A mi padre le debo la facilidad para cagar en cualquier sitio, por silvestre, incómodo, cochambroso o indiscreto que sea.
En la casa de campo que construyó cuando yo era una preadolescente, se propuso prescindir de fosa séptica por contaminante y, mientras proyectaba un baño exterior de madera, bajábamos cerca del arroyito y nos acuclillábamos sobre el hoyo para el compostaje. En caso de urgencia o de apretón nocturno, usábamos un orinal blanquiazul de acero esmaltado. Entonces me horrorizaba, ahora me da cierto orgullo.
A mi madre le debo el gusto por la lectura, la escritura y los viajes. Mi padre, en cambio, no consiguió interesarme por las distintas especies de árboles autóctonos y de malas hierbas. No sabía entonces, como cuenta la escritora y veterinaria de campo María Sánchez en Tierra de Mujeres, que la primera acepción de cultura es «cultivo, de la tierra».
Si le hubiera prestado más atención, ahora podría distinguir a qué especie pertenecen los tres arbolitos preciosos ...


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