El trayecto en tranvía hasta Georges Brassens se te está haciendo largo. Estás nervioso. No acostumbras a cometer actos ilegales, cualquiera podría adivinarlo con sólo mirarte. Sacas por enésima vez de la mochila el mapa mal doblado en el que tienes marcados los puntos clandestinos de entrada. Te planteas hasta qué nivel internet es fiable. Tu búsqueda fue clara: «points d’accès Petite Ceinture Paris»; las respuestas obtenidas, no tanto. Pero, ¿qué diablos? Brilla el sol en la ciudad de la luz, y esto en invierno hay que aprovecharlo.

La melodía que anuncia cada parada es diferente, a cuál más juguetona, y viene acompañada de voces de todos los registros. A ti te avisa la de un niño: «Georges Brassens». Quizás él también conoce el secreto, te planteas mientras bajas del tranvía y te diriges hacia el parque. Tras acceder por la puerta del suroeste, te encuentras con el primer obstáculo: un vigilante charla con una pareja de ancianos, y no parece tener intención alguna de abandonar la zona. Pasas por su lado y sacas a relucir tu faceta detectivesca: según tu fabuloso mapa del tesoro, en algún punto de este parque deberías ver la vía del tren. No tardas ni medio minuto. No lo parecía, pero resulta estar detrás del muro que tienes enfrente de ti.

Vuelves la mirada hacia el vigilante. El motivo de la conversación con la pareja de ancianos debe ser apasionante, porque sigue de espaldas al parque que debería vigilar. Ha llegado el momento de decidirte: tras esa pared de dos metros que te corta el paso se esconde la forma más alternativa y extraordinaria de descubrir París. ¿Quieres entrar en la Petite Ceinture? Sólo debes saltar el muro. Pones un pie en la repisa de abajo y te impulsas mediante un esfuerzo que te recuerda los días que llevas sin hacer deporte. Te arrastras por la parte superior del muro como una serpiente, pasas los pies y te dejas caer. Primera impresión: has dejado la chaqueta perdida. Levantas la cabeza: valió la pena.

 

Levantas la cabeza: valió la pena.
El puente de la Rue Brancion, límite Este del parque Georges Brassens.

Petite Ceinture significa en francés «cinturón pequeño». Es el nombre que recibe la línea de tren que originariamente conectaba las estaciones de París a lo largo de 32 kilómetros circulares. En 1934 dejó de usarse para el transporte de pasajeros, y en 1993 para el de mercancías. Desde entonces, 23 kilómetros de la línea viven en standby: allí no se puede ni construir ni demoler, y la empresa propietaria, la SNCF (Société Nationale des Chemins de Fer Français), no consigue ponerse de acuerdo con el Ayuntamiento de París sobre cuál de las innumerables iniciativas propuestas para remodelarla es la ideal. Ni ha habido dinero ni ha sido prioritario. Y mientras tanto, los años han ido pasando, y la naturaleza salvaje se ha apropiado de la vía.

Algunos ayuntamientos de los distritos parisinos (los arrondissements) llegaron por su cuenta a un acuerdo con la SNCF para rehabilitar parte del recorrido que atraviesa su zona. Así, en el 15ème arrondissement se habilitó un espacio de paseo con una pasarela de madera que cubre los raíles a lo largo de poco más de un kilómetro. En el 12ème hay un camino de 200 metros paralelo a la vía con un huerto compartido y cuatro bancos, y en el 16ème quitaron los raíles en un tramo de 1.200 metros para convertir el espacio en una pista para excursionistas urbanitas.

Fuiste a ver los tres tramos y sí, tuviste que admitir que, con el paisaje otoñal, la cosa tenía encanto. Pero no es lo que te habían vendido. A ti te habían contado la existencia de una vía de tren abandonada, cubierta de naturaleza salvaje y grafitis, por la que paseaban personajes estrafalarios que querían descubrir el auténtico París. Aquellos tres parques remodelados te decepcionaron. La auténtica Petite Ceinture no lo hará.

 

Vigilantes del Ayuntamiento de París cierran el acceso a los tramos abiertos al público a las 17h. La vigilancia de los tramos de acceso prohibido corre a cargo de la SNCF.
En el 16ème arrondissement quitaron los raíles, facilitando una vía tranquila para los runners.
En el 15ème arrondissement cubrieron los raíles con tablones de madera. (CC Eric Salard)
En el 12ème arrondissement habilitaron una zona con bancos y un huerto urbano al lado de la vía.

Unos escalones improvisados sobre la cuesta te indican el camino hacia la vía. Los enormes barrotes que tapian la entrada del túnel a tu derecha sólo te dejan una opción: avanzar hacia la izquierda. Así que te pones en marcha. Caminas con alguna dificultad, pisando el balasto irregular y las traviesas de madera desgastada. El paisaje que te rodea está compuesto por paredes llenas de grafitis, un semáforo obsoleto que se asoma entre las plantas que se enredan por su poste, y una vía de tren que se extiende desde tus pies hasta desaparecer tras la curva del horizonte. Estás dentro de París, dentro de la área metropolitana más densa de la Unión Europea… pero no ves ni un alma a tu alrededor.

Según el artículo 5 del Decreto-ley de 22 de marzo de 1942, el acceso a las vías por parte de los peatones está «estrictamente prohibido». Aunque lo de «estrictamente» suena un poco ridículo atendiendo a la realidad: la información sobre los puntos de acceso a la vía es fácil de encontrar y la presencia de vigilantes de la SNCF es prácticamente inexistente. La vía es un conocido espacio de paseo para curiosos y amantes de la urbex, la exploración urbana. Pero no es sólo un lugar de paso; constituye a la vez el hogar de muchas personas sin techo, que aprovechan el cobijo de los túneles durante los meses lluviosos.

Aun tratándose de una ley que muchos parisinos no se toman demasiado en serio, la prohibición es explícita, y entiendes que debe ser la razón principal de que en estos momentos te sientas el único ciudadano con vida en París. La estampa recuerda a escenas propias de producciones cinematográficas inspiradas en apocalipsis modernos: una de las ciudades más visitadas del planeta abandonada a su suerte, envuelta en naturaleza salvaje y bajo un silencio que sólo los cuervos logran romper con sus irritantes graznidos. Decides meterte en el papel: eres el único superviviente vivo en París, caminando sin rumbo en búsqueda de una explicación a la hecatombe que ha vivido la ciudad. ¿Qué ha pasado? Lo compruebas enseguida: se trata de una invasión zombi. Así te lo indican tres figuras humanas que caminan vacilando hacia ti. El vaivén de su andar parece pesado y lento. Podrías escapar, pero no tienes dónde ir, así que dejas que se te acerquen. Te das cuenta de cuánto te gusta exagerar cuando reconoces que los supuestos atacantes son tres adolescentes de tan sólo 14 años.

 

Nassim (izq.), Eliott (centro) y Sami pasean por la Petite Ceinture como si fuera el jardín de sus casas.

Eliott, Nassim y Sami te cuentan que bajan a pasear por la Petite Ceinture al menos una vez por semana. Aprecian los lugares raros, extraños, con encanto, donde su libertad parece absoluta. «Aquí podemos hacer prácticamente lo que queramos», explica Eliott, el que, por su actitud, identificas como el líder de la pandilla. Tú sigues sin tener muy claro eso de poder campar a tus anchas por un lugar prohibido, pero Nassim, el más alto, te tranquiliza: «Conozco a gente que se ha encontrado con vigilantes, y simplemente les han pedido que salieran. Es importante ser educado y comportarse. Como no hacemos nada malo, nos dejan tranquilos».

Decides ser tú quién les deje tranquilos esta vez, y prosigues tu camino. Dentro de ti notas un sentimiento de alivio: si tres chavales de 14 años pasean asiduamente por la Petite Ceinture sin ningún problema, ¿qué puede pasarte a ti, que ya tienes una edad? El ambiente es tranquilo, y por suerte las bifurcaciones no dan pie a confusión: en la primera que encuentras, los raíles que se desvían hacia la izquierda desaparecen bajo una pared. Sólo puedes seguir recto. Sí, por esa vía que desemboca en el túnel que llevas queriendo evitar desde hace rato. No te queda otra: vas a tener que entrar.

La belleza y la calma que venían acompañándote en el recorrido se convierten en tensión al encarar la oscuridad. Los pasos ya no son tan ligeros. La humedad se apodera del ambiente, y el sonido arrítmico de las gotas que caen del techo se te mete en la cabeza. Cinco metros por encima de tu cabeza transitan los trenes que llegan a la estación de Montparnasse. Vaya si transitan. Al paso de cada tren, sientes el temblor en las paredes… y también un poco dentro de ti. El ruido es estruendoso, y la idea de que el techo no aguante no parece muy descabellada. Por suerte, puedes ver ambas salidas del túnel, por lo que estás a salvo. O eso crees. Los blogs en internet lo tenían claro: métete en un túnel sólo si desde la entrada puedes ver la salida.

 

El túnel bajo las vías hacia Montparnasse esconde botellas rotas, paquetes de tabaco vacíos y mucha humedad.

Tras el intervalo de las vías hacia Montparnasse, coincidiendo con la calle Vercingétorix, empieza un tramo subterráneo de unos 650 metros. Adentrarte sería un bonito homenaje al coraje del héroe galo que combatió a Julio César, pero a ti sólo te interesa ver la luz al final del túnel. Y no en sentido figurado; de forma nítida y clara. Delante de ti sólo hay oscuridad, así que das media vuelta. El camino de retorno al punto de entrada te permite comprobar la considerable cantidad de residuos que hay en el suelo, la gran mayoría con un trasfondo vicioso: los paquetes de tabaco vacíos y las botellas de alcohol rotas son elementos asiduos del paisaje.

Vuelves a asomarte a la Petite Ceinture en el parque Montsouris, donde se esconde la cara más selvática de la línea. Las vías utilizadas ahora en el parque son las del RER, el tren regional que atraviesa París. Pero las más mágicas siguen siendo las de la Petite Ceinture. Paradójicamente, la zona más bonita del parque no es que no esté anunciada, sino que además está escondida al público. Tendrás que saltar otra valla, una mucho más pequeña, para chocar con una imagen alucinante.

 

La Petite Ceinture en su paso por el parque Montsouris.
La puerta hacia otra época, según Paul.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En este tramo, la invasión de la naturaleza salvaje es tal que las enormes paredes que flanquean la línea se encuentran completamente teñidas de verde. Sólo el grosor de los raíles ratifica la existencia de una vía para trenes, pues las traviesas de madera se difuminan entre la hierba y el musgo. En las entradas de los túneles, plantas enredaderas se precipitan como si compitieran para ver cuál de ellas se acerca más a las vías. Actúan como cortinas que, poco a poco, ante la inexistencia de tránsito, van cerrando las entradas a esas galerías subterráneas.

«En el Parque Montsouris hay puntos con una arquitectura única, que nos permiten viajar en el tiempo», te explica Paul, un joven de 26 años, mientras contempláis juntos una de las joyas más bien guardadas de París. «No nos damos cuenta de que la arquitectura exterior tiene esa capacidad de trasladarnos a otra época», añade. Ciertamente, la estampa no es, ni mucho menos, propia del año 2016, y esos túneles podrían ser perfectamente puertas por las que adentrarse a períodos pasados. Pero bajar hasta las vías es imposible desde este punto, así que la incógnita seguirá allí. Tu próxima parada: el puente de la calle Meuniers.

 

 

Para llegar allí vuelves a coger el tranvía. De hecho, su recorrido sigue el de la Petite Ceinture en su tramo por el sur y el este de París, por lo que muchos parisinos cuestionaron, en su momento, la ocupación de parte de los Boulevards des Maréchaux por un tranvía, cuando ya existía una vía de tren que hacía el mismo recorrido, 200 metros más allá. Esta vez es la voz de una mujer mayor la que anuncia tu parada: «Porte de Charenton». Bajas y rápidamente encuentras el puente. A tu derecha, un resquicio entre la valla metálica y la pared de un edificio te permite pasar de lado, escondiendo la tripa, para volver a bajar a las vías. Por fin vuelves a pisar balasto. A tu izquierda, una valla metálica enorme impide el paso cortando las vías: saltarla supondría un riesgo enorme; tras ella circulan los trenes que llegan a la estación de Lyon, una de las más importantes de París. A tu derecha, en cambio, se abre un tramo larguísimo de paraíso: más de tres kilómetros de Petite Ceinture al aire libre, sin un solo túnel.

El sol de invierno empieza ya a ponerse, iluminando con tonalidades doradas los raíles que se extienden frente a ti. En este tramo se mantiene la estructura original, compuesta por dos vías paralelas, una para cada sentido. El recorrido sube y baja constantemente, dando lugar a estampas bien diferentes. En ocasiones, te sitúa tan arriba que puedes cotillear a través de las ventanas de los edificios y ver, con sólo girar la cabeza, qué pasa dentro de un cuarto o un quinto piso. En otras, bajas tanto que temes perder totalmente el contacto con la vida parisina, que transcurre por los puentes que cruzan los raíles por encima de tu cabeza. También hay tramos en los que la vía se encuentra a la misma altura que la calle. Aquí, acceder a la Petite Ceinture es un juego de niños, y los vecinos deben estar tan acostumbrados a ello que ni se inmutan al verte pasear por territorio prohibido.

 

Dos caminantes en el tramo que atraviesa el barrio de Bel-Air, en el 12ème arrondissement.

Esta zona está mucho más transitada: de pronto, se convierte en habitual cruzarte con algún transeúnte cada cinco minutos. Aunque para otros la Petite Ceinture no es tanto un lugar de paso como de descanso. Es el caso de Artur, un joven de 20 años que espera la llegada de su amigo con una lata de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. Te sonríe nada más verte, y te invita a tomar el sol con él. Mientras bebes un sorbo, haces números: contando a Artur, la media de edad de los paseantes con los que has hablado por ahora es de 17 años y medio. «Ya se sabe, a los jóvenes nos gusta hacer lo que no está autorizado», reflexiona él. Aunque la respuesta definitiva viene tras otro breve sorbo de cerveza y una mirada al horizonte: «De todas formas, me cuesta imaginar a alguien de sesenta años saltando esa valla de allí».

500 metros más adelante encuentras a alguien que echa por los suelos el argumento de Artur. Dominique supera los sesenta y pasea por la vía junto a Charles, de 35 años. El primero, libreta y bolígrafo en mano; el segundo, con un surtido de cámaras fotográficas. Juntos preparan un libro «sobre el encanto de la Petite Ceinture, sobre sus secretos y los diferentes perfiles que podemos encontrar en ella». Te alegra ver que la línea es fuente de inspiración para otras personas. De hecho, la pasión que despierta en algunos es ilimitada: «Si pudiera, me construiría una casita aquí mismo, para poder ver desde el salón a todos los que pasean por la Petite Ceinture», te confiesa Dominique con aires melancólicos, como quien sueña despierto… Como quien sabe que su sueño no se cumplirá nunca.

El futuro de la Petite Ceinture es, sin duda, la gran cuestión. El pasado de la línea es apasionante, su presente es estimulante, pero su devenir es el tema que genera más polémica. Las propuestas sobre qué hacer con la Petite Ceinture van desde su transformación en pista para ciclistas hasta la reinstauración del transporte para pasajeros. Este último sería el gran sueño de Stéphane Dos Santos, el joven secretario general de la Asociación Salvemos la Petite Ceinture. La pasión de Stéphane por los trenes le ha llevado a conocerse cada palmo de la línea y a invertir todos sus esfuerzos en evitar que los raíles desaparezcan. «La Petite Ceinture es una vía de ferrocarril. Ni es un parque ni es un jardín. Es una línea donde siempre debe poder circular un tren», te declaró mientras observaba triste la pasarela de madera que cubre los raíles en el 15ème arrondissement.

Parece mentira que 23 kilómetros de suelo dentro de una de las ciudades más caras de Europa se encuentren abandonados. ¿La razón? Demasiados intereses, demasiados implicados y, probablemente, pocas ganas de asumir los costes. «Estamos en Francia. Aquí siempre hay muchos discursos pero pocos actos. Todo el mundo tiene ideas, pero cuando aparece la cuestión de quién paga, se hace el silencio», explica con cierta indignación Stéphane, quien aún mantiene el deseo de poder instalar, al menos, un tren de exhibición que explique la historia de la Petite Ceinture. Sus intenciones chocan con las de la SNCF, que el pasado 17 de junio firmó un acuerdo de trabajo con el Ayuntamiento de París con el principal objetivo de abrir más espacios al público. «El uso para trenes es bastante exclusivo, porque si haces circular un tren impides que haya otras personas que puedan hacer otras actividades, como pasear o simplemente descansar. Por ese motivo no es la primera opción», confirma Xavier Horth, el responsable del proyecto Petite Ceinture por parte de la SNCF.

 

Stéphane Dos Santos, secretario general de la Asociación Salvemos la Petite Ceinture.
El fotógrafo Charles Delcourt.
Artur fumando en las vías.

Las opiniones sobre qué debería hacerse con la línea son tan distintas como los perfiles que encuentras vagando por la vía. Cada paseante tiene su pequeño deseo, si bien es cierto que entre muchos se extiende la voluntad de mantener el statu quo. «Personalmente, preferiría que se mantuviera así», admite Gabriel, un joven de 26 años, mientras lía con cuidado un cigarrillo. «Creo que es importante que siga habiendo sitios que, aunque no sean del todo secretos, se mantengan escondidos», confiesa mientras observa una tienda de campaña instalada al margen de la vía. En invierno, la presencia de habitantes en la línea se reduce drásticamente, y se concentra en la zona Norte, donde abundan los túneles. Pero, como en todo el mundo, durante el verano la vida en la calle se multiplica, y la Petite Ceinture no es una excepción. A veces, la convivencia entre residentes y curiosos puede ser tensa, algo lógico según Gabriel: «Puedes encontrarte con reacciones un poco violentas. Pero es comprensible; de alguna manera, estamos paseando por sus casas».

El paso del 12ème al 20ème arrondissement conlleva la caída progresiva del número de viandantes y el aumento del de grafitis. La Gare d’Avron es uno de los tesoros del street art parisino. Llegas a la colorida estación abandonada y te encuentras a un hombre sentado cabizbajo junto a las escaleras que antiguamente llevaban a los pasajeros hacia la calle. Al dirigirte hacia él, te corta: «Lo siento, no quiero hablar. Hoy no es el día». Y vuelve a bajar la cabeza. Te planteas qué debe ser aquello que le atormenta, aquello tan pesado que, instalado sobre sus hombros, le obliga a mirarse los pies en vez de admirar la belleza de lo que tiene enfrente. Te planteas hasta qué punto la Petite Ceinture es refugio de almas en pena, personas desengañadas buscando el silencio, la calma, la soledad y encontrarse a sí mismas. Te planteas si tú eres una de ellas. Quizás el hombre espera a que llegue un tren para llevárselo lejos. Está en el lugar idóneo; tal y como reza un grafiti en la pared de la estación: «Ghost station: a one way ticket» (Estación fantasma: un viaje sólo de ida).

 

La estación de Charonne, con la entrada al túnel de más de un kilómetro al fondo.

Cerca de la antigua estación de Charonne, ahora reconvertida en la sala de conciertos La Flèche d’Or, encuentras la primera estampa familiar de la jornada. Alexandre, un chico de 27 años, enseña a sus padres su rincón favorito de París. Su madre, Laurence, admite pícara: «Nos gusta la naturaleza, lo agreste… y también un poquito lo prohibido. No pensábamos que existían sitios como este en la ciudad. Es el París salvaje». Al pasar bajo el puente de la estación observas los restos de dos hogueras. Unos metros más adelante, justo antes de la entrada al túnel, ves la tercera. Aquí empieza más de un kilómetro de galería subterránea. Ves claro que Laurence se equivocaba: es justo aquí dónde comienza el «París salvaje». Y justo aquí te das la vuelta para volver al bullicio de la ciudad con el último sol de la tarde.