Manuela estaba recostada sobre la hierba, observando el mar de forma indiferente, mientras las gaviotas revoloteaban alrededor de los pesqueros que volvían a los puertos de Portonovo y Bueu. La fina capa de humedad que la noche había dejado sobre el prado parecía no molestarle en absoluto; todo lo contrarío: de vez en cuando Manuela se levantaba, daba unos pasos, y volvía a dejarse caer sobre la alfombra verde que cubría la loma.
El día prometía ser cálido: unas pocas nubes surcaban el cielo, en el este, teñidas de naranja. Por lo demás, el cielo estaba completamente despejado, formado por una mezcla de negro y azul que poco a poco se iría aclarando con los rayos del sol, hasta volverse de un azul ligero y brillante.
La primavera había llegado de lleno a la isla; los días eran largos y Manuela estaba acostumbrada a pasar largas horas al aire libre, algunas veces sola, otras en compañía. Los campos estaban cubiertos de hierba y de flores silvestres, y las molestas lluvias del invierno...


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