Sé que nadie me quiere por cabrón. Pero soy un cabrón sensible. Y aunque les cueste creerlo, en ocasiones he querido hacer las cosas bien. Pero siempre que un hombre desea enderezar su destino aparece un teibol para conducirlo por el camino del mal. Me encontraba en Monterrey. Y en dicha ciudad está uno de mis lugares favoritos del mundo: El Matehuala. La capital del table dance del noreste de México. Visitar Monterrey y no pisar El Mate es como ir al Vaticano y no besarle la mano al Papa. Meses atrás habría acampado sin miramientos en la pista con una cubeta de Indio. Pero trataba de enmendarme. Tenía morra. Presumo que me quería. Sí, a este cabrón que nadie quiere. Y ese día era su cumple. Mi plan consistía en comer en La Nacional y después treparme a un autobús que me llevara a Torreón, para asistir a la fiesta de cumpleaños de mi chica.

Sufro de un mal extremo, soy incapaz de negarme a acudir a un teibol. Un par de compas me rogaron, literal, para que  los acompañara a uno. Te mamas un par de chelas, pides un taxi, pasas por tus chivas al hotel y te tiendes hacia la central camionera. El plan sonaba bastante inofensivo. Honestamente, no se me antojaba. Mi corazón me dictaba otra cosa. Pero me derrotó el mal consejo. Total, qué podía pasar. Estaba convencido de que no me dejaría tentar. Podía huir a medio cubetazo. La clásica voy al baño (desaparezca aquí). Salí de La Nacional embarazado de mollejas, atropellado y chicharrón de Rib Eye. No es el mejor estado para entrar al teibol, de acuerdo, pero la necedad es como el deporte. Siempre hay que exigirle más al cuerpo. Llevarlo a sus límites. 

Dios estaba de mi lado. Caminé por Madero acompañado por dos matalotes, cuya identidad protegeré para no afectarlos en su relación sentimental, pero por no dejar agregaré que me sacan más de quince centímetros de altura y como cuarenta y cinco de cintura. A unas calles divisamos el letrero del Mango, nuestra primera parada.

Existió un tiempo en que la sola mención de Monterrey me inducía visiones. Cada vez que yo escuchaba a alguien pronunciarlo me veía a mi mismo sentado en la pista del Infinito con los billetes apretujados en ambas manos, algunos cayéndoseme al piso, con una morra encajada en mis piernas. Ocurrió durante la era paleolítica. Traducción: antes de la guerra vs el narco. Cuando MonteHell era el paraíso de la tabla. El Infinito siempre fue mi animal de poder. Mi animal fantástico. Pero tenía mi puti tour. Entre mis preferidos también destacaba el Givenchy. Qué tiempos Señor del Rincón. Mi juventud la repartí entre la lectura y el deambulaje por la calle Villagrán. Cómo extraño ese Monterrey.

En el Mango nos aplastamos alejados del tubo. Pero así nos hubiéramos sentado en la pista estaba a salvo. Nada me quebraría. Era un hombre enamorado. Los dos matalotes se sentaron viejas en las piernas. Típico. Cuándo se ha visto que la vaca no lama el terrón de sal. Entonces comenzó el desfile de gordas. Con todo respeto, pero qué gachas estaba las bailarinas en el Mango. Mejor para mí, así me mantendría a salvo. Me mandaban una, otra, y otra, y otra, y a todas, caballeroso, las mandé de papirrol. No sólo estaba decidido a largarme en unos minutos, sino que mi propósito era no gastar un solo peso en carne. Sólo en chelas. Pa que me arrullaran y jetearme en el bus.

Comencé a bostezar de aburrimiento. Los matalotes intentaron disuadirme. «Siéntate una morra». Pero no cedí. Era una película que me sabía de memoria. Pagarle tragos caros a teiborucas sedientas. No miento, en compañía de El Cabrito, Luis Valdés, recorrí todos los teiboles de la ciudad. Desde el más cutre al más caro. Desde El Rancho Loco, donde vi por primera vez el show de sexo en vivo, hasta el Poison o el Obsession. Ese Carlos ya quedó atrás, me dije sereno mientras le daba un trago a mi cerveza. Me perfilaba para abandonar la expedición. Los matalotes se percataron, así que hicieron un movimiento, que considerado a la distancia considero que fue maestro. Soltaron la combinación de la caja fuerte. «Vamos al Matehuala». Chíngales. El culo se me hizo chiquito y tragué saliva. El Mate es uno de los antros sobrevivientes de aquel Monterrey que me conquistó. Se me removieron las tripas. Y por supuesto me negué.

Dicen que no existe mejor ablandador de carne que el alcohol, creo que es cierto porque acepté ir al Mate. Yo me consideraba un hombre íntegro. Y era sin duda una prueba de fuego. Si en el Mango me mantuve firme, ¿qué me impedía repetir la hazaña en el Mate? Caminamos hasta Bernardo Reyes. En secreto albergaba la esperanza de que estuviera clausurado. Cada rato lo clausuran. Por todo tipo de pedos. Y a güevo, por asuntos relacionados con la violencia. Porque madrearon a un güey, porque balacearon a otro. En 2012 masacraron a nueve. Y desde ese atentado muchos de mis compas dejaron de acudir. Yo también. Pero la calentura es más poderosa que el miedo. Sabiendo lo peligroso que resulta, un día volví. Qué sexual es exponerse ¿no? Pero a aquel día a nadie se nos ocurrió pensar en la seguridad.

En el Mate nos acomodamos en la pista principal. Se repitió la historia. Me quedé petrificado, dándole sorbitos a mi Indio bien caliente. Sí, guachaba al par de matalotes manoseando a una morra y a otra. Parecía un videojuego, se sentaban a una y a otra. Se largaban al privado con una y otra. Y la padecía, pero poquito. Sabía la recompensa que me esperaba en casa. Una novia bien riqui ricón. Que no le pedía nada a ninguna de las teiboleras del Mate. Y como si la hubiera invocado, madres, sonó mi celular. Salí corriendo a la calle a contestar. «Hola, Chiqui Baby, sí, ya acabé, me estoy despidiendo. Un par de chelas más y me trepo al bus. Claro, que yes. Cómo crees que no voy a ir a tu cumple. Llegaré a tiempo. Antes de que empiece a tocar el conjunto norteño».

Me arrané en mi silla y e informé a Matalote 1, «ya me voy, güey», matalote 2 andaba en un privado. «Ay me despides de aquel». «Oh, pérate tantito pinche Marrana. Aviéntate de jodido un privadito. Yo te lo picho. Están dos rolas por cincuenta varos». «Ni madre, respondí». Me puse de pie y entonces subió a la pista la güera operada. ¡Santo Guacamole! Fue como ver la imagen de la virgen en una tamal de rojo. Sus tetas me recordaron al Hombre Elástico (Strech Armstrong). Un juguete que tuve de morro. Un hombre en calzones que podías estirar hasta lo indecible. Qué tubo, yoga, ni que la chingada. Ese cabrón sí podía contorsionarse. Recordé entonces una frase de Lou Reed: «Aprende a amar el plástico». Pinche Lou, con esa frase me jodió la vida. Entonces valió madre todo. «Tengo que tocar esas tetas», pronuncié en voz alta. Necesitaba que mis manos hicieran contacto con esa textura. 

Nunca he sido fan de las chichotas de utilería, pero aquello no se debía a la calentura. Era por pura nostalgia. «Pst pst, cuando acabe esa morra de bailar me la traís», le dije al mesero mientras le untaba uno de a cincuenta en la bolsa de la camisa. La mona se contorsionó por dos rolas. Guaché embelesado sus tetas. Y comencé a pensar en el fomi que usa mi hija para los trabajos escolares. No no no, no pienses en eso, Carlos, me dije. Y mi mente regresó al Hombre Elástico. Neta parecía que habían destripado el mono para hacerle las tetas a la vieja. He visto miles de chichis operadas, ya casi todas las morras del Mate están cirujeadas, pero nunca había unas como las de la güera. Me comenzaron a sudar las manos. Pedí otro cubetazo. Era oficial. Había caído en la trampa. Pinches matalotes. Apagué mi celular.

La güera strech se me montó a horcajadas. Empecé a masajearle las tetas. Me sentía cirujano plástico. Era un asunto más científico que erótico. Pidió una bebida y se la bebió en menos de dos minutos. Luego otra. ¿Se le estirarán como al muñeco?, me preguntaba. Me sacó del embeleso con una petición. «Vamos al privado». «No, pérate, mija», me defendí. Tas viendo que el niño es puto y le pones peluca. Continuaba en mis auscultaciones. Lo acepto. Me causaba un inmenso placer. Por unos instantes volví a ser el niño que estiraba al Hombre Elástico. También tuve al enemigo, el Monstruo Elástico. Un pandroso parecido al monstruo de la laguna verde que también se estiraba. Y recordé también al Hulk que tuve. Uno que con una bombita que echaba aire se le inflaba el pecho y desgarraba su camisa. Ya saben, los privilegios de tener un padre fayuquero.

Como ven, era más cuestión de nostalgia que de sexo. Ni el pito parado traía. ¿Qué hicieran ustedes si un juguete les hablara? Como Ted, el Oso que cobró vida para convertirse en compañero de juegos de su dueño. «Vamos al privado» se volvió una petición del Hombre Elástico. No le pude decir que no. La güera y yo bajamos unas escaleras. Pagué un par de privados por adelantado y nos metimos en un cubículo diminuto. Sólo había una silla. La morra se desnudó y se me montó encima. «Vamos a coger», me ordenó. «No traigo condones», respondí. Y sacó uno no sé de dónde, abrió el empaque con los dientes e intentó ponérmelo. «Aguarda, aguarda» le dije. «No, no puedo. Tengo novia». Soltó una carcajada y se puso de pie. «Tiempo», gritó uno de los guarros y subimos las escaleras.

Los matalotes no estaban en sus lugares. Andan abajo, me chismeó un mesero. Salí del Mate y prendí mi celular. Usted tiene un mensaje de buzón. «Mi amor, dónde estás. Te marco y me manda a buzón. Seguro porque vienes en camino y no hay señal. Te estamos esperando. Ya comenzó el festejo». Verga. Lo volví a apagar y retaché al Mteibol. Las tetas operadas me despertaron la sed de más. Vi a una morena en la pista buenísima. Y también cirujeada. «Mesero, cuando acabe, échamela para acá». «Si la armo —me dije—  todavía hasta alcanzo a ir por el regalo. Y si llego con mariachis se me va a perdonar la tardanza. Con eso desarmo a todos. A mi vieja y a los criticones de mis suegros». Llegó la morena y me perdí otra vez en las llanuras de silicón.

«Vamos al privado». «Fries», le respondí. Bajando las escaleras me topé a Matalote 1. «No que no, cabrón». «Cállate el pinche hocico». Todo se complicó en el cubículo. Es un decir. Porque era un pinche cuartito improvisado que delimitaba a derecha e izquierda por unas sábanas que fingías ser unas cortinas, y al fondo por el muro. Y al frente nada. Podías ver al paise de enfrente batallando para que se le parara. Se complicó porque yo le dije a la morra que no iba a coger. «Pero mi rey, sólo así me sale, los privados no son ganancia. Eso es pal lugar. Pero si cojo el dinero es para mí». «Mira,  —le expliqué— «mi morra me está esperando. Estoy chido con ella y no quiero cagarla». «Pues por la boca no es infidelidad», me dijo. Y me la comenzó a mamar.

No sé por qué Dios no me otorgó la habilidad de venirme de pie. Pinche desconsiderado. La morra traía unos taconzotes y no quería estar en cuclillas. Así que se aplastó en la silla. Me la sopló como cuatro rolas y nada. «Ya me cansé», chilló. «Ay muere —le dije— no vamos a completar la misión». Y subimos hacia el congal. Los matalotes se estaban tomando un descanso. «Quióbo, güey, te hacíamos en la central». Pinches mal amigos. Burlándose. Estaba en peligro mi relación. Hacía siglos que nadie quería andar conmigo por cabrón. «Saben qué, putos, ya me voy», dije y me puse de pie. Y valiendo verga y llamando al Santo. Se subió a la pista una mujer, uff, que tenía unas tetas bien lindas, y no estaban operadas. Eran naturalitas. Cómo lo sé. Ya soy un experto. He magrado tanta tecla cirujeada que las distingo a varios kilómetros.

«Ya me largo, puños, pero antes, me voy a sentar un ratito a esa nenorra». En lo que terminaba de bailar salí a la calle. Prendí mi celular. Usted tiene un mensaje en el buzón. «Amor, dónde estás, sí vas a llegar, ¿verdad? Mira, Carlos Manuel, si no te apareces en mi fiesta olvídate de mí. Hasta aquí la dejamos. Seguro andas en un putero. Pobre de ti que no vengas». De lo perdido lo hallado. «Orita me la contento», me dije. Le marqué y chíngales se me descargó el puto teléfono. Fuck. «Préstame tu fon», le dije a Matalote 1. «Le tengo que hablar a mi vieja». En eso llegó la bailarina y me escuchó. «Vas a pedir permiso, tan grandecito que te ves». Destapé una cheve, me la trepé en las piernas y procedí a babeale las teclas.

Vamos al privado. «Oh, chingao, no sé que tengo que a todas se les antoja meterse al privado conmigo», le dije. Me pasa lo mismo con las morras que ando. Primero no quieren nada serio y pasado un chico rato empiezan a joderme con que quiere que les haga un hijo. «Tas feo pero seguro tienes buenos genes», me dijo. «Las mujeres olemos eso». Y que nos vamos al privado. Y lo que no consiguió el plástico lo obtuvo la carne: mi semen. Cogimos como por veinticuatro canciones hasta que me vine. Cuatro condones después me dijo: «eres un pinche burgués». «¿Moi?». «Eres de los que no te vienes si no es en una cama». «He cogido en la calle», me defendí. «Pos nomás por farol», me dijo. «Pero seguro ni lo disfrutas». Y me acordé de la ocasión en que cogí de pie en una cochera a un lado de la Pirámide. Era cierto, no fue memorable. No fue como retar al peligro. Ni la posibilidad de que me atrapara la poli logró excitarme.

«¿Te confieso algo?» consulté. «A ver», me dijo. «Mi novia me está esperando. Hoy es su cumpleaños. Y no voy a llegar a la fiesta». «Ah, por eso no podías venirte».«Tiempo», gritaron y volví a subir las escaleras. Las había subido más de doce veces en la noche. «Pidan otra cubeta», le espeté a los matalotes. «Me voy hasta mañana». «No, carnal», me dijo uno bien preocupado. «Tu vieja te va a mandar a la chingada. Vamos a llevarte a la central». Y onque la oferta era tentadora, ya no llegaba. Saldría más caro el caldo que las albóndigas. Aparecer a las cinco de la madrugada, bien pedo y oliendo a teibol no era negocio. «Pensaste que ibas a salir ileso del Mate ¿no?, marranita», me dijo Matalote 2. Fui al baño y revisé mi cartera. Me había gastado 2800 pesos en dos horas y media. Me dolió, pero no tanto como que había vuelto a la friendzone. No me lo perdonarían. Pinche Lili Ledy por su culpa le fallé a mi novia.

 


Imagen de cabecera, California Cow