Viene de la primera parte


La cumbre de Inwangsan despunta frente a la colina del accesible monte Ansan y por encima del pueblo hanok de Bukchon, al noroeste de la ciudad. Más de 900 hanok, casitas tradicionales coreanas, se tienden en las estribaciones de la montaña mítica donde se canta a los espíritus y se sacrifican animales. Un empinado sendero avanza por el bosque hasta la cima casi ajena al persistente zumbido de la megalópolis de género macho a sus pies.

«Ahora se empieza a hablar de guerra de sexos. Algo es algo», dice la filóloga Sun Me Yoon, pese a ser consciente de que hay galaxias por recorrer antes de alcanzar una mínima igualdad con los varones.

Ser consciente de que hay galaxias por recorrer antes de alcanzar una mínima igualdad con los varones.

Muchos hombres dicen que los dos años de mili les sitúan en desventaja respecto a las mujeres, que además sacan mejores notas académicas.

—¿Cómo? —responde Sun Me Yoon—. ¿Desventaja? Hacer la mili les garantiza entrar en las empresas con todos los honores mientras las chicas que se han dedicado a estudiar todo ese tiempo tienen muchas más dificultades. El abismo entre hombres y mujeres no es tan grande como cuando yo me casé, de acuerdo. En aquel tiempo se esperaba que la mujer no trabajara y ahora eso no se discute. Pero tampoco se dan las condiciones necesarias para compatibilizar casa y trabajo.

—Tú eres una mujer culta, moderna. Tu entorno ayudará a…

—Todos los hombres coreanos son típicos. Esto es una sociedad confuciana. Debes cumplir con lo que se espera de ti. Debes sacrificarte. Ahora se está emitiendo un programa de tele en el que padres de familia deben quedarse solos unos días con sus hijos, sin la madre. La idea es que los hombres visualicen y reflexionen sobre su lugar en la familia. Por eso lo pasan tan mal durante la jubilación. Cuando salen de la empresa, no tienen un espacio en la casa, no saben comportarse con los hijos, y quedan relegados. Pero antes de la jubilación… cualquier mujer que trabaja en Corea sufre lo que cuenta Han Kang.

Sun Me Yoon es la traductora al español de la novela La vegetariana, con la que la seulita Han Kang ha ganado el último premio Man BookerLa vegetariana cuenta la historia de una mujer superada por una sociedad que le despierta «esa veta de violencia, incluso asesina, que tenemos todos. Hasta entonces la había visto en su familia pero al detectarla en ella misma, cambia su vida: decide renunciar a comer carne y convertirse en árbol. Una apuesta que va a llevar hasta las últimas consecuencias».

La novela fue muy mal recibida por la crítica, «que está dominada por hombres —dice Sun Me Yoon—. Dijeron que era la historia de una demente. Además, ¿cómo una mujer joven podía escribir cosas tan subidas de tono? Porque la novela tiene un punto muy erótico. En general, impacta más a las mujeres, los hombres pierden el hilo. Bueno, el premio le ha brindado una particular revancha».

Las chicas que se han dedicado a estudiar todo ese tiempo tienen muchas más dificultades.

A su vez, La vegetariana pone la guinda a una generación de autores «preocupados por comunicar cómo sobrevivir en un lugar de cambios tan vertiginosos y radicales como Corea», y que han roto con el ultrarealismo histórico que impedía a la literatura autóctona asomarse al exterior.

Por eso, Sun Me Yoon también aplaude el aperturismo propiciado por el K-pop, «un éxito espontáneo», dice, que el país supo amortizar de maravilla con una política de subsidios a la cultura que ha espoleado las dinámicas de creación.

Entre la montaña de Inwangsan y el pueblo hanok se hallan las instalaciones que acogieron la filmación de la teleserie Winter Sonata, exitazo que atrae peregrinos pop, y por lo tanto dinero, al distrito. Y ése es el quid.

El secreto del Gangnam style

Cuando en 1998 la crisis económica zarandeó a Asia, el entonces presidente Kim Dae-jung contempló la posibilidad de rescatar a Corea desde uno de los ministerios que pretendía reforzar: Cultura. Además del imprescindible dinero, Corea buscaba un relato propio, una filosofía vital, una cultura para reivindicarse ante el mundo. Entonces, ¿por qué no apostar a fondo por las creaciones artísticas que el país había exportado a China? En 1999 se promulgó la Ley Básica Para la Promoción de la Industria Cultural.

La inyección de wons cuajó en éxitos como la citada Winter Sonata (2002) o Jewel in the palace (2005), cuya relación calidad-precio las colocó en pantallas de media Asia dando lugar a la denominada Hallyu (ola coreana), ingresando más de mil millones de dólares anuales en plena crisis regional y multiplicando de rebote la confianza de los coreanos en sí mismos. Un triunfo compartido con los músicos que, desde que en 1990 el trío Seo Taiji & Boys mezclara por primera vez música popular coreana con estilos occidentales como el pop y el techno, ganaron fans a mansalva. Gracias a ellos, los grupos H.O.T y Shinwha crearon el concepto Idol, hoy exportado a escala mundial. «Pero la fama aquí funciona de otra manera —dice Ih-joon Chang—. Es como en la mili. Debes comportarte con humildad, no cometer excesos. Una infidelidad te hunde la carrera. Aquí, la gente se queda con la parte occidental de la imagen pero no con la moral».

Es decir, que el Estado paternalista ha contribuido decisivamente a que el Hallyu eclosionara en Asia en 2003, y en el resto del mundo en 2008, aterrizando en París en 2011 en forma de dos megaconciertos del proyecto SMTOWN, que se organizaron por facebook. La guinda llegó en 2012 con uno de los hits musicales más espectaculares en la historia de la humanidad: el Gangnam Style de Psy. Este controvertido cantante no era considerado K-pop, si bien la marca —que succiona Kasi todo— lo abrazó como uno de los suyos, por mucho que la letra y la coreografía de la canción se burle precisamente de esos nuevos ricos coreanos que pasean por el barrio pijo y financiero de Gangnam canturreando el último temazo pop mientras fardan de Ferrari y labios u ojos nuevos.

Gangnam es un enorme distrito al sur del río Han. Si se entra por el oeste, en paralelo al río, puede comprobarse cómo varios centros comerciales estampan la palabra luxury en sus fachadas de pésima imitación neoclásica. Un par de kilómetros hacia el este, las típicas formaciones de edificios numerados van cediendo ante bloques con algo más de cristal, acabados menos industriales y porteros vigilantes. En la avenida Apgujeong aparecen tiendas que huelen dulce, vendan churros —novedad pujante— o camisones, y gente que pasea perros pequeños que a menudo traslada en bolsos. Son el preludio de las clínicas de cirugía estética, de las sedes de grandes marcas de ropa o alcohol y del laberinto de calles estrechas repletas de restaurantes pequeños pensados por diseñadores al menos tan buenos como los que imaginan los escaparates de las zapaterías del vecindario, o de esos locales que exhiben maniquís ejecutando un swing de golf. Un Alfa Romeo está cruzado sobre la acera porque no hay sitio para aparcar. Los cables de los postes telefónicos que se enredan sobre las cabezas, el asfalto irregular o los anuncios escritos a mano tienden sobre el barrio una falsa capa de sencilla dejadez.

«La sociedad del cansancio de Corea del Sur se encuentra en un estadio final mortal».
Las jóvenes que se nutren de comida barata con tal de ahorrar para comprarse los caros frapuccinos.

Antes de descender hacia las entrañas de Gangnam, junto a la estación de Apgujeong se encuentra la K-Star Road, una especie de paseo de la fama local flanqueado por perlitas arquitectónicas propiedad de Givenchy, Louis Vouitton o The Gallery, y adornado por esculturas con forma de ¿ardillas? que han tuneado diversos artistas junto a placas donde se han grabado los nombres de los famosos top.

Gangnam se divide en: 1. manzanas de edificios más bien bajos y casitas agrupadas en laberínticas y empinadas callejuelas interiores que igual sorprenden con un cogollo de animados locales de ocio que con la escuela Kukkiwon, insignia del taekwondo planetario; 2. laderas aún más empinadas que acogen una tranquilísima zona residencial con aires casi rurales; y 3. amplias avenidas donde los rascacielos forman imponentes corredores sin perder esa querencia por el conglomerado, ejemplar en Dosan-Daero, donde un corto tramo de acera reúne enormes concesionarios de Volkswagen, BMW o Mercedes ante los que pasean grupos de niñas y adolescentes bebiendo grandes vasos de café con pajita. Por lo delgadas que están, podrían ser Doenjang Girls, las jóvenes que se nutren de comida barata con tal de ahorrar para comprarse los caros frapuccinos, americanos o cualquier recipiente largo relleno con una buena porción de café.

Lo del café es una fiebre en Seúl. El Homo Coreanus actual podría dibujarse sosteniendo un vaso de café en una mano, un móvil en la otra y con los auriculares puestos. El español Fernando San Basilio ha escrito Crónicas de la Era K-pop (Impedimenta) pivotando desde esa fascinación que sitúa al café como «el producto alimenticio más consumido en Corea del Sur».

Las consecuencias de esta fiebre son más de 17.000 cafeterías que, según San Basilio, han hecho de los coffee shops «los lugares más cómodos de Corea» espoleando el culto al barista, denominación asignada al individuo que sirve tras la barra, con frecuencia rodeado de las probetas —hay cafeterías que parecen laboratorios— donde prepara su sublime poción. Esta excitante bebida se asocia a lo occidental hasta el punto de que multitud de cadenas basadas en su comercialización se presentan con nombres como Pascucci, Paris Baguette, Café Benne, Tom n Toms… pese a ser de capital coreano.

La gracia extranjerizante y la querencia por el vaso largo, que invita a prolongar la estancia en el local —aunque muchísima gente también consuma café caminando—, aumentan el precio de un producto en general vendido a un mínimo de unos tres euros. «Para los coreanos, la cafetería es una extensión del escritorio, un reemplazo del cubículo, el sitio ideal para seguir el trajín de un día dedicado al desarrollo personal, sin espacio para lo lúdico», escribe Javier Molina, reportero de Ñ, revista bilingüe. En el mismo artículo, Molina reconoce estar escribiendo esas palabras después de doce horas de trabajo y múltiples dosis de cafeína.

El auténtico k-drama

Corea del Sur es el país que registra más suicidios del mundo, después de la pequeña Guyana. Que los andenes del metro estén separados de las vías por mamparas acristaladas que sólo se abren a la llegada del convoy, a su vez se anunciado por megafonía con una especie de fanfarria, no es casual.

Otra forma típica de matarse es, dicen, tirándose al río desde lo alto del puente Mapo, aunque después de ver la altura de ese puente cabe cuestionar la efectividad de la caída. «Viven en una olla a presión», dice Molina. Muchos de los suicidas son jóvenes. «Desde los trece años —escribe Andrés Felipe Solano en su estupendo Corea: apuntes desde la cuerda floja— la vida de los estudiantes coreanos consiste en estudiar hasta las tres de la tarde en un colegio normal, y después van a una academia particular, en la que continúan repasando lecciones hasta las once de la noche. Así pasan los años idénticos unos a otros, hasta el día del suneung, el examen. Es el segundo martes de noviembre (…) Además de ser un asunto de Estado, el suneung también es responsable de la altísima tasa de suicidios entre adolescentes».

«Hace poco humillaron a una cantante muy famosa —explica Ih-joon Chang— haciéndole preguntas básicas de historia. No las supo responder y la atacaron por todas partes. Que parezca que no has estudiado es un pecado. La gente siempre está estudiando. También estudia cómo bailar».

Otra forma típica de matarse es, dicen, tirándose al río.

En las inmediaciones del mercado de pescado de Norjanying hay una zona de ocio barato donde ambulantes que venden desde tempura pinchado de un palo a hamburguesas vegetales confluyen con restaurantes de fideos, pescado o carne y con salas de juego en las que se mata, se corre, se salta tecleando máquinas a una velocidad irreal entre un ensordecedor frenesí. Y, en medio del fragor, puertecitas de tinte clandestino llevan a escaleras que descienden a sótanos insonorizados donde grupos de chavales silenciosos pagan por encerrarse en una study room. Estudiar. Recorrer estaciones de metro salpicadas de máscaras antigás en previsión de ataques químicos para llegar a sitios donde estudiar. Estudiar. Caminar por calles sin papeleras debido al miedo latente a la colocación de explosivos hasta alcanzar un cuarto donde estudiar. Estudiar. Estudiar para competir en pos de un status, un jokbo, que es obsesión nacional. Después de la guerra, hubo quien compró libros de familia falsos con tal de acreditar un jokbo de campanillas. Y es que el jokbo te sitúa en sociedad. «Aquí —dice Ih-joon Chang—, para presentarte a cualquiera, a una chica también, lo primero que dices es de dónde eres, dónde estudiaste, dónde trabajas, dónde vives. Y le das tu tarjeta de visita».

Los doctorados extranjeros prestigian al individuo y a la universidad, destacando la de Harvard como fetiche. «Las universidades gringas se sostienen gracias a los estudiantes asiáticos matriculados allá —dicen varios coreanos que una vez estudiaron en América—. Como padezcamos una crisis seria, aquellas unis se van a hundir».

En semejante contexto, fracasar en la carrera de ascenso social supone un mazazo con frecuencia insoportable. Y entonces puede pasar cualquier cosa, aún más si las supersticiones ocupan un lugar destacado en el imaginario nacional. Hay quien se opera el rostro guiado por la extendida convicción de que una determinada medida de la cara favorece la buena suerte. Hay quien se modifica las líneas de la mano para cambiar su destino. «La violencia neoliberal ya no destruye desde fuera del individuo —ha escrito Byung-Chul Han—. Lo hace desde dentro, y provoca depresión o cáncer».

Byung-Chul Han es el filósofo de moda global. Aunque se doctoró en Munich con una tesis sobre Heidegger y ahora reside en Berlín, estudió metalurgia en su ciudad natal, Seúl, donde vivió durante casi treinta años. «Al final de mis estudios —ha dicho el filósofo— me sentí como un idiota. Yo, en realidad, quería estudiar algo literario, pero en Corea ni podía cambiar de estudios ni mi familia me lo hubiera permitido. No me quedaba más remedio que irme. Mentí a mis padres y me instalé en Alemania pese a que apenas podía expresarme en alemán».

En semejante contexto, fracasar en la carrera de ascenso social supone un mazazo con frecuencia insoportable.

Desde entonces, Byung-Chul Han ha pensado las dinámicas modernas hasta concluir que hoy manda «la sociedad del cansancio». Según el filósofo, sometemos todo a la eficiencia, al rendimiento y, al final, acabamos todos agotados, deprimidos. El capitalismo se ha sofisticado hasta lograr convertirnos en esclavos de nosotros mismos, y nos exprimimos hasta el colapso. Nuestro ensimismamiento nos lleva a rechazar al Otro, a los demás. Vivimos inmersos en una carrera narcisista hacia la depresión. Y es que, dice, «la depresión es una enfermedad narcisista».

Byung-Chul Han también asegura que los aparatos digitales transforman todo lugar en un puesto de trabajo. Y que clicar «Me gusta» equivale a decir «Amén». Leer las reflexiones de este hombre en un vagón del metro de Seúl (aunque también podría ser en el de Barcelona, Nueva York, Tokio, México DF o el mismo Berlín donde él habita), resulta de lo más adecuado. «La sociedad del cansancio de Corea del Sur se encuentra en un estadio final mortal», sentencia Byung-Chul Han, señalando con el dedo de una forma que se podría considerar resentida hacia el mundo del que huyó, si bien el índice de suicidios coreano avala en parte su veredicto.

En cualquier caso, el filósofo de moda mundial se crió en Seúl. Todo parece indicar que algún tipo de vanguardia se cuece en esta capital tensa que desde los años ochenta gestiona como puede las contradicciones de su veloz prosperidad. «Son románticos pero no tienen la sangre caliente», sintetiza una camarera rusa dando en una diana que disgusta íntimamente a una sociedad que insiste en reivindicarse como «los latinos de Asia». Afirmación que más bien evidencia el profundo desconocimiento que, como señalan varios sociólogos y antropólogos, los coreanos tienen de una China que ocupa un lugar más bien neutro en sus afectos.

Sin embargo, el coreano nuevo se rebela a ese romanticismo relativo, y el esfuerzo por ser «caliente» le lleva a mostrarse cada vez más apasionado en la ropa, en el riesgo, en el gesto, en la conversación. «La vehemencia es un poco aprendida, no sé si real —observa Solano—. En Seúl, si hablas reposado, es como si no valieras nada».

Todos los hombres coreanos son típicos. Esto es una sociedad confuciana. Debes cumplir con lo que se espera de ti.

Este choque de pulsiones y anhelos está propiciando un inédito cóctel de ideas que la ciudad quiere amortizar desprendiéndose de una vez de su viejo caparazón de Reino Ermitaño. Seúl está asumiendo que para sostener el progreso hay que recurrir a los especialistas de élite, vengan de donde vengan, y por eso Bartomeu Marí, antiguo director del MACBA, se ha convertido en el primer extranjero que dirige una institución nacional coreana. «Me llaman Hiddink», observa Marí, y se lo toma como un cumplido porque los coreanos guardan gratísimo recuerdo del entrenador holandés que dirigió a la selección durante el Mundial que coorganizó el país: Guus Hiddink.

Tras una recepción hostil —además de ser foráneo, Marí llegó a Seúl poco después de dimitir como director del museo barcelonés acusado por algunos de haber intentado vetar la exposición de una obra donde el rey de España aparecía siendo sodomizado—, el ministro de Cultura coreano ratificó a Marí al frente del Museo Nacional de Arte Moderno y Contemporáneo de Seúl. El cargo implica la dirección de tres museos a la espera de un cuarto en construcción. «Y ayer me anunciaron que se ha proyectado otro», dice Marí en la sala privada de un restaurante cercano al museo que le sirve como base de operaciones, un discreto edificio de obra vista que anteriormente funcionó como hospital ubicado a pocos metros del palacio Gyeongbokgung, la residencia presidencial.

Cuando empezó a trabajar, muchos de los cientos de artistas que habían firmado un manifiesto en su contra se fueron acercando a él. «Confiaba en que, cuando los artistas me conocieran, se darían cuenta de que yo no era la persona de la que les habían hablado». Así fue. «Varios han venido a decirme: yo firmé pero no era contra ti, era contra el gobierno». Y ahora se emplea a fondo con el objetivo de internacionalizar el museo logrando, por ejemplo, globalizar la obra de los artistas nacionales. Lo que importa es mañana. «Es muy importante entender —indica el director— que las nociones occidentales de moderno, modernidad o vanguardia, no sirven aquí. La relación del coreano con la historia es muy diferente a la que tenemos los occidentales. La historia no pesa. Lo importante es el reto del futuro».

Después de medio año, Marí asegura estar disfrutando su nueva responsabilidad. Mientras en Barcelona a menudo debía ingeniárselas para conseguir una financiación suficiente, poco después de instalarse en Seúl, Hyundai Motors empezó dándole 800.000 euros para el museo. «Dijeron que había que ayudar a levantar el proyecto». Eso, para empezar. Ahora maneja un presupuesto de «unos 55 millones de dólares», que si bien tampoco resulta descomunal teniendo en cuenta el reto que enfoca, presumiblemente contará con mecenas que contribuirán a ir logrando objetivos.

«Es otro mundo», confirma la escritora Lourdes Iglesias, casada con Marí y aún algo desubicada en la ciudad. «Aterricé con la euforia de los comienzos pero ahora llevo unas semanas de bajón —dice—. Vivimos en un apartahotel. Aunque está muy bien, me gustaría tener una casa propia, sentir un espacio más mío. Por otro lado, no saber el idioma es un hándicap importante. Los coreanos son muy amables, pero en las recepciones yo no dejo de ser la mujer del Kuang Chang Nim (Maestro de la Casa Grande). Y ellos son gente dura. A menudo es difícil comunicarse más allá del protocolo, y casi siempre necesitamos traductor».

«El coreano es una lengua que solo hablan los coreanos», indica Sun Me Yoon. «La leyenda cuenta que este idioma lo creó un rey de la nada —señala Ih-joon Chang—. Es muy lógico y fácil de aprender. No hay género, número ni conjugación de verbos. El orden de las frases es distinto al occidental, pero vaya…».

«Es otro mundo», confirma la escritora Lourdes Iglesias.

El Hunmin Jeongeum es el día que conmemora la creación de los 28 caracteres de que consta el hangul o alfabeto coreano, al que se honra en la ajardinado paseo de Gwanghwamun con una considerable estatua que representa al rey Sejong sentado con un libro. Basta cruzar la calle para alcanzar la embajada estadounidense y las sedes de Microsoft y Korea Telecom, en una especie de alegoría de la comunicación entre civilizaciones.

Del atuendo del rey Sejong a la fachada de Korea Telecom hay un salto casi tan abisal como el que va de los rostros atezados de antiguos campesinos absorbidos por la urbe a la tersura cutánea de las nuevas generaciones, que sitúan a sus varones entre los que compran más maquillaje del mundo, después de Japón. A la vez, no es raro ver a hombres no tan viejos escupiendo al suelo o en las baldosas restallantes del metro.

Y el omnipresente kimchi continúa recordando a los más jóvenes que, hasta no hace mucho, sus abuelos se apañaban guisando las cuatro raíces que había. El kimchi es un plato protagonizado por la col, aunque también se puede hacer con pepino, pimiento, ajos tiernos, cebolla… y se basa en mezclar la verdura con pimentón picante, ajo, salsa de pescado, harina de arroz, pasta de soja, sésamo, azúcar y jengibre antes de ponerlo a fermentar. Así, la comida puede resistir durante meses en la despensa, garantizando el alimento en futuras épocas de escasez.

El kimchi o el bibimbap son instituciones culturales, como lo fue la sopa de perro, si bien este cocinado agrede la sensibilidad moderna y multitud de coreanos menores de cuarenta años reniegan de un plato que aseguran no haber comido ni ir a comer jamás.

«Nooooo. Eso solo le gusta a algunos viejos». «Es una comida antigua». «¿Quién se come a su mascota?». «Además, es ilegal». Son respuestas generalizadas entre los jóvenes mientras Kim Shi-Woo celebra este año que su restaurante de Boshintang (sopa de perro) lleva precisamente cuatro décadas cocinando, sobre todo, «una raza que aquí llamamos perro de mierda. Es un tipo de perro mestizo que en las épocas de miseria comía carroña, y la gente se los comía a ellos. Se parece mucho al jindogae, que es la raza de perro nacional».

—Dicen que la carne de perro es ilegal pero usted tiene un restaurante.
—Lo que pasa es que no se puede vender en el mercado pero sí servir en un restaurante. Y hay más de mil restaurantes de Boshintang en Seúl.

Parece que la creciente fama de plato proscrito no puede con la leyenda de comida hiperenergética que adorna a la carne de perro. «Es buena para los pulmones y la piel —dice Kim Shi-Woo—. Hace que las heridas cicatricen más rápido y ayuda a los enfermos. Aquí aparecen desde futbolistas a jugadores de badminton, enfermos terminales y budistas que dicen que no comen perro hasta que se ponen malos y vienen a comérselo como medicina. Tengo un cliente de setenta años que dice que es mejor que el Viagra. Y las mujeres aseguran que es bueno para la menstruación».

Es cierto que durante la celebración de los Juegos Olímpicos, el gobierno prohibió la venta de carne de perro y obligó a cerrar a muchos restaurantes «porque querían borrar la imagen de pueblo bárbaro de cara a los occidentales. Pero los occidentales comen hígado, caracoles… No sé por qué tienen que cerrar estos sitios, son tradición. Después de los Juegos, muchos restaurantes tuvieron que esconderse en callejones y cambiar el letrero de Boshintang por el de Sopa de las Cuatro Estaciones» (que en coreano se escribe Sacholtang).

Es exactamente el caso de su restaurante, 40 años de tradición. Restaurante de Sacholtang, sito en un callejón oscuro con un rótulo de mentirijillas. En el interior, la gente se sienta en el suelo con las piernas cruzadas para despachar las cazuelas de perro guisado o a la parrilla que les sirven hermosas camareras rusas y uzbekas, útiles reclamos para comensales titubeantes. «Perro fresco», según Kim, sacrificado «esta misma madrugada», probablemente por descarga eléctrica, aunque «para que salga bien tierno habría que matarlo a palos. En fin, cosas de la mecanización». Cerveza Kass, botellines de soju, esa suerte de vodka de graduación rebajada, y unos tragos de makkoli (vino de arroz) para terminar. «¿Qué tal?», pregunta Kim, que además de propietario es el chef. Muy bien. El perro estaba muy tierno, y sabía mucho mejor que el pato que Kim ha servido como acompañamiento previendo remilgos de última hora.

Durante la celebración de los Juegos Olímpicos, el gobierno prohibió la venta de carne de perro y obligó a cerrar a muchos restaurantes.

La clientela tiene una edad media elevada. «Muchos son obreros —observa Kim—. La gente que trabaja con la cabeza no viene tanto por aquí. Pero mire… también vienen parejas más o menos jóvenes y yo diría que el noventa por ciento de esas parejas son amantes. No esposos, no: amantes. Y lo hacen por lo afrodisíaco».

En el caso de que la ingesta de perro confirme la leyenda excitante, se haya cenado sin pareja y se posea la moral apropiada, una opción es adentrarse en las angosturas de las calles traseras a contratar los servicios de las prostitutas que se exponen en cabinas de ambientación rosa. Mujeres en escueta ropa interior sostenidas por altos tacones se maquillan en cubículos con aire de camerino a la espera de que un cliente las interpele, generalmente, desde el interior de su vehículo, que conducirá muy despacio, por lo intricado de las calles y para evaluar a las candidatas.

Al principio de esta zona sexual, al lado de la estación de Cheongnyangni, hay carteles que prohíben la entrada a menores. Ese indicador sí que se entiende bien. Al margen de los coches y las profesionales, de vez en cuando se ve a hombres jóvenes que deambulan con auriculares, siempre atentos a las pantallas que empuñan. Su tranquilidad resulta llamativa, como si el exotismo y la sordidez de algunas situaciones alrededor no les afectaran. Como si estuvieran de paso. Sin embargo, uno de ellos, vestido al completo de un blanco que alcanza a su gorra de beisbolista, se aproxima cuando una de las chicas empieza a gritar al ver la cámara de Carles. Sonriendo, el hombre de punta en blanco, brazos fibrados y nariz rota sacude la mano mientras sugiere «No photos».

Una opción es adentrarse en las angosturas de las calles traseras a contratar los servicios de las prostitutas que se exponen en cabinas de ambientación rosa.

Hasta el año pasado, el adulterio podía castigarse con dos años de cárcel. Una ley derogada por su propia hipocresía en un país que ofrece a los consumidores un asombroso elenco de servicios sexuales —lean el libro de Solano y verán—, la mayoría de ellos obviando la penetración. Esto, al margen, por ejemplo, de las ayumas, esas ancianas que se prostituyen en el parque de Jongmyo vendiendo la bebida energética Bacchus, contraseña que indica su disponibilidad.

Las prostitutas atesoran significativas claves de las dinámicas seulitas. Ellas fueron las primeras en redondearse los ojos para satisfacer las preferencias de los soldados estadounidenses acantonados en la ciudad, quienes a su vez, entre los años 60 y 70, contribuyeron a anclar la afición por el pop y el rock acudiendo a los locales de Itaewon donde chavales coreanos se habían empezado a sacar una pasta explorando esas músicas occidentales que entretenían a las tropas. Itaewon es el gran punto de encuentro internacional, el barrio donde coinciden emigrantes bielorrusos con etíopes, rapados militares americanos con rockeros indígenas desgreñados; donde hay chicas que enseñan los hombros —«¡cómo ha cambiado esto!», dice Ih-joon Chang, todavía en la treintena-, y locales obviamente gays y de rollo fácil que se alinean en las cuestas anexas a la que deriva en la gran mezquita de la ciudad, no tan lejos de la colina donde la familia propietaria de Samsung posee su mansión.

Además del cosmopolitismo bonvivant y el notable número de embajadas, a Itaewon la determina el larguísimo muro que blinda al cuartel general del ejército USA, empotrado en el meollo urbano. Un muro decisivo para intuir mejor el carácter de una ciudad, un país que, si bien relativiza las habituales amenazas del vecino del norte —«No hacemos mucho caso»; «Habrá un tres o un cinco por ciento de posibilidades de que alguna vez pase algo a gran escala»; «En marzo, cuando el ejército americano sale de maniobras, los del norte se ponen nerviosos y empieza el show. Para nosotros, sus amenazas quieren decir que ha llegado la primavera»; «La tensión desaparece cuando te acostumbras a ella»—, lo cierto es que periódicamente debe afrontar un capítulo agresivo, incluso con víctimas mortales. Por ejemplo, un día antes de la final del Mundial celebrado entre Japón y Corea, un rifirrafe en el mar Amarillo costó la vida a cuatro coreanos del sur y trece del norte.

La última tragedia ocurrió en 2015, cuando dos soldados que inspeccionaban las vallas en el interior de la DMZ perdieron las piernas al explotar una mina colocada, aseguran los militares del Sur, por un comando norcoreano. Desde el Norte respondieron que esa mina estaba ahí desde antes de la guerra.

La guardia, en fin, continúa alta. Corea del Sur aprieta los dientes para no empeorar la relación con los vecinos comunistas pero sí se permite socavar su ánimo desplazando gigantescos paneles de altavoces rodantes hasta puntos fronterizos. Allí, con los centinelas del norte a tiro, la soldadesca capitalista pincha los temas más festivamente pop del mercado convencida de que al otro lado de las vallas hay gente que rabia y sufre ante la nueva insinuación de que en el sur se vive mejor.


Fotografías de Carles Mercader