…VIENE DE PARTE I

La lluvia sigue cayendo con furia en el cuadrante de Finca 6. Parece increíble que el cielo guardara tanta agua y no se cansara de escupirla. Es el clima extremo que necesitan estos arbustos para crecer tan rápido y dar sus frutos suculentos, pero no dejo de pensar en la vida durísima de estos hombres, que cada día pasan de chapear y cortar en noche cerrada al sol que baja como cuchillo y al aguacero que anega todo pensamiento.

Henry Rojas ya me llevó a ver el campito de fútbol en medio del cuadrante, la pulpería donde duermen la siesta una veintena de productos de primera necesidad, enmohecidos de tedio, y la escuelita de la plantación, sin ventanas, la misma donde estudió él hace casi medio siglo. Llegamos a ver a otro de sus viejos amigos.

Claudio Barrantes Vargas parece más entero que Chepe Matarrita, con el pelo engominado y azabache. Está flaco y fibroso. Debe estarlo: nos abre la puerta una muchacha que podría ser su hija o hasta su nieta, pero es su nueva pareja. Claudio piensa que ante un periodista tiene que dejar bien parada a la compañía, así que se esmera en decir que lo tratan bien, como si estuviera en un hospital o una residencia.

«Nací en el 43, en Guanacaste, pero me vine pequeñito para Limón», dice Claudio casi en mi oído. Se escucha la lluvia muy fuerte, el viento, las gotas sobre el pasto recién cortado, en el borde de la plancha de cemento que rodea la casita.

Claudio trabaja para Dole —todavía la llama la Standard, como todos— desde 1968. «Aquello era más diferente, era más barato todo», grita con nostalgia. La lluvia se puso todavía más bíblica. «Uno ganaba poquito, pero todas las fincas estaban llenas, había más gente, más poblado.»

Me cuenta de la llena de 1970, de cómo se inundó todo, y al escuchar el retumbar cercano de los truenos, me temo lo peor. Pero es lo normal aquí.

Pese a su nostalgia del pasado, Claudio Barrantes piensa que «ahora lo consideran mejor a uno, correr era más antes, por contrato, pero ahora a la fruta hay que tratarla como una persona, no se quiere que se maltrate. Y así lo dicen los jefes, y cuanto mejor el banano, más dinero. Gracias a Dios estamos aquí, y contribuimos a que todo sea mejor…»

—¿Y Ud. está conforme?

—Lo motivan a uno, está contento, cada día lo miran mejor a uno, lo motivan para que el trabajador no se sienta mal…

Claudio Barrantes trabaja de seis de la mañana a dos de la tarde, de lunes a sábado. Y se contenta con que no lo hagan chapear ni acarrear banano, los trabajos más duros. Él corta las hojas que están malas con una cuchilla. Le pagan a la quincena entre 80.000 y 90.000 colones, unos 150 euros.

—Y de eso le doy un poco a la asociación solidarista, para ahorrar—, me explica.

—¿En esta finca hay sindicato?—, le pregunto.

—No, no hay. Antes había. Ahora sólo solidarista hay.

Las asociaciones solidaristas, un invento de un visionario embajador estadounidense, consisten en que empleados y empleadores aporten a un fondo de ayuda social y actividades lúdicas. No tiene nada que ver con los viejos sindicatos. Tal vez por eso ganó la guerra. Un trueno fortísimo hace vibrar las ventanas y me sobresalta. Claudio sigue como si nada.

—La solidarista hace fiestas para los que son solteros, por ahí se escapa algún casado. Las chicas ahora vienen el miércoles, día de pago, y se van el mismo jueves. Antes venían y se quedaban sábado para la fiesta, domingo, hasta lunes y martes. Hoy ya no.

Las chicas. No hace falta preguntar nada más. Pienso que es una forma como cualquier otra de medir la crisis económica.

Al salir para nuestra próxima entrevista, me quedo con una sensación agridulce. Claudio parece un hombre entero, digno, pero recita todo sin énfasis, como un burócrata del banano. A Chepe se nota que todo le duele, desde los años hasta el tener que seguir chapeando hasta los traumas de la infancia. Pienso en las formas de vivir esta durísima vejez en el bananal, tener que elegir entre la insensibilidad o la derrota. ¿Ellos lo sienten así? Seguro que no.

Qué difícil que es meterse en la piel del otro.

—¿Ves?—, me dice Henry, cuando cruzamos la vía y nos metemos en la pulpería del chino, con la lluvia ya amainando—. Este es el mundo de mi papá, el mundo del enclave bananero.

4. Entender el imperio bananero en su versión «por las buenas»

Muchos escribieron de las matanzas, golpes de estado y cambios de presidentes promovidos por la United Fruit en Guatemala, en Colombia o en Honduras. El Imperio en su versión «por las malas».

De hecho, la UFCO es la única empresa que goza del dudoso honor de que hayan cantado sus maldades tres premios Nobel de literatura: Pablo Neruda, quien tomó a los personajes de su amigo Calufa en Canto General para denunciar el trabajo esclavo del obrero del banano; Miguel Ángel Asturias, quien le dedicó una trilogía en la que califica a la empresa de «Papa Verde» que controla y aplasta los intentos de progreso en su país, Guatemala; y por supuesto Gabriel García Márquez.

Cien años de soledad es, entre muchas otras cosas, una novela que denuncia el control de la compañía bananera en Macondo (basado en su pueblo natal, Aracataca, un enclave bananero en la costa colombiana). La matanza de trabajadores bananeros (basada en la masacre de Ciénaga en 1928), que se relata como una minuciosa crónica periodística, termina con el desarrollo de uno de los temas centrales de la narrativa del autor: la lucha contra el olvido, contra el ocultamiento y la mentira. Para los habitantes de la ciudad, la masacre de obreros por el ejército a las órdenes de los gringos en Macondo nunca existió. José Arcadio Buendía, convertido en sindicalista sobreviviente, se encuentra con que en la ciudad nadie quiere escuchar su verdad.

Trabajadores en las plantaciones de bananas en Costa Rica, entre 1910-1920. (Colección Carpenter, Biblioteca del Congreso de los EE.UU.)

Pero no fue de Neruda, de Asturias ni de García Márquez que el mundo creado por la UFCO ganó el apodo por el que se expandió por el mundo.  El concepto de «Banana republic» se usó por primera vez en 1904, en la única novela del maestro de cuentistas O. Henry.

El escritor y aventurero había pasado unos años escondido de la justicia en Honduras, y allí había sido testigo del nacimiento del imperialismo agro-comercial. En su sátira, la compañía se llama Vesuvio y el país, Anchuria (un juego con Honduras que sólo entenderían los castellanohablantes). Y el gerente de la empresa organiza el golpe de Estado para echar al presidente que osa cobrarle impuestos.

Como lo ven los grandes escritores, O. Henry vislumbró en esa versión incipiente todo lo que pasaría más tarde. La historia que cuenta su libro, De cebollas y reyes, es prácticamente lo que pasó medio siglo más tarde en Guatemala, cuando la UFCO llamó a la CIA para derrocar a Jacobo Arbenz en 1954 e iniciar la larguísima era del derrumbe y las matanzas.

La historia de las matanzas y golpes de estado, la dominación «por las malas», es la conocida en el mundo. La que llena las novelas y los ensayos como Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano de sólidos argumentos contra el imperialismo. Pero poco se entenderá de la forma en que ese mundo funcionaba si no hundimos los pies en el sitio donde desarrolló y perfeccionó el sistema tal como sus creadores lo querían: la versión «por las buenas».

Ese es el propósito doble de mi libro: contar la Historia y las historias de la bananera en la visión de unos y otros, los avances y descubrimientos científicos y técnicos, las negociaciones y peleas y arreglos con los gobiernos, los competidores y los sindicatos, los enormes cambios que trajo al medio ambiente y a las pautas de consumo en los dos extremos de su actividad: por un lado, Latinoamérica, y sobre todo Costa Rica, Honduras, Panamá y Guatemala, el centro de su producción, y por el otro Estados Unidos y Europa, su mercado.

Pero, en el fondo, mi principal interés no es histórico: quiero entender el mundo de los trabajadores y las poblaciones del trópico. Lo que hizo y sigue haciendo la bananera en las mentes y los espíritus y los cuerpos y las memorias de los hombres. Lo que sigue haciendo tan profunda su huella y tan fascinantes las viejas historias de la bananera.

5. Las palabras, como mariposas con alfileres 

—¿Cómo cruzás la nostalgia que siente la gente que estuvo en la bananera con los estudios históricos?—, pregunta la historiadora Gabriela Villalobos en su oficina del Museo Nacional de Costa Rica.

Me gusta cuando los científicos dudan y preguntan. Estamos hablando de las contradicciones de la nostalgia, y Gabriela, autora del folleto Mundo laboral y vocabulario bananero en el Pacífico Sur de Costa Rica, está tratando de explicarme esa irresoluble contradicción entre lo que había leído —las durísimas condiciones de trabajo y de vida en el enclave— con la agridulce sensación de haber perdido algo que sienten sus informantes. El vocabulario es muy parecido en el Caribe, donde nació y todavía sigue la bananera, y en el Pacífico Sur, donde la empresa llegó en los años 30 y se retiró en los 80, después de una huelga pertinaz.

—¿Cuál debía ser mi posición? Porque había caído un sistema de los más terribles que vivió América Latina. Pero después vino mayor pobreza, y en parte lo que vino después los hace ahora recordar eso tan terrible con nostalgia. ¿Quién es uno para contar la historia de ellos? Ellos cuentan como les da la gana. Después uno tiene el problema de encajar las piezas.

Habíamos estado hablando casi una hora, compartiendo lecturas y teorías. Los dos habíamos leído a historiadores ticos como Carlos Hernández y Ronnie Viales, que cuenta la épica de la lucha sindical, los movimientos sociales en contra de la compañía. Y también a investigadores norteamericanos como la historiadora Aviva Chomsky, que investigó las luchas sociales y las rebeliones contra el sistema de salud de la empresa, y John Soluri, que desentrañó los males para la salud, para el medio ambiente y para el futuro de las zonas bananeras de las toneladas de plaguicida que fueron inundando estas zonas a lo largo de las décadas.

Haciendo su investigación, Villalobos se encontró con las dos caras del sistema férreo de control de la vida privada en las tierras de la bananera. «A las familias no las dejaban tener animales, por ejemplo. Hay señoras que siempre habían tenido gallinas, perros, hasta una vaca, pero en el cuadrante les decían que por salud no podían tenerlos. Los animales generaban enfermedades. Y venía un equipo de la compañía, los yarderos, a limpiar los jardines y los patios, para que queden todos iguales».

Para estas señoras campesinas, esta limpieza gringa no era a lo que estaban acostumbradas. No era su vida. Pero por la cantidad de agua que se necesitaba para cultivar el banano, más plagas venían, más insectos, más insalubre era el ambiente, más había que estar luchando todos los días contra las enfermedades.

Por la cantidad de agua que se necesitaba para cultivar el banano, más plagas venían, más insectos, más insalubre era el ambiente

«Y aunque estuvieran décadas, nunca era su casa. Cuando los despedían, tenían que dejar la casa con toda la familia inmediatamente», dice Gabriela. ¿Por qué extrañan a una empresa que los trató tan mal? ¿Tan terrible era la alternativa? ¿Habría un elemento de juego, de peligro, de juventud perdida en esa nostalgia?

«Me pegó mucho lo de la nostalgia», me dice Gabriela mientras sorbemos el café tan caliente que hay que tomarlo en tragos pequeños. «Cuando conocés la zona bananera por los libros esperás otra cosa.» Y me dice, como si hablara con su tutor de tesis y discutiera con toda su profesión: «¿Cómo se construye el concepto de realidad? Es un asunto no resuelto, yo diría que irresoluble entre la ciencia de la historia y el ejercicio de la memoria».

«Las palabras no son solo un medio para contar la historia del mundo bananero: son en sí mismas historia viva, crónicas de los habitantes de esas tierras, de los que vivieron, de los que se quedaron y de los que se fueron.»

Así comienza el modesto pero imprescindible «vocabulario» de Gabriela. «Ellas narran la vida cotidiana, los trabajos y los diversos orígenes de los pobladores de la región que durante buena parte del siglo XX vivieron a la sombra de los bananales.»

Siguiendo el rastro de las palabras se describe la historia de la instalación de la UFCO, el día a día de los trabajadores, los lugares, actividades y enseres de la vida cotidiana en la plantación, la lucha del sindicato y la salida de la compañía presentando cada palabra específica en itálica, como en un libro de vocabulario en un idioma desconocido.

Un ejemplo: «Dos cosas eran fundamentales para iniciar una plantación bananera: talar el bosque y hacer drenajes. En un terreno virgen después de la socola o desmonte del tacotal (matorral alto) se cadeneaba, es decir, se medían los puntos a sembrar con cadenas con marcas altas de argollas y chapas y se procedía a hacer el estaquillado».

«Las palabras no son solo un medio para contar la historia del mundo bananero: son en sí mismas historia viva», dice Gabriela Villalobos

En el camino del rizoma al racimo, se introducían muchos otros oficios bananeros: el que rodajeaba la planta, el que la deshijaba, el que la deschiraba, el que la embolsaba y el que la apuntalaba. «Cuando del extremo del racimo nacía la chira —especie de bulbo morado—, esta se cortaba y se conservaba su punta para llevar la contabilidad del trabajo del peón y de los racimos que podían cosecharse en las próximas semanas, para lo cual también comenzaban a ponerse en los racimos cintas de diversos colores», para identificar en qué semana se habían puesto y cuándo debían cortarse.

El vocabulario del control. Detrás de cada palabra, hombres jóvenes deslomándose, haciéndose viejos bajo el aguacero.

En otro capítulo, cuenta que «la monotonía del diario trajín se rompía los días de pago», advierte, «generalmente dos veces al mes cuando llegaban a las fincas los cajistas en los carros pagadores a distribuir los salarios. Ese día aparecían los vendedores ambulantes, muy populares en la zona». Los más aventurados iban tras recibir su paga a los pueblos civiles «a divertirse en cantinas, en bailes y en burdeles. En días como esos no iban a faltar los pleitos con machetes propios de un entorno donde el concepto de masculinidad machista estaba muy arraigado, existía toda una subcultura de hombres que hacían carrera de peleadores conocidos en toda la región, casi leyendas por la fama que sembraron».

«Hay palabras más fuertes que otras, ¿no te parece?», me dice Gabriela casi al final de la entrevista. Mi café está casi frío, pero sigo anotando en la libreta, sin levantar la vista.

—¿Cómo qué palabras?—, le pregunto.

«Por ejemplo, manchados.» Así llamaban a los concheros, porque volvían después de su jornada con las manchas de los racimos que cargaban en la espalda. O «cabitos». Así llamaban a los nicaragüenses durante la época de Somoza. La mayoría había servido, obligados, en la Guardia Nacional del dictador, y habían llegado «a la figura más baja del ejército. La más baja», dice Gabriela con una mueca de piedad.

—No era ni siquiera el ínfimo grado de cabo: era cabito.

Y de pronto, como si una idea obvia le hubiera pegado en la cabeza, salta de su silla. Gabriela viajó a muchos de estos lugares y conoció a algunos de los personales que hablan todavía este vocabulario bananero como si fuera un idioma en vías de extinción por su compañero, el guardaparque.

—¡Pero vos con el que tenés que hablar es con Henry! Él te puede contar de cómo era ser niño en la bananera, y lo que ve ahora por allá. Tomá, este es su teléfono celular.

Y me anota el teléfono de Henry en un papelito. En la puerta del museo lo llamo.

Dos días más tarde estoy cruzando la selva vertical, camino a los bananales del Caribe.

6. Los murciélagos del viejo cine 

—¿Y vos realmente te hiciste aquí, en este ambiente?—, le pregunto la última noche a Henry, en la fonda de carretera donde nos refugiamos.

—Yo me lleno de todo eso y eso lo cargo, aunque yo salgo de 15 años para ir a la secundaria, pero no salgo del todo, porque mis papás todavía están aquí cuando yo voy a la universidad, por los 70. Todo eso es parte de mí…

—Esta mañana me llevaste a ver la Zona Americana. ¿Cómo fue esa experiencia, ese proceso, de entender que vos vivías en una plantación?

—De niño lo sentí, pero no lo entendí hasta mucho más tarde. Mi mundo era mi casa, pescar, los anzuelos, el perro, mi gente. Yo no entendía la alienación de la plantación. La mayoría de la gente no la rompe nunca. Siguen viviendo sin darse cuenta nunca.

—¿Qué significa eso?

—Que me doy cuenta a qué clase social yo pertenezco. Los burgueses manejan los hilos y tienen su ideología—, me explica Henry. —Y los proletarios en general no tenemos ideología, es la misma de los sectores dominantes. Cuando te das cuenta a qué sector pertenecés, ya no tenés miedo, adquirís un sentido de igualdad, de justicia. Y yo digo: yo soy un obrero bananero, eso soy. Debo asumir esa condición.

Anoto frenéticamente en mi cuaderno, mientras se enfría mi arroz con pollo.

—Es liberador—, sigue Henry, ya encendido—. A partir de ahí no tengo el mínimo temor de confrontarme con nadie en ninguna parte ni circunstancia. El único poder que yo tengo es el poder de las ideas. Y el único poder que debe prevalecer es ese. Cómo vos pensás, cómo te desenvolvés… El dinero compra tantas cosas, pero la verdad es la verdad, y punto.

Y lanza la risotada.

—¿Y vos cuando estabas estudiando volvías acá y le tratabas de explicar a tus padres lo que estabas descubriendo?

—Nos entendíamos muy bien el viejo y yo, pero en eso nunca nos entendimos. Decía que yo estaba equivocado. Él decía que la compañía generaba tanto dinero y que la gente podía vivir bien, que era una fuente de trabajo, que la gente no tuviera hambre, que corre la plata porque está la compañía, que no tendríamos la plata que tenemos si no es por la compañía. Pero él en el fondo creo que tenía conciencia de que después de sacarles toda la fuerza de trabajo, los desechaba.

—Tal vez te resultaba más fácil verlo a vos que a él, que entregó sus mejores años a la compañía—, le propongo.

—Yo podría decir que perdí 10 años de mi vida. Yo debía haber aprendido cosas antes, pero cuando llegué a la universidad iba con un miedo horrible, no sabía dónde estaban los libros y qué hacer con ellos. ¿Cómo es justo que yo sea un ignorante porque me tuve que criar aquí, chuparme todo esto, no tenía derecho a saber de música y poesía y arte? Sentía que me habían escamoteado todo.

El atardecer es un cuadro suspendido, deslumbrante en el Caribe tico. Al día siguiente, después del aguacero y antes de la puesta del sol, se abre el cielo y se despliegan por la tierra las sombras alargadas de la gente y de los árboles. Parece como si todos los objetos adquirieran sombra y el aire se afinara de pronto. Por el aire ligero vienen en formación enormes bandadas de pájaros, que se posan en las ramas y en los postes de luz y se quedan detenidos, como esperando algo.

Antes de la cena y de volver al plantel de containers y madera botada, Henri me lleva al centro del mundo bananero: el comisariato y despensa y salón de baile de Finca 6, el lugar donde se bajaban las chicas de la capital cada día de pago. Todavía se ven las vías del ferrocarril.

Está abierto el viejo comisariato, hay un bar atendido por un joven muy flaco. Su único cliente, don Israel, no deja de hacer chistes racistas sobre los negros. Nos miramos con Henry, tomamos nuestras cervezas tibias y lo dejamos correr. El pobre viejo habla para sí mismo, para nosotros, para nadie. Apenas se sostiene en el taburete astillado. Tal vez su racismo es lo último que le queda, la única posibilidad de sentirse algo, de sentirse más que alguien.

Tenemos suerte: el joven nos lleva a ver las reliquias del pasado. Nos abre la puerta que da a los cuartuchos donde atendían las muchachas. Un corral, piso de tierra, las puertas son como de baño de hombres: uno puede hacer como que no ve, pero todo se escucha. A la luz del atardecer lo veo más triste de lo que me imaginaba.

La sala de baile todavía se usa de vez en cuando. Tiene pelotas con espejitos colgando del techo, pinturas de paisajes alpinos en la pared, una barra larga de madera terciada, unas sillas amontonadas, una tarima para que bailen las chicas o para que ejerza el disc-jockey.

Henri me lleva al centro del mundo bananero: el comisariato y despensa y salón de baile de Finca 6, el lugar donde se bajaban las chicas de la capital cada día de pago. Todavía se ven las vías del ferrocarril

«Ahora vas a ver lo mejor», me anuncia Henry. Al lado del salón de baile, el muchacho abre un candado y entramos en un mundo escondido y fantástico: es el cine.

Con un chirrido, el muchacho abre la puerta oxidada del viejo cine. Ya no tiene butacas, ni pantalla, ni cortinas, ni proyector. Tiene unas pequeñas aberturas a la altura del techo, por donde se cuela la última luz de la tarde. Y en las vigas del techo duermen miles de murciélagos pequeños. Cuando el muchacho apunta con la linterna, los murciélagos entran en erupción. Cruzan chillando la sala, sin chocar aunque parecen cruzarse a milímetros y a toda velocidad.

La sala donde Cantinflas mitigaba el hastío de los hombres solos está poblada por estas criaturas de la oscuridad. El piso está tapizado de sus excrementos, y a la luz incierta de la linterna se despierta un mundo dormido. Siento que esto que veo es un símbolo, una metáfora de algo. Son, tal vez, los últimos vestigios de un mundo que ya no podemos entender pero que nos sigue habitando.

Cuando cierro la puerta, se sigue escuchando por largo rato el rumor sordo de los murciélagos volando como posesos, como recuerdos sin rumbo, en el destartalado cine de la bananera.