Salir para emerger. Salir de la casa, salir del barrio, salir de la provincia, salir del país. Las primeras fronteras, las que uno cruza a los veinte o veinticinco años, con mochila y poca plata, funcionan como un rito de pasaje hacia el mundo adulto. Salir en un viaje de descubrimiento e iniciación. Salir para encontrar el camino propio. Las primeras fronteras son pruebas de responsabilidad, seguridad, éxito en la hazaña que es el viaje. Todos recordamos nuestras primeras fronteras como un hito. Salir como metáfora de la constitución personal.

Para conocer sesenta países tuve que cruzar muchas fronteras. Alguna vez un empleado de migraciones hizo alguna broma, dijo «Maradona» o «Messi», pero la mayoría de las veces miraron con desconfianza mientras preguntaban: «Cuánto se va a quedar, dónde, ya vino, a qué viene, conoce a alguien». En Jamaica me invitaron a pasar a una cabina y me revisaron entera y en República Checa fue necesario explicar en lenguaje de gestos qué era la yerba mate. En Chile casi voy presa por un mango (fruta) que se había caído en el asiento del auto sin que lo advirtiera, y en Perú tuve que aclarar por qué viajaba con un cuchillo afilado. La explicación fue mentirosa porque si les decía que era para cortar el queso que llevaba en la mochila no hubiera podido pasar.

Desde que empecé a cruzarlas sola, a los veinte, las fronteras me intimidan. Tienen un factor incierto: el factor humano con poder. Son como un examen en el que algo puede fallar por causas que uno no controla. Aunque haya estudiado, aunque no lleve droga. A pesar de haber respondido bien, aún con los papeles en regla.

Las primeras fronteras, las que se cruzan a pie y en auto, son quizás las de sentido más amplio. Al cruzarlas, uno no sólo cambia de país, también toma consciencia en vivo y en directo —no por las pantallas— de la identidad colectiva, la historia común y las diferencias. Lo que nos separa nos legitima.

Después de años de viajes todavía me suelo sentir incómoda en las fronteras. Me vienen imágenes de películas, de cruces durante las guerras, de huidas y contrabando. Una vez del otro lado, libre y con el pasaporte sellado, es un alivio y quiero salir a festejar. Sí, vamos al bar, yo invito: ¡Crucé la frontera!

La cucharita con yerba

Viajábamos en auto por Europa en 1996, cuando cada país tenía su moneda. En España, las pesetas y en República Checa, las coronas. La globalización estaba en marcha, pero faltaba. También faltaba para la «sinfronterización» del continente. Praga todavía no era una de las preferidas del turismo internacional y se podía caminar por el Puente de Carlos sin agacharse para no ser parte de una selfie. La ciudad guardaba resabios de los años de comunismo y probablemente no había Mc Donald’s ni cola para comprar merchandising de Kafka.

Cruzamos por Alemania. Veníamos de Holanda y antes de Marruecos —la trazabilidad constaba en el pasaporte—, quizás por eso les resultamos sospechosos a los oficiales de migraciones que indicaron estacionar el auto a un costado y esperar. Con señas, nadie hablaba otro idioma que no fuera checo. Era un día gris y hacía frío. Después de un rato vino una brigada de cuatro uniformados altos y corpulentos vestidos de azul y con guantes. En el recuerdo son parecidos a SWAT. Sacaron las mochilas del baúl, sacudieron la ropa, palparon la suela de los borceguíes, observaron el termo por arriba y por abajo. Me acerqué para explicarles cómo se abría un bolsillo, pero me apartaron con una mirada de reprobación. Tenía que esperar al costado. Era una sensación extraña, como estar viendo los movimientos de un ladrón en tu propia casa. Estaban concentrados, atentos, perros con sed. No buscaban dinero, sino droga, pero la actitud era similar. Cuando terminaron, pasaron al interior del auto: levantaron las alfombras, corrieron los asientos, se agacharon y olieron. Hasta que llegaron a la guantera y encontraron una cucharita con yerba pegada. Entonces traté de explicarles con gestos y palabras sueltas, que en Argentina tomamos mate, que es más popular que el café, que la yerba es una planta como el té, que para tomarlo se usa una calabaza y una bombilla. Pero no me seguían. El módulo cultural no les interesó para nada. Busqué el paquete de yerba y se había terminado. Las explicaciones se hacían difíciles. Ellos se comportaban como si estuvieran seguros de haber encontrado a una pareja de narcotraficantes sudamericanos y no dejaban de hurgar la privacidad.

Al final decidieron abrir el capot del auto, pensaron que en algún lugar cerca del motor habría un cargamento. Abrieron y cerraron tapas, metieron la nariz en la parrilla y llegaron a la zona del torpedo. Buscaron y encontraron. Había un modesto cargamento… de cerámica. Antes de salir de Ámsterdam habíamos comprado cuatro o cinco zuecos, algún cenicero y quizás un molinito para regalar. El famoso souvenir de cerámica de Delft blanca y azul. Se nos ocurrió guardarlo ahí, bien envuelto, para no bajarlo en cada hotel. Además, corría menos riesgo de romperse que en la mochila. Nunca olvidaré la cara del SWAT más rudo, cómo desenvolvía el paquete y quitaba diarios con ansia para encontrarse con un zuequito de mesa ratona. Se rió aunque en ese instante hubiera querido convertirse en cucaracha, como Gregorio Samsa, y desaparecer.

Humillados, después de ordenar y guardar, seguimos viaje hacia Praga. En el camino traté de sacudir la tensión y el trato áspero. Esa tarde en la entrada a República Checa hubo otras fronteras en juego: la del idioma, la del miedo y la desconfianza. Habían puesto en duda nuestra identidad. ¿Es usted quien dice ser? Vamos a probarlo.

Las primeras fronteras son pruebas. Los gendarmes prueban la identidad y uno prueba que puede ser sospechoso hasta demostrar lo contrario. En las primeras fronteras, como en los primeros amores, se pierde la inocencia.

Esa noche en Praga brindamos con Becherovka, el delicioso licor de treinta hierbas que se produce en Karlovy Vary.

Tráfico de fotos 

Ese mismo año, 1996, seguimos cruzando fronteras. El pasaporte se llenaba de sellos y nosotros de experiencia. Unos meses más tarde, tocó una de Asia.

En el espejo retrovisor, los militares se volvían chiquitos hasta que parecían de juguete. Ellos quedaban atrás y nosotros íbamos hacia delante. Adonde están los ochomiles, las montañas más altas del mundo (Everest incluida), una tierra de nómadas, monjes y yaks. Al Tíbet, un territorio ocupado.

Lo habíamos logrado: cruzar la frontera de Nepal a China por el Tíbet, en aquel momento, cerrado al turismo extranjero por «razones de seguridad».

En 1959, después de la invasión china al Tíbet, el Dalai Lama, líder espiritual y político, huyó por las montañas hacia India y se estableció en Dharamsala, en el norte de la India, desde donde gobernó en el exilio hasta 2011, y continúa luchando pacíficamente por la independencia del Tíbet.

El cruce no fue fácil, pero hubo un dato que ayudó. Era necesario sacar la visa en otra embajada —cualquiera que no fuera Nepal, que es país limítrofe— y al completarla no aclarar que se visitaría el Tíbet. Así, el ingreso por Nepal contaba como un tránsito hacia Shangai o Pekín. Junto con el pasaporte sellado nos extendieron un Alien’s travel permit (permiso para circular como extranjeros) para el viaje. Si un turista quería pasar directamente por Nepal le negaban la visa. Cada día muchos viajeros volvían de la frontera angustiados por el rechazo. Y nosotros lo habíamos logrado.

No, el cruce no fue fácil: teníamos miedo y aún con la visa estampada en el pasaporte hubo conversaciones tan tensas que casi nos separamos antes de cruzar. Que sería demasiado peligroso, que a ver si nos metían presos a la sombra del Everest, que si vamos, que si no. Internet era apenas un rumor y la información siempre faltaba.

Pero lo logramos. Con veinticinco años cruzamos una frontera difícil, una que hoy los países del Primer Mundo recomendarían a sus ciudadanos no cruzar.

Ni bien atravesamos la línea, un oficial chino nos miró con una sonrisa indescifrable mientras tomaba un té en una taza de cerámica como las que se venden en el barrio chino. Era octubre y estaba helado, el vapor se le esfumaba en la cara.

Con otros extranjeros contratamos un auto hacia Shigatse, la primera ciudad camino a Lhasa, la capital del Tíbet. Cuando los militares ya no se veían, busqué el sobre que estaba adentro del cuaderno que estaba adentro de un bolsillo secreto que estaba adentro de la mochila y saqué mi contrabando íntimo, mi tesoro: las fotos del Dalai Lama. Primer plano, cuerpo entero. Tenía una túnica de color vino y, como casi siempre, sonreía. De tan contenta le di un beso. Serían cinco o seis fotos, quizás diez, para regalarles a los monjes. Me habían dicho que las pedían, como los chicos pobres piden biromes. En las primeras fronteras se aprende a no declarar todo lo que uno lleva. Se ensaya la mentira.

Algunos días más tarde, en el monasterio de Tashilumpo miré para ambos lados y no vi a nadie, entonces saqué de la mochila una foto y se la di a un  monje que cuidaba el lugar. Levantó las cejas y abrió la boca en forma de O. Después, él también miró para ambos lados y tampoco vio a nadie. Con delicadeza, se levantó la túnica hasta la rodilla y mostró que en el reverso tenía pegada una foto del Dalai Lama. Nos emocionamos juntos y fuimos cómplices.

Casi veinte años después, el Tíbet continúa ocupado. Esas primeras fronteras de los veinte o veinticinco años sirven para comprender otros límites donde no hay aduana y sí hay dolor. Algunas fronteras no son puentes, sino una representación de lo imposible. Paisajes de utopía y frustración.

El tapón del Darién

La Ruta Panamericana tiene más de treinta mil kilómetros: va desde Argentina hasta Alaska y cruza trece países. Es una de las carreteras más largas del mundo, pero en un momento se corta, se la traga la selva del Darién y reaparece en Panamá. En la unión de las Américas, las tierras pantanosas del Tapón del Darién la interrumpen y no permiten —eso dicen— conectar América del Sur y América Central. Aún hoy es un cruce difícil para los viajeros con mochila. Básicamente hay tres opciones: 1) avión; 2) ferry desde Cartagena de Indias hasta Colón, en Panamá; 3) canoa por el Golfo de Urabá de Turbo a Capurganá, y después otra lancha hasta Puerto Obaldía, ya en Panamá.

Hice el cruce número 3 en 1991. La canoa era un tronco de árbol ahuecado y las olas del Caribe, altas como edificios. Turquesas y tan inmensas que cuando nos levantaban, de foto apaisada nos convertíamos en foto vertical. No recuerdo que tuviéramos salvavidas. En ese cruce tuve miedo antes de llegar a la frontera, más que en la propia frontera. Pero cuando llegamos a Capurganá, la salsa, el vallenato y la playa curaron los temores.

A la tarde conocimos a un brasilero y un colombiano, tendrían unos veinte o veintiún años, como nosotras. También iban a Panamá y seguían a Estados Unidos, para trabajar. Pero no les alcanzaba para la lancha, decían que había una vía por la selva del Darién hasta Puerto Obaldía, se puede, aseguraron, salimos mañana temprano, ¿vienen?

Nosotras no fuimos, partiríamos temprano en lancha.

Un día después, conversábamos a la sombra de un cañaveral, en Puerto Obaldía, cuando los vimos. Desfilaron delante de nuestros ojos con las manos atrás de la cabeza. Los escoltaban seis militares armados que los habían encontrado en la selva. Les habían quitado los pasaportes —según ellos se los habían quemado— y serían deportados. El brasileño era mulato, rulos chicos y nariz ancha. Marchaba cansino hacia el vacío tropical y misterioso.

Esa tarde fuimos a la casa del cónsul de Colombia y le pedimos por ellos, qué se puede hacer, por favor, haga algo, le rogamos. El hombre nos miró con diplomacia, dijo que no era posible y siguió con sus tareas administrativas. Quizás nuestra inocencia lo llevó a sus primeras fronteras. Fronteras de transición, fronteras que chocan con otras menos literales y que no siempre se pueden atravesar.