Dentro de unos años, quizá pocos, estaría bien que algún escritor repitiera el viaje que hizo John Steinbeck por Estados Unidos en 1960 para intuir cómo respiraban sus paisanos. Por entonces, Steinbeck tenía 58 años y era tan popular como pudiera serlo un escritor famoso de la época… de casi cualquier época, en realidad. Es decir, podía desplazarse a lo largo de enormes espacios sin que nadie lo reconociera más que como un muy maduro hombre blanco al volante de una furgoneta con matrícula de Nueva York que se hacía acompañar por un perro negro. Eso sí, los nombres de la furgoneta y el perro eran peculiares: Rocinante para ella, Charley él.

Ese caniche gigante forma hoy parte del título que resume aquel vagabundeo: Viajes con Charley, quizás el libro de viajes más agradablemente sosegado y doméstico que se haya escrito jamás, aparte de los de Josep Pla. Un clásico sin paliativos. Un libro tranquilo donde los haya. Una esplendorosa exhibición de veteranía literaria, donde Steinbeck surca la piel del Tío Sam dejando que el día a día le interpele al azar mientras reflexiona sobre el hecho de moverse y el carácter de la gente que va encontrando. Es un libro que, simplemente, va. Steinbeck conduce, observa, duerme en la furgoneta o donde sea y, cuando busca conversación, llega a recurrir al infalible Charley para que le abra el camino hasta donde por ejemplo cena una familia cercana.

Steinbeck reconoce que, al partir, quería aprehender algo del espíritu de la nación. Pero también tenía claro que su experiencia sería tan única como lo pudiera ser él, y que las conclusiones a las que llegara serían siempre parciales: «no me engaño a mí mismo pensando que estoy tratando con constantes». Esa conciencia, la precaución a la hora de tratar con personas que conocen a fondo las tierras por donde pasa y el respeto por los que piensan de manera muy distinta le permiten valorar más que padecer algunas reacciones como «el rechazo natural al forastero», que se repite en varias localidades.

Steinbeck sobre todo disfruta pero también encaja desaires y hostilidades sin demasiados problemas, y cuando topa con algún imbécil o un gallito, despliega su envidiable sarcasmo curiosamente diplomático. Demuestra manejar bien la irritación y, a lo largo de cuarenta estados, solo alguna noche sucumbe a la melancolía disfrazada de tristeza, aunque enseguida la elude. Y sigue.

Le fascina la emergencia de los hogares-caravana que permiten a un cada vez mayor número de personas cambiar su lugar de residencia con tan solo encender el motor, nuevos nómadas que le hacen preguntarse si habremos sobrevalorado la idea de echar raíces. A la vez, y después de varios días asombrándose con la proliferación de caravanas, comprende la necesidad inminente de crear un impuesto para todos esos vehículos itinerantes que se aprovechan del agua y la electricidad de las poblaciones donde aparcan, a veces durante años.

Por entonces, Steinbeck tenía 58 años y era tan popular como pudiera serlo un escritor famoso de la época… de casi cualquier época, en realidad

Desde la carretera, en fin, presencia el avance de los nuevos tiempos hasta sentirse fuera de onda cuando descubre que aquellas máquinas expendedoras que antes sólo expulsaban chicles y caramelos ahora son capaces de ofrecer hasta hamburgesas, devoradas por esos camioneros que «recorren la superficie de la nación sin formar parte de ella», unos profesionales «que me gustan porque me gustan los especialistas».

Así es como, a través de su país, Steinbeck se va retratando a sí mismo. Así es como Viajes con Charley nos aproxima a la intimidad reflexiva de uno de los novelistas más formidables del siglo XX, quien al pasar por su natal San Francisco recuerda cómo poseyó la ciudad en su juventud «mientras otros se dedicaban a ser una generación perdida en París». Toda una declaración de principios que ayuda a perfilar al tipo duro que Steinbeck fue —cómo si no habría escrito Las uvas de la ira—, respetuoso pero dispuesto a decir lo que piensa, aún más cuando se trata de reivindicar los valores y a la gente que pretende mejorar de algún modo el país.

Por eso, en New Orleans le pasa lo que le pasa. El episodio ocurre hacia el final del libro y tiene que ver con el racismo intrínseco a una población que no tolera la asistencia de tres niñas negras a una escuela local, de ahí que un grupo de mujeres se reúna a diario a las puertas del colegio para soltar todas las barbaridades imaginables contra las pequeñas que acuden a clase, y contra todos los que osen secundarlas. Los automóviles con matrícula de Nueva York no son bien vistos en ese entorno, porque ya en el año 60 los estadounidenses de los estados sureños veían a los neoyorquinos como unos listillos metomentodo que a fuerza de hacerse los modernos dando derechos hasta a los negros iban a hundir al país. Steinbeck lleva días viajando por el sur y son varios los que, al ver a Charley en el asiento del copiloto, le han dicho: «Anda, si es un perro. Pensaba que llevaba a un negro ahí».

Para no caldear aún más los ánimos, el escritor aparca lejos de donde se congregan las llamadas «animadoras» y su público, controlados por un cordón policial. A la hora prevista, asiste a un estremedor espectáculo de «brujas gritonas»vomitando bilis entre aclamaciones de unos manifestantes que se unen a los insultos en un aquelarre que supera las tragaderas de Steinbeck. Poco después, de nuevo a los mandos de Rocinante, un hombre a pie le pregunta si le puede llevar en dirección a Jackson y Montogomery, y accede. Durante la conversación, cuando el hombre la acusa de ser «un amigo de los negros», Steinbeck reacciona mal. No tan mal como algunos defensores de los derechos humanos desearían, pero mal según su propio criterio. Es el único momento del viaje en el que vemos a Steinbeck tomado por una tensión de pelea, y contrasta llamativamente con el relax, la perspicacia y las buenas maneras que el autor muestra durante el resto del libro. Pero se contiene. No golpea. Dice al racista que baje del auto. No está dispuesto a seguir escuchando sus gilipolleces. Adiós.

Superados el autostopista y las animadoras, Steinbeck concluye que buena parte de estas situaciones y de la beligerancia que esas personas proclaman, cuentan con el altavoz cómplice, cuando no el empuje, de los medios de comunicación. Igual que las máquinas expendedoras se han renovado para ofrecer a la gente lo que supuestemente desea —¿hamburguesas enlatadas?—, los periódicos han empezado a poner la opinión por encima de los hechos al percibir que el comentario abiertamente parcial garantiza la producción de adrenalina en el lector, y la adrenalina es buena para vender. Insultar a tres niñas negras que van al colegio es digno de debate, según unos medios de comunicación con frecuencia más atentos al grito espectacular que a la declaración templada. Por eso, las animadoras gritan como gritan: se sienten protagonistas, su voz difundida de océano a océano. Y si eso ocurre, si consiguen semejante proyección, será porque alguna razón tendrán, ¿no?

En fin, viene a decir Steinbeck.

Pero si algo distingue a Steinbeck es la calidad de unas reflexiones a las que llega gracias a esa soledad nómada atemperada por Charley

Este latigazo, que el escritor deja para el final del libro, recuerda al de Paul Theroux al terminar su En el gallo de hierro. Theroux se despide de un año recorriendo China en el Tíbet. Desde allí, reivindica la lucha de los tibetanos por su independencia, y proclama que jamás volverá a China porque sus habitantes no saben, ni siquiera pretenden, ser libres. Steinbeck y Theroux firman dos obras viajeras de referencia repletas de ideas e imágenes estimulantes que concluyen con una advertencia sobre una característica esencial y oscura de las sociedades que acaban de explorar, si bien la de Steinbeck posee la dificultad añadida de aludir a sus paisanos.

Hoy que el espíritu de las «animadoras» ha sido vigorosamente resucitado por Donald Trump, resulta de lo más oportuno darse un garbeo literario con Charley para recordar que ése también es el país de Steinbeck, el hombre que escribió que, durante todos los meses en la carretera, «nunca encontré desconocidos» a la vez que subrayaba la rapidez con la que tantos emigrantes se han reconocido estadounidenses a lo largo de la historia, lo fácil que un extranjero halla acomodo en aquel país.

Es cierto que cuando Steinbeck visita a su familia compuesta por numerosos republicanos, le cuesta no discutir sobre política, pero se esfuerza por asumir las ideas contrarias, siempre y cuando se ciñan a unos límites que desde luego no son los de las «animadoras». Se concentra en aprender del antagónico y de su país, también asistiendo a misa cada domingo. La descripción que hace del oficio de un predicador de Vermont es antológica y le permite señalar lo distinto que puede resultar un sermón en boca de alguien que sabe lo que se hace y busca el confort ajeno.

Antes cité a Pla, y es que Steinbeck no solo comparte con el empordanès ese intenso tono relajado que hace de sus textos una especie de conversación amistosa, sino que ambos son virtuosos de la retranca y coinciden en cuestiones tan concretas como desaconsejar la ingestión de la comida demasiado viajada, o en preferir el optimismo: «un alma triste puede matarte más deprisa que un germen», asegura John, Juanito para algunos de sus viejos colegas de Monterrey con los que se reencuentra durante el viaje.

A partir de Steinbeck, Estados Unidos se piensa mejor. Lo relativo de su experiencia no oculta la realidad de que, a lo largo de muchísimos kilómetros, la buena gente se impone de manera arrolladora. Y lo que emerge, sobre todo, son anhelos, inquietudes… y los trucos que ingenian las personas del camino para disfrutar o sobrevivir.

Así es como, a través de su país, Steinbeck se va retratando a sí mismo

Pero si algo distingue a Steinbeck es la calidad de unas reflexiones a las que llega gracias a esa soledad nómada atemperada por Charley. Al darse cuenta de lo rico que debes ser para permitirte vestir mal, te invita a pensar en nuestra lujosa sociedad, que vende pantalones destripados a un precio indecente. El americano también dice que «sólo a través de la imitación nos desarrollamos hacia la originalidad», descargando de bastante presión a todos esos jóvenes creadores convencidos de que su primera obra debía ser única, incomparable. Y al asomarse a las profundidades de su propia lucidez, observa cuánto le ayuda el silencio mientras mira a las estrellas una noche rodeado de nada.

Ahí, solo en el bosque, siente de nuevo la presencia de las impresionantes secoyas. Deduce que no es solo su tamaño, sino también su edad, la que incomoda, la que intimida a mucha gente. Y la razón es que les hace sentir extraños en la Tierra. La conexión de las secoyas con otro tiempo geológico quizás advierta a los hombres que somos flor de pocos días. «¿Es posible que no nos guste que nos recuerden que somos muy jóvenes y bisoños en un mundo que era viejo cuando llegamos nosotros a él? ¿Y podría ser que hubiese una firme resistencia a la evidencia de que un mundo vivo seguirá su camino majestuosamente cuando nosotros ya no lo habitemos?».

Una de las primeras medidas que propone Trump como presidente es eliminar las restricciones al fracking, lo que literalmente significa seguir «fracturando» naturaleza. Las secoyas de Steinbeck, las tuyas, las mías, observan cómo Trump se ha situado a la vanguardia de los bisoños intentando demostrar que su naturaleza humana se impondrá, por muy novata que sea en la Tierra. Pobre Trump. Sucumbirás. Es una cuestión de tiempo.

De todas formas, para evitar los cacareos de personas como él y la incertidumbre que contagian, algunos se han resguardado del zumbido de lo mundano. «Hay una raza de hombres del desierto —escribe Steinbeck— que no es que se oculten exactamente sino que buscan refugio de los pecados de la confusión. (…) El conteo silencioso de las estrellas, y la observación de sus movimientos, vino primero de lugares desiertos. He conocido hombres del desierto que elegían sus lugares con una pasión tranquila y sosegada, rechazando el nerviosismo de un mundo con agua. Estos hombres no han cambiado con los tiempos explosivos salvo para morir y ser sustituidos por otros que son como ellos».

Qué grande es Juanito. Invita a creer tanto en su palabra que sólo queda esperar a que, no muy tarde, su sustituto, otro como él, se lance a las carreteras de Estados Unidos para contarnos en voz templada e igual de duradera un país muy diferente del que cada día nos grita la televisión.


Imagen de cabecera: montaje de Paula Galindo (CC Jill Clardy)