Los vendedores de alfombras persas son los mejores contadores de historias. Cuentan que veinte mujeres estuvieron tejiendo durante diez años una pieza de seda por la que un coleccionista estadounidense pagará un millón de euros; cuentan que ese motivo geométrico en forma de ele que aparece en varias de las alfombras que se acumulan en el suelo representa los brazos en jarra de una chica nómada que le está pidiendo a su familia permiso para casarse; cuentan que este otro motivo en forma de llama es el fuego sagrado de los zoroastrianos; cuentan que, fíjate bien, el color rojo en la parte superior de esta alfombra es un poco más claro que el del resto de la pieza porque al artesano se le acabó el tinte natural y tuvo que improvisar una nueva mezcla y que es imposible que dos pigmentos naturales sean exactamente iguales; cuentan que la lana de camello, mira tócala, es mucho más áspera pero más resistente y mucho más útil para cubrir el suelo de las tiendas en el desierto; y cuenta también el vendedor de alfombras de Isfahan que, aunque no son las mejores ni las más caras,  le tiene especial cariño a las alfombras baluchis, porque «me recuerdan a las que tengo en el cuarto en el que baño a mi hijo».

Ali tiene 25 años y luce un mostacho a lo Frank Zappa. «Nunca he salido de Irán, pero el primer sitio al que iría es a Inglaterra: me gusta la cultura mod y el Manchester United». Ali viste pantalones vaqueros anchos, camisa arremangada por los codos; es alto, tiene unas manos gigantes y da mucha confianza. Es su trabajo: nos captó, a mi novia y a mí, la noche anterior, mientras paseábamos por la plaza Naqsh-e Jahan de Isfahan: «Trabajo en una tienda de alfombras, aquí al lado. Si os apetece pasaros mañana, me encantará charlar con vosotros y explicaros todo lo que queráis sobre alfombras. Sin compromiso. No tenéis que comprar nada».

Cuenta Ali que la alfombra más codiciada del mundo, la alfombra de Erdebil, fue tejida a mano hace cinco siglos con seda y lana. La pieza original está expuesta en el Victoria and Albert Museum de Londres, pero su diseño es el más imitado entre las piezas de coleccionista. Hitler tenía una reproducción en su despacho, y esta tienda tiene otra colgando de la pared que hay justo enfrente de la entrada. Y a escasos 300 metros de esta tienda, al otro lado de la plaza Naqsh-e Jahan de Isfahan se puede ver el diseño original en el que se basan todas las alfombras de Erdebil del mundo: la hipnótica policromía azul y amarilla de la cúpula de la mezquita de Loftollah.

En Irán el precio medio de las alfombras es de unos 10.000 dólares por metro, el doble de lo que cuesta un trozo de suelo del mismo tamaño en la zona de El Viso en Madrid.

Ali deja de contar historias cuando aparece en la tienda un hombre de mediana edad, americana azul con coderas, el móvil en la mano, gafas de montura de imán. Se queda unos instantes clavado en la puerta. No mira la alfombra de seda colgada en la entrada: espera que le miremos nosotros a él. Sus minúsculos rizos fijados con gomina le dan aspecto de maniquí de mármol, y a este dandy cincuentón yo lo he visto antes en la plaza de Naqsh-e Jahan: posaba acompañado de otro hombre delante de un fotógrafo profesional, como si estuvieran en una producción de moda de una revista masculina. La escena me pareció extraña, divertida: en ese momento, a su alrededor, se estaba celebrando una marcha religiosa chiita. Desde las calles laterales confluían en la plaza columnas separadas de hombres y mujeres vestidos de negro, de fondo la megafonía con la prédica de un mulá, su voz mezclada con la percusión de los tambores y las notas de una orquesta de viento.

La entrada teatral ha funcionado. Todos le miramos, y una de las clientes chinas se acerca hasta él y le pregunta a bocajarro:

—¿De dónde eres?

 —De Siria.

 —Yo estuve allí hace cinco años, era un lugar maravilloso. Siento mucho lo que está ocurriendo.

  —Sí, bueno, saldremos adelante.

El comprador sirio no guarda silencio admirado como el resto de clientes: discute con arrogancia la antigüedad de cada alfombra y ríe con asombro fingido cuando escucha los precios. No presta atención a las historias que le cuenta Ali. Prefiere sentarse con la chica china en el suelo para enseñarle en la pantalla del móvil la colección de alfombras que dice poseer en Damasco.

La tienda de Ali

En Irán se producen unos tres millones de metros cuadrados de alfombra al año y el precio medio es de unos 10.000 dólares por metro, el doble de lo que cuesta un trozo de suelo del mismo tamaño en la zona de El Viso en Madrid.

A lo largo de la historia, la alfombra ha sido un objeto de lujo deseado por monarcas y sultanes, aristócratas europeos y magnates americanos. Era un mercado exquisito pero sin grandes sobresaltos inflacionarios. En la última década ha entrado en liza un nuevo comprador, más impredecible y caprichoso que los antiguos déspotas: el mercado del arte. Museos y galerías compiten entre ellas por adquirir piezas de seda de siglos de antigüedad, y a la puja se unen coleccionistas privados que han descubierto en las geometrías florales una sofisticada nota de simetría que lucir junto a la pintura abstracta del salón. Si juntas artesanía exótica y esnobismo urbano el resultado es que el 5 de junio de 2013, Sotheby’s Nueva York vendió una alfombra persa del siglo XVII por 33,7 millones de euros.

La tienda de Ali es la versión accesible, para turistas, de ese universo inalcanzable. Un juego de souvenirs caros. El comprador chino duda entre varias alfombras de entre 1.500 y 3.000 euros, el comprador de Damasco se comporta como si fuera capaz de pagar miles de euros si Ali le enseñara una pieza memorable. La tienda de alfombras es el únicos lugar de Irán en el que un turista puede pagar con tarjetas de crédito extranjeras: para sortear el bloqueo interbancario, los vendedores utilizan cuentas pantalla domiciliadas en Dubai. Entre las muchas historias que cuentan los vendedores de alfombras hay una que les ilumina los ojos: la posibilidad de volver a conquistar el mercado estadounidense cuando por fin se levanten las sanciones económicas.

Podría pasarme la tarde entera viendo a Ali desplegar alfombras, a la china pizpireta que revolotea descalza como si estuviera de camping en un museo, al dueño de la tienda que asoma su cabeza sobre la barandilla del altillo a ver qué pasa, al mozo que sale de la puerta del fondo con una bandeja de té. Hay algo acogedor e hipnótico en una tienda de alfombras: puede ser la acumulación desordenada de belleza simétrica, el cosquilleo infantil ante un juguete inalcanzable, la curiosidad por conocer la historia que se esconde detrás de cada alfombra, el deseo de tejer la trama de casualidades que recorre una pieza desde que fue tejida hace un siglo hasta que termina colgada en un despacho en Damasco. Esa fascinación es la que atrapó a Brian Murphy, el corresponsal de Asocciated Press que en 1999 aterrizó en Teherán con la misión de abrir una redacción permanente en el país. No lo consiguió, pero mientras fracasaba se pasó varios años viajando por Irán y Afganistán. En ese tiempo escribió docenas de despachos de actualidad sobre los talibanes y sobre el régimen de los ayatolás, pero cuando el corresponsal británico regresó a casa, en vez de un libro sobre política, prefirió contar la historia de la región a través del objeto que más le había obsesionado: las alfombras.

Yo podría pasarme la tarde entera en esta tienda de alfombras, pero después de casi un par de horas me siento obligado a seguir visitando la ciudad. Ali me pide que vuelva a final de la tarde cuando la tienda esté más tranquila y se hayan marchado los clientes. Cuando regreso, el chino dubitativo sigue sentado, rodeado de alfombras que Ali despliega en el suelo con un latigazo preciso en el aire: parece un emisario llegado desde la otra esquina del imperio. O un camarero colocando manteles gigantes.

No hay rastro del comprador sirio, a quien yo había imaginado, después de grandes espasmos teatrales, comprando la pieza más cara de la tienda. Intoxicado por la actualidad informativa había fantaseado con la identidad de ese hombre extraño: un agregado militar que, después de reunirse con altos mandatarios del ejército iraní, pasea por el bazar en busca de refinadas alfombras persas.

«Era un gilipollas, tendría que haberlo echado de la tienda», dice Ali.  Y me cuenta la conversación que mantuvo, mientras yo estaba fuera, con el hombre de Damasco.

— Una alfombra como ésta yo la he comprado en Siria por 500 euros.

— Eso es imposible.

— Sí es posible: se la compré a un refugiado que necesitaba vender con urgencia para salir de país.

Los vendedores de alfombras son los mejores contadores de historias.

La corbata rebelde

En una viñeta del New Yorker los representantes del gobierno iraní en las negociaciones nucleares aparecían dibujados como pequeños ayatolás feroces: barba puntiaguda, túnica y pañuelo de mulá enrollado en la cabeza. El periodista  Kia Makarechi  respondió en Twitter con una foto real de una de esas sesiones: frente a la comitiva de John Kerry, separados por un bodegón de flores rosas, se ve a tres hombres de barba rasurada, chaqueta y gesto de funcionarios de Hacienda. La leyenda rezaba: «Cómo son los negociadores iraníes en verdad vs. cómo aparecen en el New Yorker». Siendo justos, no hay que pedirle a un viñetista que sea fiel a la realidad: los banqueros no llevan sombreros de copa ni fuman puros encima de sacos de dinero. Siendo justos, la ideología no debería medirse por la estética aunque, siendo justos, todos lo hacemos, y siendo un poco más justos todavía, el filtro de la ropa es un prejuicio en ocasiones muy útil. Siendo justos, la viñeta del New Yorker es un ejemplo de la brocha gorda con la que el imaginario occidental contempla a Irán. Siendo justos, qué difícil es ser justos.

Siendo justos, el periodismo, aun en su variante más propagandística, es siempre una fuente de información fantástica para comprender un país. Tumbado en la cama del hotel, disfruto con los informativos de Press TV, el servicio de noticias en inglés creado por el gobierno iraní: si la BBC posee una cadena en farsi, Irán tiene su propio juguete en inglés.

Occidente está al borde del colapso, explica Press TV. La sociedad francesa vive acorralada por la drogas, las madres no se atreven a salir a la calle; Estados Unidos es un avispero de tensión racial con enfrentamientos constantes en la calle, Reino Unido se «balcaniza» y eso no hay quien lo pare; el reportaje sobre España se titula «Apartheid sanitario»; en Alemania los neonazis combaten en cada esquina; la UE se desintegra como demuestra la victoria de la derecha en Polonia y del independentismo en Cataluña. Occidente no es retratado como enemigo, es tan sólo un mundo decadente, débil y cínico, más merecedor de compasión que de odio. El verdadero enemigo es Arabia Saudí, que esa noche ofrece un combo irresistible: la estampida mortal en la peregrinación a la Meca es el plato fuerte, y da pie a un reportaje de investigación sobre la contratación por parte del gobierno saudí de los servicios de seguridad de 654, una empresa británica que suele colaborar con el gobierno de Israel. ¿Cómo es posible que se encargue la seguridad de los peregrinos musulmanes a una empresa que colabora con el enemigo sionista?, se pregunta el narrador. Después llegan imágenes en bucle de los bombardeos saudíes en Yemen y la condena a muerte en la provincia oriental de Arabia Saudí del clérigo chií Nimr al Nimr, el mismo que fue finalmente ejecutado en diciembre de 2015.

Las leyes iraníes referidas a la vestimenta y al ocio no siempre se cumplen en Irán, lo cual no significa que se puedan incumplir. Es un juego de equilibristas sin manual de instrucciones: si tropiezas, te arriesgas a la detención.

«No es verdad lo que los medios cuentan sobre nosotros». Es una frase recurrente que uno escucha siempre que sale de casa: en Irán, en los países árabes, en Serbia, en Kosovo. Variaciones de esta queja las escucha también un periodista en el País Vasco, en Cataluña, en Tordesillas, en el barrio de Salamanca, en las tres mil viviendas en Sevilla.

La primera foto que hice en Teherán fue a la pared de una cafetería, decorada con reproducciones del Gernika, la escalera laberíntica sin principio ni final de Escher, Chaplin asomando la cabeza en una esquina, El Padrino, el Che Guevara, Bob Marley, Queen, máscaras africanas, Beatles, Bergman, Rolling Stones, Jimi Hendrix, Ahmad Jamal, Leonardo Di Caprio, Rasputin, Johnny Deep, Buster Keaton, Samuel Beckett, Michael Jackson, Passolini, El tercer hombre, Pink Floyd, ruinas de Persépolis. Y billetes enmarcados con el rostro del Sha de Persia.

Pero la foto que mandé a mis amigos no fue esa sino la del grafiti de la estatua de la Libertad en forma de calavera que decora los muros de la embajada americana asaltada por una turba de manifestantes en 1979. Argo en vez de los Beatles. Es el síndrome Homeland: durante el rodaje de la última temporada, contrataron a un grupo de grafiteros para que llenaran las paredes con proclamas terroristas escritas en caligrafía árabe. En su lugar, pintaron proclamas irónicas contra la serie. Y cobraron por ello.

El vendedor de alfombras alimenta la imaginación del turista; el turista alimenta los prejuicios de sus amigos; el periodista, el de sus lectores.

El batiburrillo decorativo de la cafetería Gol-e-Rezaieh podría resultar banal en un bar de Europa. Una ventaja de los regímenes totalitarios es que los disidentes siguen creyendo en la cultura, así sea comercial y de masas, como espacio de libertad. No hay rastro de ese cinismo postmoderno europeo. En Irán, la pose es un arma política. En Irán, la corbata que luce el anciano que toma Coca-cola junto a su hija es un gesto de rebeldía. En Irán, hasta la barba hipster es una declaración política.

Hay que afinar el ojo para encontrar la foto de Jomeini —barba blanca, gesto serio— en una pequeña pizzería de la calle Khark. La encuentro en lo alto de una estantería al fondo del local, medio escondida detrás de unos de esos carteles luminosos de pizzería que uno encontraría en Brooklyn. La dueña, como tantas otras mujeres iraníes, luce el pañuelo caído en mitad de la cabeza, en contra de lo que marca la ley, que obliga a cubrirse todo el cabello. Suena Leonard Cohen. La escena no tiene nada de extraordinario, ni siquiera en Irán. Debería serlo: la música occidental está oficialmente prohibida, pero no hay que buscar un local clandestino para escucharla, ni hay que dar códigos secretos para comprarla en los mercados, ni la dueña de la pizzería parece temer una redada policial. Simplemente, las leyes iraníes referidas a la vestimenta y al ocio no siempre se cumplen en Irán, lo cual no significa que se puedan incumplir. Es un juego de equilibristas sin manual de instrucciones: si tropiezas, te arriesgas a la detención y al latigazo. «¿De qué depende la aplicación de las reglas? ¿De la época, del infractor, del momento?» escribe Jordi Pérez Colomé en El país esquizofénico. «Esta ambigüedad sirve para controlar sin ahogar. Da una sensación de libertad irreal».

Tuve un encuentro extraño con esa sensación de libertad irreal: en el parque Laleh, un cuidado y gigante espacio verde al norte de la ciudad, vi cómo tres agentes de policía interrumpían el ensayo de una obra de teatro. Eran agentes de policía de parques, se leía en inglés en su uniforme, y eso me tranquilizó porque en la jerarquía represiva los agentes de parques están muy por debajo de la guardia revolucionaria (que asesinó a numerosos manifestantes de la Ola Verde) y de la policía de la moral que puede increpar o detener a parejas no casadas o a mujeres que se pintan o que enseñan demasiado brazo o que no se cubren el pelo con la necesaria «decencia».

Las dos chicas iraníes que estaban sentadas detrás de nosotros en las gradas del pequeño anfiteatro se ajustaron sus pañuelos y se marcharon a paso rápido, cabeza baja, visiblemente nerviosas. Los agentes empezaron a preguntar, uno por uno, al resto de adolescentes. Todos parecían incómodos menos la actriz principal (pantalones vaqueros, chaqueta amarilla, pañuelo caído hasta el moño), y su amiga, que lucía una enorme coleta por fuera del pañuelo. Las dos reían, las dos hablaban con tono burlón a los agentes, las dos se encendían sus cigarros lo más cerca posible de la cara de los policías paralizados como adolescentes tímidos frente a una chica carismática. De vez en cuando los agentes miraban hacia nosotros, yo creo que como excusa para apartar la mirada de esas dos chicas de insolencia contagiosa.

La imagen me deslumbró de optimismo. Pero no hay que dejarse cegar por una impresión errónea: es sólo una travesura de adolescentes lo que ha quedado sin castigo. En este mismo parque se reúnen en ocasiones las madres de los detenidos o asesinados tras la revueltas de 2009. La policía, en esos casos, sí que sabe cómo actuar: a palos y con detenciones.

A pesar de la ambigüedad, en Irán hay normas que siempre están muy claras.