Tercera Guerra Mundial. Los supervivientes humanos deambulan, perdidos, por búnkeres subterráneos de Pekín. No pueden salir al exterior y se comunican a través de pantallas. Hubo un tiempo, más o menos lejano, donde los humanos vivían en un lugar parecido a la Tierra.

Podría ser un resumen mínimo de Los huérfanos, la tercera novela del escritor y ensayista Jorge Carrión (Tarragona, 1976). Es la segunda obra de su trilogía Las huellas que empezó en 2010 con Los muertos y que acabará en 2015 con Los turistas. Altaïr Magazine conversa con Carrión, pero no para comentar sus últimas creaciones literarias, sino para compartir una de sus grandes pasiones: las librerías.


Librerías, el libro que le valió a Jorge Carrión ser finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2013, recupera la fe perdida en el ensayo con una propuesta histórica, lúdica e inteligente sobre el hogar del libro por antonomasia. Una obra que rompe y a la vez venera la idea esteticista de los espacios donde el hecho literario cobra vida.

Casualidad o no, mi encuentro con Jorge Carrión ocurrió poco tiempo antes de un viaje a Colombia. En esa ocasión, en el patio del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, se me ocurrió preguntarle:

Y de todas las librerías de Bogotá, ¿cuál me recomiendas?

La Merlíndijo, sin pensarlo demasiado. Es magnífica.

En vano busqué una referencia a la librería bogotana (situada en la carrera 8A # 15-70) por todo el ensayo. En el viaje propuesto, el autor visita otros de los templos librescos de la capital colombiana (Casa Tomada, por ejemplo), pero se salta la Merlín, quiero pensar que en un intento de conservar algunos de sus refugios literarios a salvo de los ojos del gran público. Y allí llegué, atravesando calles en las que el best-seller pirata y los cánticos de los vendedores ambulantes («¡A la orden mi niña, a la orden!») eran los protagonistas. La Merlín aparece como una cueva en la que los libros se apilan en desorden desde el piso hasta el techo. Escaleras arriba se erigen las grandes salas del tesoro. Inmediatamente me decanto por la de la izquierda: literatura colombiana. Lo que andaba buscando.

Este no es el momento para divagar sobre las razones por las que un viajero cualquiera, digamos yo misma, decide abandonar un hogar seguro y unos templos cotidianos —Altaïr y La Central en Barcelona, a veces la Pròleg y la Laie, casi siempre las bibliotecas públicas— para lanzarse a la búsqueda de algo nuevo. Pero si tuviera que elegir solamente una, sería conocer de primera mano todos los autores y obras que por los flujos de información y de negocio, o por el lento viaje de la literatura por la psicogeografía de las ciudades, habitualmente nos están velados. Con la muerte de Gabriel García Márquez, durante un tiempo la literatura colombiana pasó a ocupar el primer plano en las mesas de novedades de las librerías de todo el mundo, pero incluso en los anaqueles de las más especializadas me costó encontrar algo más que el último de Santiago Gamboa o las novelas de Laura Restrepo. Estando aún en Barcelona, me inquietaba la infantil idea de que en Colombia, a lo mejor, no hubiese escritores. De ellos, ni rastro. Después comprendí que las librerías, como agente social, influyen sobre las tendencias, sobre las lecturas que pasarán o no pasarán a la posteridad y especialmente sobre los gustos populares de la gente que, en esta mal llamada crisis del papel, aún compra libros.

HABLANDO CON EL AUTOR: JORGE CARRIÓN

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Librerías

La lectura de Librerías, en este ambiente literario que de primeras me recibió en la capital bogotana, influyó notablemente en la idea que pude hacerme de la ciudad. Recorrí la Lerner y el Centro Cultural Gabriel García Márquez, que el mismo Carrión nombra y recorre en su ensayo. En una de estas librerías encontré incluso Librerías, y comparé mi propio ejemplar, repleto de notas y post-its de colores, con la portada de pureza intachable de la versión aún plastificada sobre la mesa de novedades. Mis propias lecturas le habían dado vida al texto. Carrión, de alguna manera, me había invitado a entrar en una dimensión del viaje hasta ahora desconocida. Entonces, saqué mi pasaporte invisible de librerías y estampé un primer sello en él. Mi periplo como metaviajera había comenzado.

«Metaviajero», dice Carrión, «es el viajero de nuestra época». Un viajero que «no va, sino que vuelve y escribe de lugares que conoce muy bien; que no descubre, sino que recubre, y que después de varios viajes escribe sobre lo que ya conoce, como Juan Goytisolo, como Noteboom, Martín Caparrós, Jordi Esteva o Rafael Argullol. Por otro lado es un viajero que va acompañado de lecturas y que va a perseguir fantasmas y rastros de otros viajeros. Es consciente de que no es el primero que llega, incluso puede que sea el último».

La escritura de estas líneas me ocurre en una religiosa habitación de hotel en un pequeño pueblo de los Andes llamado Jardín Antioquia. Armada con un cuaderno de notas y mi ejemplar de Librerías salgo a la calle en busca del templo de cultura local. Lo único que encuentro es una biblioteca que comparte hogar con el Museo Clara Rojas Peláez. Pregunto a los paisanos por un lugar donde pueda comprar libros. «¿Libros, dice? Ay, noooo, aquí en Jardín no lo encuentra. Pues la biblioteca nomás.» Con un perico y un milhojas de arequipe en el Bar Chiquito me pregunto sobre esa relación intrínseca que existe desde siempre entre el hecho literario —el libro— y los espacios en los que se resuelve su contacto con los lectores. El ensayo de Carrión es explícito al respecto: lugares como la Shakespeare and Company, fundada en 1919 por Sylvia Beach en París, o la Librairie des Colonnes en Tánger, que permanece abierta desde 1949, no son solo lugares de culto donde el curioso y mitómano lector acude en busca de un contacto directo —y a la vez fantasmal— con los escenarios donde varios de los escritores más notables del siglo XX idearon sus obras. Además, estos templos al libro configuran lo que Carrión ha llamado un «topos literario» (y, con frecuencia, también cinematográfico) por su recurrente aparición en las obras de los autores y, por qué no, también por la mitificación, con la que estos lugares han degenerado en monumentos turísticos dignos de una visita y la consabida fotografía frente a sus puertas.

Si el mito, en lo que concierne a las librerías, ha convertido algunos de estos edificios en emblema, la literatura y la modernidad han transformado los enclaves donde se ubican en puros espejismos. Por nombrar solamente uno —en un ejercicio de elección propia— diremos París. Como cima de la cultura durante el último siglo, esquivando las siluetas de las prominentes Londres y Nueva York, esta ciudad ha devenido, en el imaginario colectivo de la mayor parte de las sociedades, una pintura, un retrato al óleo de un pasado estático que parece yacer bajo la imagen real de hoy día. Entre las anécdotas literarias que Carrión recoge en Librerías sobre el París-Mito, encontramos ésta: «Cuando llegó a la buhardilla de Marguerite Duras en 1974, Vila-Matas asistió a los últimos estertores de ese mundo, si no a las fotografías de su autopsia. Desde la madurez, el autor de Historia abreviada de la literatura portátil revisa su experiencia iniciática en París, en el París de sus mitos personales, como Hemingway, Guy Debord, Duras o Raymond Roussel, donde todo remite a un pasado de esplendor necesariamente perdido, que paradójicamente no pasa de moda. Porque cada generación revive en su juventud un cierto París, que sólo cuando uno envejece se va progresivamente desmitificando».

Estos templos al libro configuran lo que Carrión ha llamado un «topos literario», por su recurrente aparición en las obras de los autores y también por la mitificación, con la que estos lugares han degenerado en monumentos turísticos

Es fácil caer en el etnocentrismo cuando se habla de librerías, libros, cultura o modernidad. Todos estos términos han sido asociados a nivel simbólico con el estereotipo de la Vieja Europa, con lo grandes centros de producción cultural de Occidente. Sin embargo, en Librerías, el viaje que se nos propone tiene horizontes más amplios. Es el de «leer la literatura como un río y como un mapa», tomándole prestada la cita al crítico literario e historiador Enric Bou. De la suma de ambas coordenadas —río-tiempo y mapa-espacio— Carrión construye, a partir de las notas personales que reunió a lo largo de quince años, no solo una historia posible de decenas de librerías a través del mundo, sino también un acervo de definiciones y usos de estos espacios a través del tiempo. De la lucha política, de la resistencia, de las tertulias, de las librerías que se convirtieron en editorial, al libro como objeto de deseo y la librería como lugar de encuentro erótico; de las cadenas de bookstores y de la turistificación de algunos de esos espacio mitológicos a la librería que, como un cenáculo, reúne y acoge a los hijos del dogma (o de la literatura, en este caso). De la librería íntima, por último, a la siempre velada figura del librero, aquel que elimina el polvo «con la intención de recordar el lugar exacto en que se encuentra cada uno de esos volúmenes raros, minoritarios, artesanales, pasados de moda» y que se convierte para el lector la mayoría de veces en «médico, farmacéutico, psicológo. O barman».

Porque si Rayuela se convirtió para algunos editores con buen olfato para el negocio en una guía alternativa de París, Librerías es para el amante del hecho literario en todas sus formas —de la búsqueda del próximo ejemplar que espera escondido entre anaqueles, de la lectura, de la relación con el librero que hace las veces de oráculo, de la anotación de los extractos más lúcidos para la posterior reflexión propia, e incluso del lugar que ocupa en la librería personal dicho ejemplar o del recelo a prestar uno de estos objetos de adoración y magia a algún amigo— un fenómeno de ruptura en el que los mapas se dibujan esta vez con las fronteras simbólicas de lo que representa una librería para cada lector que la visita. Todos los que amamos la literatura y nos relacionamos con las librerías de forma ritual encontraremos en este ensayo la obra que nosotros mismos quisiéramos haber escrito. Le cedo la palabra a Carrión, para terminar: «centros periféricos y periferias centrales, fronteras abolidas, traducciones, cambios de ciudad, saltos cuánticos, interacciones transculturales: bienvenidos a cualquier librería»