La primera vez que visitas una ciudad como Nueva York sabes, de manera más o menos consciente, que estás pisando uno de los lugares más conocidos, filmados, dibujados, cantados y contados del mundo. Y por ese motivo, una infinidad de ideas preconcebidas, prejuicios y falsas impresiones se agolpan en la mente, por muy poco contacto que se tenga con la cultura norteamericana: música, teatro, retransmisiones deportivas, anuncios, noticias, películas, series, libros, cómics, arte, noticias… ¿A quién no le viene a la cabeza un estribillo como el de New York, New York de Frank Sinatra; alguna película de Woody Allen o la imagen de las Torres Gemelas desplomándose en directo en todos los informativos? Son simplemente ejemplos de la enorme cantidad de estímulos más o menos compartidos por personas de casi cualquier lugar del mundo. Además, hay que añadir a ese conjunto de impresiones otro puñado de referentes más personales, que se entrelazan con los primeros y que en mi caso vienen asociados a nombres como The Velvet Underground, Ramones, Sonic Youth o Beasty Boys… (cada cual podrá esgrimir los suyos).

Con ese amasijo informe de referencias generales y particulares, no siempre bien asimiladas, pasear por las calles de la ciudad de las ciudades es una experiencia intensa que entremezcla familiaridad engañosa, evocaciones fraccionadas, conexiones súbitas, contrastes abruptos y cotidianidad resbaladiza… En suma, una amalgama fluctuante y difusa de sensaciones que en buena medida satura, especialmente en las primeras exposiciones, pero que también destila instantes, más o menos duraderos, más o menos discretos, de belleza arrebatadora y fascinante.

Un paseo amable por el SoHo

La agenda que teníamos prevista para ese día nos llevó hasta el SoHo. El plan: pasear por las calles y hacer algunas compras inevitables. Lo de las compras no es mi fuerte, así que cargué conmigo, en una mochila ligera, el equipo para grabar. Lo llevaba todo montado para que en el momento que decidiese, «cremallera, auriculares, mango con soporte, micro con protección antiviento, grabadora, cremallera, on, probando, probando, rec…»; y a grabar.

Al salir del metro en la parada de Prince Street (en la esquina con la avenida Broadway), optamos por seguir la misma calle hacia el lado oeste para adentrarnos en este barrio reconocido por ser marco de series, películas, cómics, vídeos musicales, fotografías, publicidad, etc. Con la sensación de estar en un escenario, andamos con toda la calma en una mañana fría pero soleada y con poco viento. Cruzamos la avenida Broadway y las calles Mercer y Greene, hasta llegar a la calle Wooster donde, tras una breve incursión en una tienda de ropa y material deportivo (en la que tuve que contener ese latente impulso consumista), dimos la vuelta para volver, con la misma calma, por idéntico camino.

Pasear por Nueva York es una experiencia intensa que entremezcla familiaridad engañosa, evocaciones fraccionadas, conexiones súbitas, contrastes abruptos y cotidianidad resbaladiza

El ambiente general que nos encontramos era el de un barrio bastante tranquilo, con relativamente poco tráfico por la mayoría de las calles, edificios no demasiado altos (entre seis y ocho alturas con sus escaleras de incendios en la fachada), un carril bici por el que pasaron varios usuarios y hasta árboles, de mediano tamaño, en unas aceras no demasiado amplias pero suficiente para que pasen dos o tres personas. La verdad es que no había mucha gente por la calle, y el SoHo parecía un barrio amable en una ciudad relajada por la que tanto turistas como vecinos caminan de un sitio a otro sin demasiadas urgencias. Algo muy lejano de las referencias al «Distri to del hierro fundido» (Cast-Iron District), anterior a la presencia de una importante comunidad de artistas que transformaron las antiguas fábricas y almacenes en enormes lofts, en los que, finalmente, se han ido estableciendo clases más acomodadas.

Al llegar de nuevo a Broadway, decidimos continuar, avenida abajo, por un entorno menos amable pero lleno de comercios. Yo no estaba interesado en las compras, así que cuando mis acompañantes entraron en el primer comercio en busca de unos pantalones tejanos, les dejé ir y me quedé fuera, avisando de que me movería por esa acera hacia abajo, y que les esperaría a la altura de la calle Canal. En cuanto me quedé solo inicié la secuencia prevista (cremallera, auriculares, mango, grabadora, cremallera, on, rec) y me dispuse a escuchar.

Los primeros instantes son siempre un poco confusos, hasta que te adaptas a escuchar los cambios de presión que producen los sonidos, transducidos por el micro a impulsos electromagnéticos, preamplificados, digitalizados y almacenados en la memoria de la grabadora, al tiempo que entregados para su retransducción en los auriculares. Siempre toca calibrar un poco tanto la intensidad de la señal de entrada como el volumen de la escucha, y confirmar que se está grabando la señal que se recibe… En un par de minutos estaba listo y me dispuse a caminar lentamente por la acera.

 

Entre los acelerones de los turismos, pero también de vehículos pesados, pasos, toques de claxon, frenadas, conversaciones fraccionadas en diferentes idiomas, avancé sin dejar la acera. Los omnipresentes chirridos de los frenos de los vehículos (para mí una de las marcas sonoras de la ciudad y posiblemente de todos los Estados Unidos) que circulan tanto por la avenida Broadway como por la calles perpendiculares van apareciendo y desapareciendo, aquí y allá, creando un ambiente no demasiado saturado, aunque con constantes fluctuaciones de intensidad e irrupciones imprevisibles.

Una esquizofonía mecánica desde el subsuelo

Un camión pasa cerca y, tras él, un rumor se percibe amenazante, como producto de una fricción metálica envuelta en un rumor más grave. Y, sin embargo, ninguno de los peatones que caminan cerca de mí parece inmutarse ante semejante ruido. En el momento de mayor intensidad me pareció reconocer algo como el traqueteo de un tren. Pero al mirar a mi alrededor nada me hacía pensar ni en ferrocarriles, ni en vías, ni en vagones.

Seguí caminando con una sensación extraña, de cierta desorientación. Había oído los sonidos propios del subsuelo desde la superficie, como extraídos de su origen y de su entorno propio para ser insertados en un contexto diferente. Una disociación del sonido y su fuente, también del sonido y su espacio acústico, para la que Raymond Murray Schafer, padre del concepto «paisaje sonoro» (soundscape), acuñó el término «esquizofonía» (del griego «schizo»: separación, dislocación; y de «fono»: sonido). Así se refiere a la posibilidad que aportan las tecnologías electroacústicas de captar sonidos, almacenarlos, transmitirlos y reproducirlos en otro lugar y en otro momento.

A los pocos pasos encontré la respuesta a ese sonido: era el de los vagones del metro a su paso por una intersección de vías. Y surgía desde el fondo de la tierra por los respiraderos que, a lo largo de la acera, conectan con el subterráneo para una mejor ventilación de las instalaciones. Esas conducciones de aire constituyen un espacio perfecto para la propagación de los sonidos que emanan desde esas galerías y túneles interminables, con estaciones abandonadas, vías muertas, recovecos lúgubres que se ven asaltados de manera sistemática y rutinaria por traqueteos, estridencias, rumores y siseos que, normalmente, habitan bajo el suelo de la Gran Manzana.

 

 

A pocos metros encontré otro hueco a través del que poder apreciar los matices de unos sonidos que brotaban como un géiser invisible desde las profundidades de ese submundo que se esconde bajo los pies de los habitantes de Manhattan. En unos segundos, empastado con un chirrido interminable y un toque de claxon, pude identificar, de nuevo, las emanaciones subterráneas. Me acerqué a la rejilla metálica que cubre los captadores de aire y escuché, en mis auriculares, de nuevo, el paso de otro metro sobre las juntas de las vías…

Pero la irrupción de un sonido disociado de su contexto y presente en otro lugar y en otro tiempo (por imperceptible que éste sea) se produce, en este caso, de manera natural: siguiendo los principios de la propagación aérea de la onda mecánica y sin la participación de la electroacústica. Y aún así se produce. Ahí está la grabación que lo prueba.

No quise moverme, una vez desvanecido el paso del convoy, y esperé… Otra vez me envolvieron el ritmo sincopado y regular del paso de los vagones sobre las juntas de las vías, con sus rumores superpuestos, sus fricciones metalizadas y los diversos siseos y chirridos. Zarandeado por ese sonido, volví a acordarme de Raymond Murray Schafer. Esta vez por la referencia que hace en su libro El Paisaje Sonoro y la afinación del mundo al trabajo de Howard Broomfield, quien sostiene que «la similitud entre el tableteo de las ruedas sobre las vías del tren y los tañidos de batería (especialmente el Flam, el Ruffy el Paradiddle) en el jazz y en el rock es demasiado obvia como para pasar desapercibida».

En pocos segundos se desvaneció aquel rumor chirriante, aquel toque de batería ferroviaria, aquella extraordinaria esquizofonía mecánica que se repite en esta y en otras calles, en esta y en otras grandes metrópolis; devolvió el protagonismo, momentáneamente robado, al motor de un camión, un claxon, frenadas, pasos y conversaciones fragmentadas en diferentes idiomas, en aquella mañana fría pero soleada y con poco viento.


Foto de cabecera: Vista del Chrysler Building desde el SoHo (CC Lima Pix)