Intenta imaginar las saturadas calles de una ciudad con veinte millones de habitantes. El continuo pitido de coches y taxis, la aceleración brusca de camiones y motocicletas. Intenta añadir también el sonido de animales a esta memoria acústica y ponle como guinda la envolvente y lejana melodía de los muecines llamando a la oración desde distintos rincones de la ciudad. Estás en El Cairo.

Hace calor en la capital y no hay forma de escapar de su acelerado ritmo, sólo queda esperar a la noche para encontrar la calma. En la oscuridad, otra ciudad toma el testigo de El Cairo diurno, las calles se llenan de café y conversaciones que se esparcen por las aceras y el asfalto dando lugar a horas infinitas de pipa de agua y palabras.

Aquel era El Cairo que dejé antes del verano de 2013, pero las manifestaciones del 30 de junio y el final de la era de Mohamed Morsi como presidente de Egipto despertaron de nuevo la violencia. A mi retorno, en octubre de ese mismo año, se había perdido algo en la ciudad del Nilo: la vida nocturna en la calle. La gente había empezado a encontrarse en sitios cerrados y los cafés bajaban temprano las persianas. Era como vivir en otra ciudad, más aún durante la semana del Eid, una de las celebraciones más sagradas del Islam. El Cairo estaba completamente desierto. Se podía caminar en solitario por las avenidas de la ciudad, algo bastante agradable de no ser por los lejanos chillidos de los corderos que suplicaban con lamentos escalofriantes.

Entonces decidí salir de la ciudad. Fue un viaje corto en distancia, pero un trayecto fascinante hacia el pasado no sólo de Egipto, sino de todo el continente africano…

Wadi al Hitan (el Valle de las Ballenas) es una maravilla del continente que acoge la mayor colección de ballenas fosilizadas del mundo

Fayum está a 150 kilómetros al sureste de El Cairo. Rodeada por las puntas del desierto del Sáhara, es irónico que el accidente geográfico principal de esta tierra sea el agua. Esta ciudad de la que se dice que podría ser una de las más antiguas de África es esencialmente líquido: kilómetros y kilómetros que llenan el lago que da nombre a esta tierra, una vez la orilla del mar de Tetis.

Salimos temprano de El Cairo y tomamos rumbo a un hospedaje ecológico en Tunis, a las afueras del pueblo. Antes de mediodía disfrutamos del desayuno en Zal El Musafer, un refugio de adobe y palmeras regentado por el escritor Abdu Guber. Él y su hostal están a las mismas puertas de uno de los secretos mejor guardados de Egipto: Wadi al Hitan (el Valle de las Ballenas), una maravilla del continente que acoge la mayor colección de ballenas fosilizadas del mundo.

Rodeados de jarrones de barro, esterillas y hierbas aromáticas, esperamos al beduino que nos guiará hasta el desierto. Llegó puntual a recogernos y, un par de horas más tarde, las ruedas del 4×4 en el que habíamos embarcado bailaban sobre altas dunas doradas, rindiendo su particular homenaje al sol. Mohamed detuvo el vehículo sobre la duna más alta y nos invitó a bajar y contemplar la vista. Antes de que pudiéramos decir palabra ya se había deslizado hacia las dunas inferiores, dejándonos allí, en medio de todo y de ninguna parte. Era como mirar a la tierra desde el fin del mundo, con nada más que el vasto horizonte y el sol rojizo como testigos de nuestra existencia.

«Los tiempos están cambiando», dijo alguna vez Bob Dylan, pero para los beduinos del desierto la era de las nuevas tecnologías no es ninguna novedad. Viven conectados a Internet, y si necesitan red simplemente trepan hasta lo alto de una duna en medio de la noche para saludar a sus familiares a través del teléfono. Otras cosas permanecen inamovibles, como los caminos secretos en la arena que todavía corren por sus venas. Mohamed enciende el fuego y esparce una esterilla bajo la luna incipiente. Hace un té y monta la pipa de agua como lo hicieran sus antepasados. Un par de horas después, su anciano tío aparece caminando sobre las dunas y se sienta a tomar un té con nosotros. Acaba de caminar varias horas solo en la oscuridad, con su blanco atuendo y su turbante. La luna llena se levanta y baña todo el lugar en una magnífica noche blanca. Dormimos bajo las estrellas dentro de los sacos con el cielo como único techo sobre nuestras cabezas.

La arena puede ser una cama inesperadamente cómoda. Nos despertamos temprano y, después de un desayuno frugal, continuamos el viaje hacia el corazón del desierto. Cerca de una hora más tarde llegamos al Valle de las Ballenas. Allí no hay nadie en absoluto, aparte de los dos empleados que cuidan del minúsculo café a la entrada y nos dan la bienvenida. Empezamos nuestro paseo por la zona acompañados sólo por el viento, el silencio y la omnipresencia del sol que quema nuestras coronillas.

El museo al aire libre nos sorprende como algo nunca antes experimentado. Su colección de fósiles descansa enmarcada por las más bellas y extrañas formaciones de roca. Caminamos por zonas protegidas únicamente por una cuerda, tan cerca de los fósiles, de 40 millones de años de antigüedad, que podríamos agacharnos y sentir los huesos de una ballena más que milenaria con la punta de los dedos.

El ardiente sol se empeña en hacernos pensar otra cosa, pero caminamos sobre lo que un día fue una frondosa tierra tropical, bañada por frescas aguas oceánicas. Es fácil imaginar el mar prehistórico simplemente siguiendo las formas ondulantes de la tierra mientras caminamos entre corales petrificados, arbustos endurecidos, dientes de tiburón y el impresionante conjunto de esqueletos sobre la arena.

Pasear por el museo en solitario es estimulante. El enorme espacio te envuelve hasta parecer que no existe nada más allá de los huesos y las formas surrealistas de la arena en la distancia. ¿Cómo es posible que Egipto guarde tantos secretos maravillosos?

Los paleontólogos de la National Geographical Society y la Universidad de Michigan continúan estudiando a estos antepasados de los cetáceos actuales

Según leo después, los primeros estudios geológicos del Valle de las Ballenas comenzaron en el siglo XIX, pero el difícil acceso a la zona limitó los proyectos de grupos de investigadores como el que llegó a Fayum en 1907, bajo el patrocinio del Museo de Historia Natural de Nueva York. Sólo en 1989 se se consideró que la zona de Wadi el Rayan debía ser protegida, y en 2005 el valle fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

No hay nadie allí para guiarnos. Más tarde, sabremos que los paleontólogos de la National Geographical Society y la Universidad de Michigan continúan estudiando a estos antepasados de los cetáceos actuales. Algunas de ellas son especies extintas hace mucho, como el Zeuglodon o Basilosaurus. De hecho, los animales encontrados en este valle muestran un paso único en la evolución de la especie: la transformación de las ballenas de mamíferos terrestres a criaturas oceánicas. Algunas de las 400 piezas que descansan allí podían incluso caminar con sus pequeñas patas traseras.

Nos refrescamos con algo de té y pollo al estilo beduino que los guardas nos han preparado, y pasamos las horas siguientes contemplando nuestro profundo viaje en el tiempo. En el regreso a El Cairo, hacemos una última parada para meternos en las cálidas aguas y disfrutar la ligera brisa en uno de los lagos de Fayum. El agua, ligeramente salada, refleja el sol de la tarde y el viento del desierto seca nuestro pelo antes incluso de emprender el viaje de vuelta a la realidad. Nos llevará algo más de tiempo conseguir que nuestros pensamientos abandonen Fayum, un lugar mágico donde las ballenas aún bailan alrededor del sol, la arena, el agua y las estrellas.