SEGUNDA CRÓNICA DE UNA SERIE EXCLUSIVA DE MARTÍN CAPARRÓS PARA ALTAÏR MAGAZINE, QUE NOS MUESTRA CADA SEMANA LAS FOTOGRAFÍAS QUE REALIZÓ EN EL PROCESO DE INVESTIGACIÓN PARA SU ENSAYO EL HAMBRE.


orque Calcuta rebosa de animales. En Calcuta hay vacas indolentes que destruyen el tránsito, hay cerdos que retozan en la basura tan frecuente, hay cuervos que se roban comida de las mesas —hay ventanas con redes para evitar los robos de los cuervos—, hay monos más ladrones más rabiosos, hay pollos que cacarean en jaulas de agonía, hay perros satisfechos —extrañamente satisfechos—, hay millones y millones de señoras y señores: quince millones de señoras y señores.

Algunos comen todos los días. Algunos, incluso, comen animales. En el mercado central de Calcuta los animales para comer siguen siendo animales hasta que se los comen. Desolladas, deshuesadas, cortadas en trocitos, selladas al vacío, amortajadas en celofanes varios, las carnes que comemos en nuestros países cada vez más carniceros hacen todo lo posible por alejarse del animal que fueron. Que nadie piense en los ojos tristes de una vaca cuando se come un bife, el balido tiernito del cordero en el momento del gigot. En los países más pobres los animales siguen siendo animales hasta el penúltimo momento: sin heladeras, sin cadena de frío, es la manera de garantizar que lleguen frescos a las mesas. En los países más pobres, de todos modos, los más pobres nunca comen animales.

En la India suponen que eligieron: que son vegetarianos.

Y entonces, en medio del mercado y de los gritos, un gorrión baja en picado, revolotea sobre los trozos de animales, va, viene, parece buscar algo; quince o veinte personas lo miramos, inmóviles de pronto, callados, suspendidos. El pájaro se va; vuelven las voces, los movimientos, los olores, y todos nos sonreímos confusos, como si nos disculpáramos. Yo pienso en decir algo sobre el peso de la rutina y cómo querríamos romperla pero no sé cómo decirlo y pido cuarto kilo de unas nueces raras.

Y pienso en lo poco que bajan, poco que duran los gorriones.

En un puesto escondido un hombre vende pescaditos rojos: en una pecera con adornos de plástico, los pescaditos rojos. Es un salto civilizatorio. Occidente está tan mal —tan bien— acostumbrado que no suele recordar el valor de lo superfluo. Le superflu, chose très nécessaire —decía, sin la menor necesidad, el gran Voltaire—. Lo superfluo es la marca del gran cambio: hacerte con algo que no necesitabas, pasar de la pura urgencia a ese estado de —muy leve—privilegio en que podés gastarte unas monedas en un pez rojo e inútil. Rojo importa, pero inútil es la palabra clave: la conquista del derecho a lo inútil, lo contrario del hambre. Tener hambre es vivir con lo estrictamente necesario, vivir para lo estrictamente necesario, vivir en lo estrictamente necesario —y muchas veces ni siquiera—.

Hambre es comerse los pescaditos rojos.