La imagen sucia, quemada por el ruido digital, muestra un camión blanco maniobrando entre militares. Cuando se abre el portón trasero, en la plaza del campo de refugiados se vuelcan las decenas de hombres, mujeres y niños que han hecho el trayecto apretados en la caja del vehículo. Y sólo al detenerse la grabación en un plano corto —el rostro de un hombre chorreando sudor— nos alcanzan en cierto modo, como un eco imposible, el calor, el olor, la humedad, el cansancio, el miedo.

Gilbert Ndunga-Nsangata vivió en ese campo, que aún está en pie en las afueras de Mbanza-Ngungu, al suroeste de la República Democrática del Congo. Llegó allí en 1998 desde la otra orilla del río, desde Brazzaville, tras haber pasado meses huyendo por la selva con un hijo en cada mano.

Quince años después volvió con una cámara de vídeo. El campo, casi en ruinas, seguía habitado por gente que, como él, había tenido que salir de la vecina República del Congo para escapar al golpe de Estado y la guerra civil. «Tengo sentimientos encontrados. ¿Debería sentir pena por ellos? ¿Debería sentirme culpable por haber sido más afortunado?», se pregunta a sí mismo ante las casas de fortuna del campo, cubiertas aún con plásticos del ACNUR.

Ambas imágenes (el campo vivo y crudo del metraje de archivo, el campo desolado pero aún vivo del ahora) forman parte de Images d’un retour au pays natal, la película en que Ndunga documenta cámara en mano su viaje de retorno a la República del Congo para intentar ver a su madre anciana, su familia y su pueblo natal tras diez años en el exilio.

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Los refugiados del 97

La República del Congo, vecina —a veces olvidada— de la gigantesca República Democrática del Congo (llamadas a menudo, respectivamente, Congo-Brazzaville y Congo-Kinshasa para facilitar la comunicación) comparte una historia llena de esperanzas y reveses con la mayoría de países africanos.

Después de independizarse de Francia en 1960, siguieron treinta años de partido único y socialismo y una década de gobierno continuado del general Denis Sassou-Nguesso. En 1992 se celebraron elecciones multipartidistas. Resultó vencedor Pascal Lissouba, que había sido ya primer ministro durante los años 60. En el 94, las tensiones políticas se cruzaron con la retórica étnica y estallaron los primeros combates entre las milicias populares de cada partido y grupo, en un eje aproximado que hacía chocar al Sur (Lissouba) con el Norte (Sassou-Nguesso). Se recondujo la tensión, pero al acercarse el final del mandato de Lissouba, en 1997, Sassou-Nguesso lanzó un golpe de Estado, que acabaría triunfando con el apoyo de Angola (y, en la sombra, de los intereses comerciales de Francia).

Ese verano, Brazzaville se convierte en un campo de batalla debatido por ninjas, cobras y cocoyes, nombres de guerra de las diferentes milicias. El centro de la capital es un solar en ruinas. La gran mayoría de la población ha abandonado la ciudad, escapando con lo puesto a los combates y el saqueo. Columnas de desplazados se vierten en la región de Pool o intentan cruzar el río y buscar refugio en la RDC y Kinshasa.

Ndunga y sus hijos, Moshe y Henoch, forman parte de una de estas columnas, que cruzan las zonas rurales como un enjambre de langostas. Sin transporte y sin comida, los miles de familias desplazadas agotan en poco tiempo los recursos de los pueblos que encuentran en el camino, los huertos, la fruta. Duermen en la selva. Las familias se pierden, se reencuentran, se descomponen. Los habitantes de cada nueva ciudad por la que pasan las columnas se añaden a la marcha. Detrás, azuzando la escapada, los helicópteros cobra de Sassou-Nguesso.

Volver cámara en mano

Gilbert Ndunga-Nsangata es un hombre afable, bonachón y elegante. Hablando con él, resulta difícil conciliar su tendencia a divagar con la dureza práctica de aquellos años. Su biografía resume bien la historia reciente de su país. Nace antes de la independencia y se forma en realización teatral y televisiva en Polonia, mediante los acuerdos que la entonces marxista República Popular del Congo mantenía con los países del bloque soviético. Cuando estalla la guerra en 1997 trabaja como productor en la radiotelevisión estatal del gobierno de Lissouba. Por convicciones políticas y pertenencia étnica acabará formando parte de los 800.000 desplazados del conflicto.

Tras su paso por diferentes campos de la RDC, en 2002 consiguió el estatuto de refugiado político con la mediación del Parlamento Internacional de Escritores y se instaló en España. Sus hijos, que ya son dos hombres jóvenes, residen y estudian en Francia. En Cataluña encontró un lugar, una esposa. Retomando el hilo de su profesión, fundó una productora —Talatala (del lingala, «espejo»)— y ha realizado varias películas sobre la experiencia de los africanos residentes en España y sobre los niños de la calle en la RDC.

Pero la tierra natal seguía estando al otro lado del río.

El «viaje del héroe», con sus pautas clásicas —sus objetivos, sus obstáculos, sus ayudantes y sus lecciones— puede ser una convención narrativa gastada, un recurso fácil para guionistas perezosos, pero a veces aparece como un espejismo en la vida real. Desde el momento en que decide que no puede esperar más —la salud de su madre es débil, él es el primogénito, el corazón llama— el retorno de Ndunga a su Ítaca personal presenta un episodio tras otro de dilaciones, dudas y complicidades. ¿Será demasiado arriesgado volver a su país? ¿Habrá alguna represalia esperándole? ¿Estará poniendo en riesgo su situación de refugiado por un capricho?

Desde el momento en que se decide, el viaje de Ndunga a su Ítaca personal presenta un episodio tras otro de dilaciones, dudas y complicidades

Los compañeros de viaje son todas estas preguntas y una pequeña cámara doméstica. Para documentar y dialogar. Para registrar los tiempos muertos del viaje, el calor de Kinshasa, las tres semanas esperando una oportunidad para pasar de una capital a la otra, la búsqueda de papeles falsos. La pequeña distancia que se dilata en el tiempo. La tensión del cruce ilegal y del reencuentro.

Es difícil hablar de las escenas de reencuentro, tanto con las personas como con los lugares, que jalonan la película. Hay una Brazza desconocida, llena de vida, que se ha reconstruido en la década de frágil normalidad tras la guerra. Hay un clan familiar que ha crecido: nietos y sobrinos nuevos que miran con timidez y sorpresa al abuelo que viene de Europa y tiene modos que ya no son del todo congoleses, sin ser del todo europeos. Hay una emoción desarticulada que desborda la capacidad de las imágenes —crudas, irregulares, temblorosas— y a la vez se deja nutrir por esas aristas, por las limitaciones de la producción.

En las miradas de reconocimiento de viejos camaradas hay humor, también, sorprendente y pudoroso. Y hay algo profundamente melancólico en la constatación del tiempo pasado, en la vida corriente que ha seguido aconteciendo a pesar de los cadáveres, las fosas, las ausencias.

Los minutos finales de Images d’un retour au pays natal muestran a Gilbert Ndunga-Nsangata sentándose junto al río Congo, por fin en la orilla que le vio nacer. Después del reencuentro, hay que volver a Europa. Repensar la relación con ese difícil país natal. Procesar la melancolía para abrir nuevas puertas. El cielo blanco del ecuador se refleja en las aguas del río, que pasan indiferentes, igual que en aquel verano del 97. Empezar a sanar las heridas no es sanar las heridas, igual que llegar a un destino no significa que se termine ningún viaje.