicción a los aviones y a la desaparición.

Entre mis lecturas de aquel viaje de 2003 por la Patagonia hubo un par de libros de Osvaldo Soriano. En mi cuaderno rojo de aquellos días anoté algo que le dijo a Roberto Tito Cossa en una carta: «No está probado que las distancias te den madurez, y en todo caso es una madurez que uno paga cara en angustias». A cinco centímetros de esas líneas, en la misma página, transcribí el odio de Tommy Goodball hacia aquel inquieto desconocido que se atrevió a escribir sobre su tierra de inmigrado. Tengo ahora mismo abierto ese cuaderno a la izquierda del teclado; a la derecha, la edición alemana de Photograph, con prólogo de Roberto Calasso, que compré en la librería berlinesa Chatwins. La mayoría de las fotografías realizadas por Chatwin son en color, pero las de la Patagonia son en blanco y negro. Los exteriores cohabitan con los interiores. Los paisajes desolados conviven con los retratos. En algunos de esos rostros, además de autosuficiencia o soberbia o dureza, se ven sonrisas. Porque el viaje en sí tiene a sus protagonistas como sujetos, aunque se sepa a ciencia cierta que la lectura futura los convertirá en objetos. Rostros en blanco y negro, sonrientes.


Ilustración de cabecera de Mario Trigo