Hace unos meses charlé con Sento Llobell (Valencia, 1953) con motivo de la publicación de Atrapado en Belchite, el emotivo y extraordinario trabajo basado en las memorias de su suegro Pablo Uriel en la Guerra Civil, segunda novela gráfica de lo que será una trilogía. La conversación tuvo lugar en su casa, en Sagunto. Además de su siempre amable hospitalidad, disfruté de volver a pisar la casa de un artista, de un autor de cómics tan reputado como Sento. Después de tomarnos un café nos dirigimos al estudio y allí me dejé absorber por buena parte de su biblioteca, originales del noveno arte, libros y cuadros de otros autores, incluidos los de su mujer, Elena Uriel, afamada pintora saguntina y pieza clave del regreso de Sento a la novela gráfica.

Sento pertenece a una generación única en esta disciplina de la viñeta y el bocadillo, los autores que alumbraron un momento muy especial del cómic nacional, el nacimiento de la «línea clara» española a principios de los ochenta, la denominada «nueva escuela valenciana». Su efervescencia creadora en los fanzines eclosionó meses más tarde en revistas como Bésame Mucho. Algunos recalaron en El Víbora, revista madre del cómic underground y génesis de la editorial La Cúpula, pero sus trabajos se orientaron por cuestiones estilísticas con Cairo, la publicación que también derivó en Norma, otra de las clásicas editoriales barcelonesas.

Mientras Sento me enseñaba originales y bocetos de Vencedor y Vencido me vino a la mente aquella época que él vivió tan intensamente como creador y que yo disfruté como lector, el recuerdo a la Barcelona pre-olímpica, a esas revistas de cómics tan excitantes y a los autores que las hicieron posibles, autores que, en gran medida, Sento conoce bien.

Hablamos sobre Miguel Calatayud (Aspe, Alicante, 1942), considerado el «padre» de esta generación de autores valencianos. Me comentó que, al igual que el propio Sento, Calatayud estaba colaborando con Xiulit, una nueva revista infantil-juvenil de cómic en valenciano. «Siempre con la gente joven», apostilló Sento. Por mi parte, le comenté que la editorial De Ponent había reeditado hacía poco El pie frito, su obra más galardonada. Departimos sobre Mique Beltrán (Jaraguas, Valencia, 1959) otro de los clásicos valencianos y también nos alegramos de que se reeditara un integral sobre Cleopatra, su trabajo más icónico para Cairo. Micharmut (Valencia, 1953) se deslizó de igual forma en nuestra conversación y ambos reconocimos seguir su blog Sólo para moscas, un espacio creativo que integra todo su ideario como autor.

¿Y Daniel Torres? —le pregunté a Sento.

Está embarcado en un proyecto gigantesco. Lleva unos años liado con él, pero no sabría decirte contestó Sento con la seguridad del que no poseía más información.

Me quedé intrigado con lo que Daniel se traía entre manos. Esa noche, ya en mi propia casa, me transporté a la Barcelona ochentera, revisando mi colección de Cairo. Cuando quise darme cuenta ya estaba releyendo Opium de Torres.

El círculo sobre Daniel Torres (Teresa de Cofrentes, 1958) se completó durante la presentación de El mundo a tus pies (Astiberri) de Nadar en la Librería Bartebly de Valencia. Acompañaba la presentación el especialista Álvaro Pons, que me puso al día sobre las nuevas publicaciones de Torres y otro gran dibujante valenciano, Paco Roca. Supe que ambas se llamaban La casa y que la obra de Torres le había ocupado seis años en su realización. Un exuberante trabajo que leí al poco de publicarse, asombrándome por su calidad y por la variada narrativa que organiza en sus episodios.

¿Qué es La casa. Crónica de una conquista (Norma editorial)?: ¿Un libro sobre arquitectura? ¿Un cómic? ¿Un ensayo gráfico? ¿Un libro de historia?  Su concepto creativo de aunar texto, cómic e ilustración es, en realidad, un homenaje al ser humano y, de manera subsidiaria, un homenaje al propio oficio de hacer cómics. Es imposible desligar el trabajo de su autor, como metáfora del esfuerzo bien encauzado y ejecutado, de lo que pretenden buena parte de sus personajes y sobre todo de los hogares que sustentaron sus vidas.

No hay nada superfluo en La casa. Decir esto de un trabajo fragmentado por etapas históricas y piezas reunidas en seiscientas páginas es un mérito considerable. Daniel Torres no necesitaba ninguna consolidación profesional, pero sin duda que La casa  eleva su trabajo a otra dimensión y, lo que parece muy interesante, permite abrir una nueva vía para el que sepa ver las posibilidades de este arte en el campo historiográfico. No es que su autor busque esto precisamente, pero sin duda que una parte de divulgación, otra de historia y otra de narrativa, imbricados en un mismo lugar —en este caso un libro— puede servir de ejemplo para la inspiración de otros autores nacionales.

En la rama de ficción, cada episodio busca la representación más fidedigna posible de los aspectos socioeconómicos, culturales y sociales de cada ciclo histórico. En este sentido, se subrayan temas que los libros de historia convencionales pasan por alto o de puntillas, como por ejemplo la insalubridad de muchas culturas, por muy avanzadas que fueran en su tiempo. La falta de higiene no sólo provocó epidemias y enfermedades que diezmaron cada una de las poblaciones; la poca higiene formó parte de la vida cotidiana de sociedades enteras.

Un ejemplo claro fue el sistema feudal, una época negra ya de por sí, capaz de mantener atadas a un terruño en régimen de esclavitud económica a poblaciones enteras, un espacio físico de cuyas lindes muchos no salieron jamás. El feudalismo es, por méritos propios, un largo periodo de la humanidad ennegrecido por la suciedad imperante. El cine histórico ha estado fuera de esa representación mugrienta del medievo. La pulcritud del cine hollywoodense clásico, preocupado en un atrezo más bien aseado para con sus estrellas, no conecta con la realidad de La casa o con otro tipo de cine, como las películas de los Monty Python, que entendieron que, para rodar una película de ese periodo, la suciedad de calles, mercados, casas y personas debía prevalecer sobre la distorsión del maquillaje y el cartón-piedra.

El aspecto higiénico es solo uno de los paradigmas acentuados por el autor  dentro de las paredes de las casas. La eclosión de los burgos, con sus gremios organizados y los hombres libres, pero sobre todo la época renacentista, forman parte de la primera esperanza del ser humano sobre sus opresores, la primera gran victoria de la humanidad. Eso se expresa en el libro con un cuidadoso análisis de las distintas estancias de las casas renacentistas: cuadras, cocinas, mobiliario, habitaciones o camastros, tanto los cuchitriles como las habitaciones más suntuosas. El mensaje es que el ser humano ha salido a la luz.

Explicar cada periodo histórico desde los cimientos económicos que estructuraban el eje entre los sustentadores del poder y los que sobrevivían dentro de ellos es un reflejo puro de la historiografía francesa. La historia entendida como un estudio de esas relaciones sociales, siempre presente en figuras indiscutibles del ramo como Marc Bloch o Lucien Febvre, fundadores de la Escuela de los Annales.

Casas pero también calles. Se detiene Torres en estas arterias llenas de vida, de pobreza y esperanza, de involución o revolución. La humanidad es un niño que crece y aprende con cada nueva época. Y aquí llegan algunos de los grandes momentos de La casa: las vendettas personales de Torres frente a los déspotas, el hecho de que el autor se disfrace de justiciero poético frente al machismo, dándole un aire de conciencia con vis cómica.

Las casas de esta obra se abren en dobles planchas que ocupan toda la visión del lector, son visitas guiadas al pasado, presente e incluso futuro. Un despliegue gráfico que se suma al puramente arquitectónico, en el que Daniel Torres se detiene con minuciosidad. Plantas y alzados, distribuciones, fachadas, mobiliario, visión cenital de las casas dentro del entramado urbano. Un esfuerzo titánico para cuajar todo el conjunto. La casa es una especie de revista Croquis novelada, ideal para todas las edades. «No quería que fuera algo aburrido», es el axioma que repite Torres de manera constante. A fe que lo ha conseguido.

Este producto final justifica la ausencia de Torres del mercado editorial durante tanto tiempo. La casa, con una cuidada edición final y un precio que se hace barato al abrir el libro, está lejos del academicismo arquitectónico, o al menos de la rigidez expositiva del mismo. La modernista línea clara, que no ha perdido clase desde las aventuras de Roco Vargas, así como todos los recursos gráficos y narrativos utilizados permiten el disfrute de esta amalgama de sensaciones culturales, de esta feliz suma creativa.

Regresando a la matriz de estas líneas, podemos considerar que esta irrepetible generación de autores valencianos se pone al tajo cuando consideran que han dado con algo que les apasiona. Eso supone que no sean nada prolíficos, que ese asunto no sea un hándicap para ellos. Son dueños de sus sueños y regresan para contárnoslos cuando consideran que merece la pena.

El hábitat donde vivimos refleja lo que fuimos y lo que somos, forma parte intrínseca de nuestra propia historia. La casa narrada por Daniel Torres es un hecho univesal; La casa que nos descubre Paco Roca es un planeta único. Roca afila sus lápices para mostrarnos un periodo fundamental de su existencia: la relación paterno-filial y la segunda vivienda familiar. «La casa surge como una montaña rusa: la muerte de mi padre y el nacimiento de mi hija»comenta Paco. Su emocionante lectura no hizo otra cosa que revivir aspectos importantes de la mía con mi padre. El poso de La casa se alargó hasta tocar mi línea de flotación.

A finales de la década de los sesenta del pasado siglo mi madre me trajo al mundo y de manera consuetudinaria mi padre obtuvo un segundo trabajo. Esto provocó que viera a mi padre como una sombra por mi casa y que mi educación recayera sobre las espaldas de mi madre. Los fines de semana era el único tiempo que mi padre podía dedicarle a sus dos hijos. Mi hermano ya estaba en la edad del acné, así que era yo el que acompañaba a mi padre a cosas como lavar el coche o compartía con mis dos congéneres el comienzo de la «tapa» como modelo gastronómico popular. Cuando el domingo implicaba algo de trabajo, ambos nos premiábamos con nuestras revistas favoritas. Mi padre me regalaba algún Jabato, Capitán Trueno o El Corsario de Hierro, y por su parte, a él le atraía la publicación Investigación y Ciencia o la prensa dominical.

Hay elementos generacionales en todos los padres españoles de aquella época. La mayoría curraban de lo lindo. De esta forma se comenzó a ver con naturalidad la ausencia su ausencia en los hogares. La expresión «conciliación familiar» era puro Asimov para nuestras familias. También llegó el éxito en forma de segunda vivienda. El desarrollismo de los sesenta movilizó el turismo interno, el apartamento en la playa, la casa en la montaña o la reforma de la casa del pueblo. Todo eso también se convirtió en un modelo nacional. En mi caso, mis padres optaron por el alquiler en lugares como Orea (Guadalajara) y, especialmente, en Caudiel (Castellón), sitios que están impregnados en mi memoria de manera latente.

La vida de pueblo es siempre muy recomendable. Disfruté como un enano de los largos veranos de entonces, con decenas de aventuras y travesuras. Pero en invierno, mis amigos veraneantes desaparecían y el pueblo era descorazonador para un niño de diez años. Como los dos trabajos agotaban a mi padre, le era indispensable reponer su cansancio en el pueblo durante el fin de semana. Era un encierro con todas sus consecuencias. Para paliar la falta de correrías, mis padres comenzaron a regalarme la serie BD de Pilote: AstérixBlueberryTanguyLucky Luke, y otros tantos clásicos. Los cómics se convirtieron en mi gran entretenimiento de entonces, un disfrute que paladeaba lentamente para estirar cada álbum durante todo el fin de semana, como una mini-serie inglesa de ahora. Además, me gané el derecho al primer rombo cinematográfico y me empapé del cine catastrofista de los sábados noche.

En muchos casos, las casas adquiridas por los padres representaron un enorme esfuerzo personal encauzado de cara al fin de semana. Eran casas que provocaban trabajo, siempre con múltiples tareas que sustituían a otras. Casas que parecía que nunca se finalizaban, que siempre se encontraban en fase constructiva. Ese fue el caso de Paco Roca.

«Mis hermanos y yo parecía que vivíamos en régimen de esclavitud, ayudando de manera constante a nuestro padre en la segunda vivienda familiar. Llegamos a odiar la casa».

La premisa del trabajo en familia planea de manera constante en las conversaciones de los personajes de esta novela gráfica, pero la verdadera motivación de Roca fue hablar de su padre, fallecido un tiempo antes: «Cuando empecé a recopilar datos sobre mi padre me di cuenta que no tenía ni dos páginas de Word. Tuve que documentarme con mi propia familia: tíos, primos, y también con amigos y vecinos».

Conozco mucha gente, incluidos otros autores de novela gráfica, que han padecido ese vacío biográfico y hasta sentimental de sus padres. El patrón es distinto en cada uno, pero la idea es persistente. Lo he leído en Un largo silencio de Miguel Gallardo (Astiberri Editorial), en El arte de volar de Kim y Altarriba (De Ponent Ediciones), lo he vivido con mi propio padre.

El marco político franquista provocó de todo: asfixias ideológicas, represión sexual, idealización de la familia, tradicionalismo absorbido por el catolicismo, incongruencias culturales, emigración interna potente, demografía expansiva, libertades de andar por casa. El franquismo cedió a velocidad de caracol. Fue una dictadura muy larga para un país europeo. Probablemente para cualquier país. Es lógico que pervivan en nuestra España muchos vestigios de todo aquello. Se resisten a pasar página, instaurados como modelo, a pesar de su notable caducidad.

Otro nexo curioso de aquella generación de padres fue su habilidad para con el bricolaje, para hacerse casi todo con sus propias manos. Las ventajas parecían resumirse sólo en el ahorro que eso suponía para levantar sus segundas viviendas, pero en el fondo, y como ocurre en la novela de Paco, el «háztelo tú mismo» fue un modelo vital que orbitó sobre sus vidas. Mientras en las estanterías de muchas casas se encontraban, con suerte, un par de enciclopedias —Combi, Larousse— y, como mucho, un par de baldas con títulos de Círculo de Lectores —nunca faltaba Trópico de Cáncer—, en los garajes de las viviendas era fácil encontrar un arsenal de herramientas bien cuidadas y organizadas en tablones donde se habían perfilado sus figuras con un rotulador negro.

«Si quería entender quién fue mi padre, tenía que exprimir toda su esencia de la casa que compartimos y extraerla hacia el presente. Solo así comprendería su manera de ser y pensar.»

La casa de cada uno es una nación propia. Con su gobierno, su organización y sus fronteras. Es un modelo social tan primario y tan fundamental que marca las vidas de todos los que han pertenecido a ese país. Los objetos que las ocupan, por extraños que puedan parecernos, forman parte de los museos personales de cada uno. Museos de nosotros mismos. Cuando ya no estemos allí, cuando nos alcance nuestra hora, quizá esos objetos sean capaces de decir algo en nuestro nombre, quizá nos susurren algún capítulo importante de nuestro paso por la Tierra o quizá solo sean un mal chiste que refleje nuestro carácter. Pero tienen voz, sólo hay que afinar el oído para escuchar su mensaje. Ese es uno de los grandes aciertos de La casa: escuchar las cosas que compartimos como colectivo familiar y a las que nunca les habíamos hecho caso.

Es nuestro propio teatro familiar, el escenario de lo que somos desde una perspectiva de lo que fuimos junto a nuestros seres queridos. En este sentido, Paco prefiere el recuerdo luminoso: llena esa casa de luz porque necesita recordarla de esa manera, tan mediterránea, con esos colores pastel, con las sombras de la casa proyectándose sobre sus hermanos, sobre él mismo en forma de alter ego, intentado captar cada uno de sus rincones para, de esta forma, reflexionar sobre las ausencias mientras las acaricia con una mano o  las riega con una manguera.

Dos obras llamadas La casa, hechas por valencianos, publicadas a la par y con marchamo de clásicos. Una coincidencia muy improbable hecha realidad. Ambas se encuentran en mi museo familiar, esperando que alguien escuche todos los susurros que contienen.

La casa. Historia de una conquista de Daniel Torres fue nominada como mejor cómic nacional 2015 en el Salón de Barcelona. Ha ganado el Premio Splash al mejor cómic del 2015.

La casa de Paco Roca ha ganado el Premio Nacional del Comic 2015, el Premio Zona Negativa 2015 y el Premio Splash como Mejor novela gráfica de 2015.

VLC Valencia Línea Clara es la exposición que el museo IVAM dedica a toda esta espléndida generación de autores valencianos. Visita obligada para los aficionados al cómic que visiten la capital del Turia. Hasta el 2 de octubre de 2016.