Reina lanza unos maullidos secos desde el fondo de la casa. Miau, miau. Minutos después sus gritos se hacen frecuentes, agudos y largos. Miau, miau, miau, m-i-a-u-u-u-u-u-u… «No le hagan caso. Es una gata bandida. Seguro quiere comer», responde Luis Sikus, el dueño de la casa. Son las 2 y 30 de la tarde y aún nadie ha almorzado. Ni Luis, ni los periodistas, ni la gata que ahora trepa un muro en busca de comida. ¡Zape, fuera de acá!, espanta al animal.

La casa de Luis se ubica sobre la cima de un cerro, en la comunidad de Ccollana, a cuatro mil metros de altura, en la región de Cusco, Perú. Es una vivienda de adobe y techo de paja donde vive como puede. Su cocina funciona también como dormitorio y corral de cuyes —conejillos de Indias—. Aquí hay una tetera, una cocina a leña, utensilios colgados en las paredes, hierba desparramada en el piso, una cama destartalada al fondo y, de cuando en cuando, asaltan las voces chillonas de un grupo de cuyes.

Luis conoce su desorden y lo administra con eficacia. Su casa es gélida y afuera el aire azota la cara como un latigazo endemoniado. Vivir en la cresta de los cerros de Ccollana es un desafío a la resistencia humana. Un acto heroico. Pero eso no lo sabe Luis ni le importa saberlo. Hay preocupaciones más tangibles, como pastar las ovejas y los cerdos, cultivar la chacra, pescar truchas en el río Huasacmayo, o hacer ayni (trabajo comunal que aún pervive en los Andes). No hay tiempo para filosofar sobre su estilo de vida.

En Ccollana la vida es el transcurrir diario y punto. La población ignora que es una de las 21 comunidades del distrito más pobre del Perú. Lares, para ellos, es el gran mercado donde se abastecen de alimentos todos los lunes. Pero para el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) se trata del distrito más pobre del Perú, con un 97,8% de pobreza y un 89.2% de pobreza extrema.

Luis es uno de esos pobres. Tiene 52 años y es flaco como un alambre. Piel tostada por el sol, viste una casaca verde, pantalones del mismo color, una chompa celeste, ojotas de caucho y un sombrero de lana. Las profundas líneas de sus pies reflejan la dura batalla que le ha tocado librar. Pero él no se detiene en el camino. Avanza raudo, mientras levanta su mano para saludar a Feliciano Huamán, un hombre de 76 años que labra la tierra con una chaquitaclla, un instrumento ancestral usado por los incas para cultivar el campo.

Él, que viste un pantalón gris y un chullo multicolor, agarra con manos y pies la chaquitaclla. Una y otra vez. Ellos, a diferencia de nosotros, no tienen como elección soltar la chaquitaclla, limpiarse las manos e irse a la ciudad. No. Ellos están obligados a labrar la tierra, a sembrar papa, a enfrentar el frío y el hambre y el olvido.

Avanzamos hacia la casa de Luis. Abajo se queda Feliciano, mascando coca y bebiendo alcohol metílico para darse ánimo y fuerzas. «¿Hace calor, cierto?», pregunta Luis a mitad de camino. Su casa está a cuarenta minutos de distancia, atravesando un sendero sinuoso, en la cima de un cerro color maíz, que armoniza con el nevado Colque Cruz. La vista es asombrosa: cielo azul metálico, casas de adobe, ovejas que corretean en el campo, sembríos de papa, eucaliptos desparramados y una cancha de arcos incompletos que asoma abajo, como un puntito verde extraviado.

Álvaro Franco, el fotógrafo que me acompaña, no cesa de tomar fotos al paisaje. «¿Es raro, no?», pregunta. «Vivir en un lugar tan hermoso como este, con tremendo nevado y bajo estas condiciones», sentencia. Las condiciones de las que habla Álvaro son, entre otras, lejanía, altura, frío, ausencia de luz eléctrica y de agua potable y de desagüe. Es decir: habitar en la montaña sin las comodidades de la ciudad. A los costeños nos parece raro y hasta triste, pero para Luis y las otras 13 familias que viven en Ccollana es la vida que les tocó. No lloran ni zapatean. Enfrentan con valentía cada uno de los amaneceres y anocheceres en esta comunidad de Lares.

Hace un rato Luis ha regresado de los cerros aledaños. Trajo sus ovejas para encerrarlas en un cobertizo de adobe. El frío está imparable y el aire seco más agresivo. Luis está solo en casa. Su esposa ha viajado a la provincia de Calca para tratarse unas ampollas que le han salpicado en todo el cuerpo. De paso, aprovechará para contarle al médico que hace varios días la aqueja un fuerte dolor de cintura. Dolor fuerte, para ellos, es sentir que te quiebran la cintura, es no poder agacharte a sembrar papa, ni agarrar la chaquitaclla. Porque ellos primero se tratan con hierbas como el llantén, el romerillo o la muña. Ir al médico es su última opción, cuando sienten que no les queda otra.

El viaje de Martina Conza, la esposa de Luis, ha comenzado con una caminata de dos horas hasta Lares. Capital del distrito del mismo nombre, es una plaza de armas pequeñita, casas de ladrillo y cemento, un centro de salud con dos médicos, una escuela secundaria y un palacio municipal de tres pisos. Ellos llegan hasta allí en ciento veinte minutos, pero nosotros —acostumbrados a la vida sedentaria y al transporte en carros— lo haríamos en tres o cuatro horas. Ya en Lares, Martina toma una combi que la lleva en dos horas hasta Calca, por una trocha polvorienta y zigzagueante.

Mientras tanto, en su casa, Luis prepara café y papas nativas para la cena. La noche ha llegado a Ccollana como un fantasma gigante que ha envuelto todo con su manto negro. Álvaro se ha quejado de un fuerte dolor de estómago. Dice que le cayó mal el almuerzo. La doctora, que consultaremos después, le dirá que comer papa en exceso causa cólicos e hincha el estómago. La cena está servida: papas nativas de diferentes colores, maíz cancha y café. Luis le brinda a Álvaro una copa de cañazo. «Para que te calientes», le aconseja.

—Nosotros nos curamos el dolor de estómago con esto, o con muña (hierba medicinal)— dice.

—¿Qué otras hierbas utilizan?— pregunto.

—Eucalipto para la gripe, palma real para la intoxicación, pilli pilli para los nervios, hierba buena— responde.

Luis salta como un resorte de su asiento y enciende la radio. Tararea la canción que suena por radio Municipal, la única emisora que se escucha en Ccollana.

Ya no sé si podré enamorarme otra vez

¿Dónde estarás?, ¿con quién andarás?

Quizás estés sufriendo en los brazos de otro amor

En medio de la oscuridad solo se escucha el discurrir del río Huasacmayo y el canto ahogado de algún pájaro. El cielo parece una sábana negra adornada con puntitos amarillos. El frío cala los huesos y cuartea los labios. Luis nos ha prestado una cama con cinco colchas. Hoy, debido a nuestra visita, ha cambiado su rutina diaria. Si no estuviéramos aquí, en su casa, él andaría en los cerros cuidando el ganado, evitando que se lo roben. Pues es el jefe de la ronda campesina de Ccollana, un vigilante todoterreno.

—Andamos calladitos, desde las 5 y media de la tarde.

—¿Y a qué hora duermen?— le pregunto.

—No dormimos. Amanecemos «rondeando».

—¿Y ya han cogido ladrones?

—Sí. Los amarramos y al día siguiente los llevamos a Lares, ante los ronderos.

Sus únicas armas, me cuenta, son un pito viejo y un zurriago (látigo con punta de acero). Mastican coca toda la noche y fuman cigarrillos que adquieren los lunes en el mercado de Lares. Así se mantienen despiertos, andando como sombras en la noche, custodiando los cerros gélidos por donde se desplaza el ganado.

El descenso a la escuela

Los ladridos de Van Damme y Samba estremecen las paredes de la habitación. Afuera, Luis prepara el desayuno en un fogón. Las niñas de la casa de enfrente, Ernestina y Adelaida, se lavan la cara y se cepillan los dientes en una pileta. El agua —cuenta Luis— procede de un manantial ubicado detrás de un cerro. «Es agua entubada pero no potable», dice. El proyecto lo ejecutó una oenegé y no el gobierno peruano. Son las 5 y 30 de la mañana. Las 14 familias de Ccollana están despiertas a esta hora, alistándose para ir al colegio o a la chacra o a pastar los animales. Solo Van Damme y Samba corretean libremente por el campo. El sol ilumina la cara del nevado Colque Cruz y se desplaza hacia las casas dispersas en los cerros.

Luis ha servido el desayuno: café con papas nativas y maíz cancha. Es el segundo día que comemos lo mismo. Pero aquí, en esta comunidad ausente en los mapas y en las guías de turismo, no hay mucho que elegir. La gente se alimenta con lo que cultiva. Su dieta alimenticia carece de proteínas, minerales y vitaminas. Álvaro se disculpa porque no comerá nada: su estómago es un revoltijo de dolores.

Luis nos pregunta si dormimos bien. Le digo que sí, que el frío —por lo menos— no nos mató. Reina maúlla de hambre. Le ofrezco un pedazo de papa. Luis me mira y sonríe con sus dientes oscuros. En la radio el locutor invita a todos los pobladores a asistir el viernes 27 de junio a Lares, donde habrá una ceremonia de reconocimiento del Camino Inca como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Luis le resta importancia, pero sí comenta la eliminación de España del Mundial de fútbol, noticia que también escuchó por la radio. Después pregunta en qué le beneficiará la declaratoria de la Unesco, si ellos igual permanecerán solos, olvidados, arrinconados en esos cerros con vista hacia el Colque Cruz, que paradójicamente significa en quechua «cruz de plata». Sí, ese metal que aquí brilla por su ausencia.

Nos despedimos de Luis, sabiendo que su vida transcurrirá así buen tiempo hasta que alguien se acuerde de que ellos también son peruanos. Descendemos el cerro que en la víspera escalamos respirando por la boca. En el camino hallamos a Cirilo Arizábal, de 18 años, chompa azul y mochila negra. Avanza raudo hacia la escuela de Pampacorral, la comunidad vecina. Son las 6 y 30 de la mañana y está retrasado. Aún debe caminar una hora hasta el colegio. Al verlo lo interceptamos, conversamos con él y se disculpa porque debe correr para llegar temprano a la escuela. Se pierde en la montaña, saltando como una rana y esquivando obstáculos con facilidad.

Después de cruzar un puente llegamos a la carretera. Ccollana ahora son solo casas lejanas. Al lado de la carretera, donde nos hemos detenido a descansar, encontramos a Tomás Cabeza. Tiene 26 años y carga un cargamento de leña de unos cuarenta kilos en su espalda. Viene de Ccollana y regresa a Pampacorral, su comunidad. Caminamos junto a él y advierto que, incluso con ese peso, Tomás avanza rápido por la carretera. Pienso, entonces, en que el hombre es un animal de adaptación. Una hora después llegamos a Pampacorral, con los pies molidos pero ansiosos por ver a los niños en plena clase.

Allillanchu, waykikunas— los saludo.

Allillanmiiiiiii— responden en coro los niños.

—Hoy tendrán una clase conmigo— les digo, luego de advertir que la profesora aún no ha llegado.

Noqa Ralph Kani— me presento.

Los niños me miran sorprendidos, cuchichean en quechua. Son de quinto de primaria y, según sus libros de Comunicación, hoy les toca aprender la fábula. Leemos una fábula sobre el zorro y el puma. Algunos de ellos participan; otros no. Hay timidez en sus miradas y un aire de nostalgia. Miran anonadados mi laptop. El director Fredy Núñez Zamalloa me dirá más tarde que las computadoras que les envío el gobierno peruano están malogradas. Tampoco hay Internet. Hace dos días mi celular solo me sirve como reloj. El documento del INEI subraya que la pobreza en Lares afecta más a los niños y adolescentes, y a quienes hablan una lengua nativa, como el quechua.

En la institución educativa 50206 de Pampacorral-Lares estudian cincuenta alumnos de las comunidades de Ccollana, Mauccau, Quinzapuccio, Qolqanpata y Mapacocha. La mayoría de ellos camina entre dos y cuatro horas todos los días, para llegar hasta el colegio. Hay una movilidad del municipio que los recoge, pero solo a quienes viven cerca de la carretera. La justicia, en este lugar como en otros recovecos del Perú, se mide por la cercanía o la lejanía. La mayoría de niños, me dice el director, habitan en las faldas del nevado Colque Cruz, o en la cumbre de los cerros.

—¿Qué es un sinónimo?— le pregunto a la clase. Las miradas se cruzan en el vacío.

—Es su contrario— responde al rato un niño de chompa roja.

—No— les digo. —Una palabra contraria, opuesta a otra, se llama «antónimo». Un sinónimo es una palabra similar, parecida o igual a otra— agrego, y les escribo algunos ejemplos en la pizarra.

La clase avanza, y para engancharlos les leo un cuento incompleto que escribí hace un tiempo, y les pido imaginar el final. Sus participaciones me sorprenden. Imaginación y creatividad les sobra. El director reitera que los niños son muy hábiles en el campo, y que poseen mucho conocimiento del clima y de la agricultura. «Sería ideal que acá existiera un instituto técnico de educación superior, que priorice carreras ligadas a la Agronomía, Turismo, Ciencias Agropecuarias y Ciencias de la Salud», reclama convencido de que el talento humano es la llave del progreso. «Se lo hemos hecho saber al alcalde, pero parece que ya se le olvidó.»

La profesora Gaby Zambrano, una de las tres maestras multigrado del colegio, ha suspendido sus clases para ir con sus alumnos en busca de leña. A falta de gas, los alimentos del programa estatal Qali Warma —que llegaron recién hace tres semanas— se cocinan con leña que los estudiantes cortan en la montaña. Por eso ahora los veo cargando machetes y sogas, para amarrar la leña que después cargarán en sus espaldas. Algunos avanzan con desgano; otros sueltan bromas entre sus compañeros. En la ciudad, cualquiera se quejaría, y hasta denunciaría tremendo abuso, pero acá cortar leña es una obligación. Es eso, o morir de hambre.

—De todos estos chicos, solo cuatro o cinco acabarán la secundaria— me dice resignada Zambrano. —La mayoría prefiere trabajar en la chacra y ayudarles a sus padres. Otros desisten a mitad del año escolar.

—¿Y encima deben cortar leña para preparar el almuerzo de Qali Warma?— le pregunto.

—Como tú ves— responde la maestra. —Tenemos cocina a gas, pero no hay dinero para comprar el combustible. ¿Qué podemos hacer?

La profesora se despide del director y le dice que aprovechará el viaje con sus alumnos para leer algún cuento y así sacarle provecho a la ocasión. Núñez, que es oriundo de la provincia cusqueña de Calca, ruega que algún día llegue Beca 18 (un programa del estado que subvenciona la educación superior de los estudiantes más talentosos y pobres de Perú) a Pampacorral. «Porque hay alumnos muy talentosos, condenados a la vida en el campo por falta de recursos económicos, y por eso estoy gestionando ayuda internacional, y así he conseguido dos becas en Estados Unidos para el 2015, porque los chicos no tienen la culpa de haber nacido en un lugar sin oportunidades, y eso no es justo, señor periodista», reclama.

Tampoco es justo que el municipio distrital de Lares maneje ocho millones de soles anuales (2.285.714 euros) y no resuelva la carencia de servicios básicos en sus comunidades. Nerio Palma Espinoza, gerente municipal, se excusa en que la plata no alcanza, y que por eso se priorizan proyectos productivos, como la implementación de piscigranjas, sistemas de riego y la mejora de cultivos y ganado. Ganado que muere por el frío y por la falta de medicina. El año pasado, dice el funcionario, fallecieron 400 alpacas y se perdieron cientos de hectáreas de papa debido al frío inclemente. En ese momento recuerdo a Feliciano Huamán y su chaquitaclla rom-pe-cin-tu-ra con la que siembra papa nativa sin sospechar que aquí, en Ccollana, lo único seguro es que seguirá haciendo el mismo frío asesino.

Hasta donde alcancen las fuerzas

Hemos trepado en la tolva de un vehículo del centro de salud de Lares que nos llevará al cruce de Lares y Cuncani. En la mayoría de estos pueblos alejados se viaja así: atestados en la olla del carro. La doctora Maribel Vásquez Miranda, jefa del centro de salud de Lares, cuenta que aún no se perdona la muerte de una gestante de la comunidad de Waka Wasi. Fue en marzo. Sufrió una complicación durante el parto debido a una insuficiencia hepática. Permaneció diez días en cuidados intensivos, en el hospital regional de Cusco. El bebé es criado por su padre, y cada vez que llega al centro de salud la doctora siente un punzón en el pecho.

El carro sufre los embates de los peñascos. Los pasajeros debemos cogernos de lo que podamos para evitar caer en la carretera. La doctora continúa su relato. «Un domingo», recuerda «hubo una fiesta patronal en Lares y todo el mundo se emborrachó. Primitiva, una mujer de la comunidad de Waka Wasi, llegó al centro de salud gritando auxilio. Su embarazo se le había adelantado. La ambulancia estaba en Cusco. No teníamos incubadora ni las condiciones para que ese bebé naciera acá. Cuando revisé a la madre, esta sangraba. Lo más sensato hubiera sido trasladarla a Cusco, pero no teníamos tiempo. Había que prestar un vehículo de inmediato.»

Los ojos de Maribel adquieren un brillo especial mientras prosigue su relato. «¿Y ahora, qué hago?, me pregunté. Salí del centro de salud y fui a buscar al alcalde a su casa. Estaba borracho. Le rogué que me prestara su camioneta y a un chofer. Me dijo que no. Sentí que el mundo se me desmoronaba. Volví al centro de salud y atendí a la gestante, con todos los riesgos que eso implicaba. Podía morírseme, y tendría que cargar con ese peso el resto de mi vida. Su bebé nació morado, por el frío. Lo abrigamos con colchas. Cuidamos a su madre, y retorné a buscar al alcalde. A tocar su puerta de nuevo. A intentar ablandar su corazón.»

El alcalde accedió a prestarle su camioneta, pero faltaba un chofer. «A las cuatro de la mañana», añade Maribel «por fin llevamos a la madre y a su bebé al hospital de Cusco. El niño pesó dos kilos. Nació desnutrido, como la mayoría de los niños de este lugar. En Lares hay 42% de desnutrición. Pero uno pelea» sentencia la doctora «hasta donde alcancen las fuerzas. Pues, entendemos que aquí uno es la esperanza de toda esta gente.»

El carro se ha detenido. Es hora de bajar y seguir nuestro camino a pie. Un hermoso valle, con cielo azul y nubes que se acercan, se abre ante nuestros ojos. Gabriel Tarasenko, un voluntario inglés de la oenegé Nexos Voluntarios, precisa que será más de una hora de caminata.

Recordar el viaje a pie hacia Cuncani es sentir puntillazos en los pies. Los peñascos filudos del camino; el frío y la altura que golpean. Un grupo de extranjeros descansa en un campamento improvisado. Gabriel dice que siguen la ruta del Camino Inca. Se los ve relajados, disfrutando su travesía. En cambio, la gente local o los voluntarios de Nexos están obligados a caminar todos los días.

Hemos cruzado el valle de postal. Hemos soportado el frío y la falta de oxígeno en los pulmones. Nos hemos detenido varias veces a mitad de camino para recobrar fuerzas. Hemos envidiado a los extranjeros echados sobre bellos campos de papa. Hemos sentido el punzón de los peñascos en los pies. Nos hemos doblado los tobillos no pocas veces. He querido volverme a Lares porque ya no soportaba caminar y caminar y caminar sin llegar a nuestro destino. He renegado y me he arrepentido: quejarse aquí es una pérdida de tiempo.

Y, por fin, después de una hora y media de camino, hemos llegado a Cuncani. Un pueblo enclavado en un vallecito rodeado de cerros plomos. Los niños de la escuela han terminado sus clases y corretean «libres» por el campo. Algunos se lavan la cara; otros juegan con sus compañeros. Gabriel me cuenta que, cuando llegaron a este lugar, el año pasado, todos los 63 niños estaban desnutridos. Por eso implementaron un programa de almuerzos escolares.

Cuncani pertenece a la provincia de Urubamba, considerada equivocadamente como una de las más prósperas de Cusco. Sin embargo, aquí las fronteras son puras invenciones humanas. Lares es vecina de Cuncani, y para toda la gente se trata del mismo lugar: hay pobreza, desnutrición, lejanía, ausencia del estado, frío mortal, ovejas que mueren todos los años, niños con los ojos rojos y con los labios partidos y con el rostro quemado por el sol. De vuelta a Lares, Gabriel me dirá que está harto de ver lo mismo: un estado ausente. «Que nosotros», dice con el poco aliento que le queda «hagamos el trabajo del gobierno. Me gustaría ya no tener que volver.»

Hay furia en sus palabras, pero también mucho sentimiento. Gabriel, que es inglés de nacimiento, quizás conoce nuestro país mejor que muchos de nosotros. El viaje de retorno será una larga agonía. Ya no habrá carro en el cruce de Cuncani-Lares. Habrá que caminar dos horas con frío y altura y sed. Imaginar el trayecto me inquieta sobremanera. Para darme ánimo pienso en las palabras de Maribel, la doctora: uno debe luchar hasta el final, así sepa de antemano que la suerte ya está echada.

LAS FOTOGRAFÍAS DE ESTE REPORTAJE SON DE ÁLVARO FRANCO.