Ser portero de fútbol no es fácil. Siempre expuesto a la burla, al error definitivo; siempre solo, a ochenta, noventa metros de los festejos de tus compañeros; siempre tenso, atento a ese balón que busca hundirte y que no sabes ni cuándo ni desde dónde vendrá. Ser portero de fútbol es duro. Defender la portería de un equipo que recibe, de media, una docena de disparos a puerta por partido, lo es aún más. Tener que hacerlo llevando un gorro blanco de lana, pompón incluido, raya el masoquismo.

Jens Martin Knudsen (Runavík, 1967) se lo toma con filosofía: «la clave es ser positivo», cuenta mientras abandona momentáneamente la fábrica pesquera que dirige en Strendur, a la otra orilla del fiordo que le vio nacer, para dirigirse al campo de fútbol local. Ya hace nueve años que colgó los guantes —o en su caso el gorro— pero los feroeses siguen honrándole allí dónde va. No es para menos después de 580 partidos disputados, 65 internacionalidades, cinco ligas, cuatro copas feroesas y seis premios de portero del año en 23 temporadas de carrera.

Knudsen forma parte de la generación de futbolistas amateurs autodidactas que protagonizaron la mayor gesta deportiva de la historia de las Islas Feroe, y que cambió la mentalidad de todo un país. El 12 de setiembre de 1990, en su primer partido oficial tras ser reconocida por la FIFA, la selección de un territorio habitado por 48.000 personas se enfrentaba a Austria, con una población de siete millones y medio de ciudadanos y con un Toni Polster en estado de gracia. Por aquél entonces, todos los campos de fútbol en las Feroe eran de grava, por lo que el partido tuvo que jugarse en Suecia. Los aficionados feroeses que viajaron a Landskrona lo hacían —según decía un popular chiste— para ayudar al árbitro a contar los goles que encajaría su equipo. Pero sucedió lo inimaginable: un gol de Torkil Nielsen bastó para poner a las Feroe en el mapa. El panorama futbolístico quedó impresionado por semejante hazaña, y por aquél personaje simpático con gorro que desbarató todas las oportunidades austríacas.

Los feroeses celebraron la victoria ante Austria por todo lo alto.

Como futbolista, Knudsen era extraordinario. En el sentido más puro de la palabra: estaba fuera de lo ordinario. Lo era, lógicamente, por ser el único en llevar un gorro de lana durante los partidos. Pero el adjetivo le define por muchas razones más. De hecho, puede que el gorro sea lo de menos, una simple anécdota. Se lo puso para contentar a su madre y a su médico después de que un choque con otro jugador le mandara al hospital a la edad de 14 años. Su incidente fue parecido al que sufrió el guardameta checo Petr Cech en 2006. ¿La diferencia? Cech jugaba en el Chelsea, y Adidas le diseñó un casco especial, a medida, por acuerdos de patrocinio. El gorro de Knudsen también era Adidas; se lo compró él mismo en una tienda feroesa. Le ponía siempre cinta adhesiva blanca para tapar la marca, y a jugar. El marketing llegó demasiado tarde para Jens Martin.

Mientras intentan acercarse al potencial de sus vecinos, los feroeses sienten suyos los triunfos del fútbol nórdico

Knudsen era diferente. Entre los 14 y los 17 años ganó los campeonatos de gimnástica de las Feroe, hasta que en la edición de 1984 fue el único en presentarse y decidió dejarlo. Se pasó al balonmano, el deporte más popular entonces en el país, para convertirse en el portero de la selección nacional sub-19. Pero su ídolo no jugaba en pabellones, ni sobre parquet. Se llamaba Sufus Hansen, defendía la portería del club de fútbol de su pueblo, el NSÍ Runavík, se tiraba sobre grava y jugaba con unos tejanos azules descoloridos. A los 18 años, Knudsen tuvo que decidirse definitivamente por un deporte, y optó por el fútbol: «El reto era mayor», recuerda. Vaya si lo era.

 

Knudsen fue un pionero, uno de los principales artífices de la profesionalización y la popularización del fútbol feroés. Pronto se dio cuenta de la diferencia de actitud que existía entre él y el resto de sus compañeros, para quiénes el fútbol era sólo un hobby. Él veía un futuro dónde todo el mundo sólo veía una distracción. Mientras otros se ausentaban de los entrenamientos, Knudsen se ejercitaba fuera de horas por su cuenta. Cuando a la edad de 22 años le llamaron desde el Frederiskshavn danés, no se lo pensó dos veces: se convirtió así en uno de los primeros feroeses que emigraba del país para convertirse en futbolista profesional. Diez meses después llegaría aquella noche mágica ante Austria. Aunque el cuento de hadas de Landskrona no tuvo continuidad.

Tuvieron que pasar cuatro años, 22 partidos y 86 goles en contra (casi cuatro de media) para que las Feroe volvieran a celebrar una victoria internacional —algunos prefieren obviar que fue ante San Marino—. Ante semejantes datos, cualquiera puede compadecerse de los jugadores feroeses, y especialmente de su portero. Pero Knudsen planteaba cada encuentro internacional a su manera: como guardameta de un equipo infinitamente inferior, él era, de los 22 futbolistas sobre el terreno de juego, el que recibiría más atención. «Sabía que tenía muchos números de ser el mejor de la noche, si estaba concentrado». Para los registros históricos quedarán los ocho goles que le marcó Yugoslavia, o los siete de Rumanía; en la mente de Knudsen, y puede que en la de algunos de los aficionados presentes en el estadio, quedarán las numerosas paradas que evitaron un resultado más abultado.

Puede que el gorro sea lo de menos, una simple anécdota. Se lo puso para contentar a su madre y a su médico después de que un choque con otro jugador le mandara al hospital con 14 años

Con el paso de los años creció el interés de las Islas Feroe por el fútbol y las inversiones en instalaciones de césped artificial. Creció el número de clubs, de futbolistas profesionales y de entrenadores cualificados. El propio Knudsen, tras retirarse del combinado nacional en 2006, se convirtió en asistente técnico de la selección, además de entrenar al equipo sub-18 del club de su pueblo, el NSÍ. Las goleadas encajadas por las Feroe fueron reduciéndose paulatinamente y las alegrías se volvieron cada vez más habituales. En 2008, Austria volvió al territorio maldito. En un gesto de superstición, Knudsen trajo su célebre gorro al estadio: los feroeses volvieron a sacarle los colores a los austríacos con un empate a uno. Un año antes, ante Francia, el estadio Tórsvollur de Tórshavn concentró a 8.100 espectadores: el 17% del total de la población de las Islas Feroe presenció el partido in situ.

El fútbol se ha convertido en el deporte más seguido en las Feroe. (Ólavur Frederiksen).

La evolución del fútbol feroés ha llegado a un nivel jamás imaginado por sus pioneros: «Ahora estamos al mismo nivel físico que las otras selecciones, y tenemos la ratio más alta de entrenadores cualificados por jugador de toda Europa», dice orgulloso Knudsen. Las Feroe pueden mirar ahora por encima del hombro a otras microselecciones como Andorra, San Marino, Luxemburgo, Liechtenstein o Malta. «Nuestro objetivo es acercarnos cada vez más a países como Islandia», comenta el día después que los islandeses hayan eliminado a Inglaterra en octavos de final de la Eurocopa. La ambición de este hombre no tiene límites.

Mientras intentan acercarse al potencial de sus vecinos, los feroeses sienten suyos los triunfos del fútbol nórdico. Es una concepción de la rivalidad con los países cercanos a nivel geográfico difícilmente equiparable en otras regiones del mundo. «Unas veces animamos a Suecia, otras a Noruega, dependiendo de la generación de jugadores que tenga. Este verano nos ha tocado ser islandeses», comenta. Es la explicación a la multitud de feroeses que llenó la plaza más céntrica de la capital para ser testigos, pantalla gigante mediante, de la gesta islandesa ante la todopoderosa Inglaterra.

Los ojos de Knudsen se iluminan al vaticinar el futuro brillante que, según cuenta, le espera al fútbol feroés. Habla orgulloso, sabedor del grado de importancia que sus paradas y sus decisiones tuvieron en la evolución de su deporte favorito en su país. Ese gorro de lana blanco, con pompón incluido, que ahora descansa en el museo de la FIFA en Zúrich, fue el complemento que le hizo célebre; pero fue gracias a lo que había debajo, su cabeza, por lo que Jens Martin Knudsen se convirtió en leyenda.

 


Fotografías incluidas en el libro The bobble hat goalkeeper (Sprotin, 2012) de Uni Holm Johannesen