Esto ocurrió antes de que Hugo Chávez muriera.

Las cosas en Venezuela no habían llegado todavía a convertirse en el trágico simulacro que son hoy en día, pero las circunstancias se desplazaban a toda velocidad hacia el desastre. Podía apreciarse a simple vista.

Caracas me había parecido, nada más llegar, una mole contrahecha y gris, agigantada como un mal presagio. Pasadas las colinas cubiertas de chabolas que flanquean la autopista que lleva a la ciudad, los sucios rascacielos que crecen entre las veloces rondas de circunvalación, apelotonados hasta formar una réplica irreverente al majestuoso Monte Ávila, eran un recordatorio atrofiado de lo que debieron ser los ya remotos años de bienestar económico. No tuve que esforzarme demasiado para entender que los tiempos de gloria de Caracas eran, a esas alturas, poco menos que un ensueño que nadie estaba en disposición de rescatar.

Durante mis días en la ciudad, por otra parte, me hablaron de las espeluznantes cifras de muertos durante los fines de semana, dándome a entender que, a pesar de lo que pudiera parecer, en realidad nos encontrábamos en una zona de guerra. Todos aquellos con lo que entablé relación a lo largo de mi estancia habían vivido directa o indirectamente las consecuencias de la violencia. Conocí al menos a seis personas que habían sido víctimas de robos, a punta de pistola o machete en mano, en los que habían temido por su vida. Dos de ellas, de hecho, habían sido secuestradas en busca de un rescate exprés y habían logrado salvar el pellejo de milagro, pues fueron abandonadas en medio de una de esas zonas suburbanas ajenas a cualquier ley establecida que allí denominan, curiosamente, «barrios».

Sin embargo, la gente seguía viviendo en aquella ciudad abominable. No solo se enamoraban o trabajaban o estudiaban en la universidad, adaptándose a todo tipo de restricciones y amenazas. Me sorprendía mucho más que aún siguiese importándoles comprarse teléfonos móviles de última generación o hacerse implantes mamarios. Ambas cosas podían conllevar una muerte absurda junto a un semáforo o en un descampado. Porque un móvil o unas tetas nuevas implicaban, a ojos de los malandros, un estatus social fatalmente envidiable; a pesar de tratarse de una situación por completo adulterada en la absoluta mayoría de los casos, sostenida en créditos asfixiantes incluso para asuntos de tan escasa relevancia.

En pocas palabras, los caraqueños de a pie, entre los que podría haberme contado de vivir allí, me habían parecido mártires, más que héroes, de una guerra que nadie tenía la confirmación de estar librando. Aunque lo más angustiante, por lo que pude entender, era que día tras día aparecían nuevos indicios que llevaban a suponer que el tiempo por venir no iba a ser mejor.

Por todas esas razones, no pude evitar sentirme aliviado aquella mañana al llegar al aeropuerto Maiquetía Simón Bolívar. Me esperaba allí un moderno y confortable aparato de la compañía Lufthansa que pocas horas después habría de llevarme de vuelta a Europa; a Frankfurt concretamente, camino de Barcelona.

Eso no quiere decir que no hubiese estado a gusto durante mi estancia en Caracas, que no hubiese pasado buenos momentos dignos de ser recordados. Después de todo, me había dedicado básicamente a no hacer nada, a reponerme de los atribulados días que pasé en la Mérida andina, invitado a un estrambótico congreso literario. Había compartido mi tiempo con buenos amigos, entre ellos los que se habían ofrecido amablemente a alojarme en su apartamento de la capital, e incluso había disfrutado de varias de esas situaciones inesperadas que pueden llevar a que te sientas, debido a una afortunada alineación de elementos singulares, como la estrella invitada de una teleserie de éxito.

Así pues, además de la sensación de fracaso y peligro y desasosiego que parecía haberse pegado a mi piel como una lámina de sudor, me llevaba conmigo un buen puñado de recuerdos; así como el CD de Jorge Drexler que me había regalado mi anfitriona y todos los inservibles bolívares que no había podido cambiar debido a las restricciones gubernamentales.

La cola de facturación de equipajes, formada por una variopinta e inquieta mezcolanza de viajeros, avanzaba con una lentitud todavía no excesivamente desesperante. La gente hablaba en un tono algo más alto de lo que marcan las buenas formas, al menos al otro lado del Atlántico. Había risotadas y disputas lingüísticas y gestos ampulosos. Pero todo cambió de golpe cuando apareció por allí un joven cadete del ejército venezolano. Se acabó la diversión, pareció proclamar con sus maneras de matón caribeño uniformado.

Empezó a recorrer la cola desde el final, en dirección a los mostradores de las compañías aéreas, exigiéndonos los pasaportes a todos los que esperábamos pacientemente. Nunca había visto algo así. Nunca me habían pedido el pasaporte en un lugar que no correspondiese y tampoco había visto nunca a miembros del ejército encargarse de la seguridad de un lugar de tránsito civil. 

Aquel cadete, en cualquier caso, parecía funcionar siguiendo sus propios designios: recorría la cola de facturación como podría haber estado haciendo otra cosa; revisando los maleteros de los autos aparcados en el exterior, por ejemplo. Sin duda se trataba de un protocolo establecido, pero no podía negarse que había en sus movimientos algo arbitrario. 

He llegado a la conclusión, debido a todo lo que experimenté a partir de ese momento en el aeropuerto de Caracas, que ese componente, el manejo consciente de la arbitrariedad, es un factor clave cuando se trata de ejercer el control sobre la población a través del miedo. 

Pero volvamos al cadete. Era mulato, espigado y fuerte, y se daba un aire a Limpio, el personaje que en Apocalyse Now interpreta un jovencísimo Lawrence Fishburne. Como a su obvia bisoñez le añadía un toque de agresiva y muy creíble indiferencia, no daban ganas de bromear con él. Al llegar a mi altura me limité a tenderle el pasaporte prescindiendo de hacer cualquier clase de comentario desenfadado; algo que suelo hacer en situaciones tensas. Me preguntó con estudiada seriedad, sin levantar la vista de la hoja de datos, por qué estaba en Venezuela. Le respondí que había acudido a un congreso literario en Mérida. Antes de devolverme el pasaporte alzó la cara, retrayendo ligeramente el cuello, y me miró como si le hubiese hablado de la cría de alguna clase de crustáceo exótico propio de las Islas Feroe. 

Al recuperar mi pasaporte fue cuando me fijé por primera vez en el hombre que tenía delante de mí en la cola de facturación.

Era un tipo más bien bajo, de cuerpo menudo aunque bien proporcionado. Debía de tener unos sesenta o sesenta y cinco años. Vestía un traje de dos piezas de color gris, elegante pero pasado de moda, de una tela demasiado gruesa para el clima venezolano. Sin embargo, parecía sentirse muy a gusto ataviado de ese modo. Tenía el pelo ondulado, prácticamente cano por completo, y peinado hacia atrás con una discreta severidad fruto de la costumbre. A pesar de las considerables entradas a ambos lados de la frente, su cabellera era recia; no había amenaza de calvicie. 

No sé por qué aquel hombre, entre todos los presentes, llamó mi atención. Tal vez porque al recoger su pasaporte de manos del cadete pude leer, casi sin proponérmelo, su nombre y sus apellidos. Se trataba de una ristra larga como una cola de facturación: Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Me fijé también en su nacionalidad: mexicano. 

El cadete siguió avanzando y no tardé en constatar una curiosa pauta que se repetía de manera sistemática: al pedirle el pasaporte a alguna joven más o menos atractiva, no se limitaba a hacerle las preguntas de rigor, intentaba entablar con ella una suerte de diálogo desenfadado. Se recostaba entonces en la barandilla metálica que delimitaba el sentido de la cola y, esforzándose por componer una sonrisa meliflua, le hacía preguntas del tipo: ¿Lo has pasado bien estos días en Caracas? Flirteaba descaradamente. Tal vez el cadete tuviese la ilusión de que aquel movimiento venía a ser un sustitutivo convincente de estar tomándose algo en la barra de un bar, pero sus interlocutoras, como es lógico y comprensible, no llegaban a librarse en ningún momento, a pesar de la forzada cortesía, de la tirantez y la incomodidad. De hecho, con su actitud y su gesto todas ellas parecían querer dar a entender lo mismo: aquí las cosas son lo que son, pero si pudiésemos vernos en la barra de un bar te despreciaríamos abiertamente.

No pude evitar realizar un comentario. No alcé mucho la voz, pero sí lo suficiente para que me escuchase mi compañero de cola. Dije: «Menuda jeta». A lo que añadí una sutil risotada entre dientes. Buscaba complicidad, está claro, algo a lo que aferrarme ante el desconcierto y, bueno, también ante la previsible oleada de aburrimiento que se extendía frente a nosotros.

El hombre de las entradas prominentes se volvió hacia mí. Al observar su rostro comprobé que me recordaba a varios personajes famosos, como si fuese el resultado de una extraña mezcla de rasgos. Tenía algo de Richard Nixon, pero también de David Lynch y de Gregory Peck e incluso de John Banville. Su mirada, sin embargo, transmitía perplejidad y un poco de inquietud, como si le hubiese pillado en falso. Lo primero que pensé fue que, al ser mexicano y de cierta edad, tal vez no había entendido la expresión que yo había utilizado; demasiado castiza a lo mejor. Por eso dije: «Vaya caradura, ¿eh?»

Él asintió, aunque no varió el gesto. Añadí: «Aprovecha su posición para intentar ligar con las chicas. Menudo fantoche». Mi compañero de cola miró entonces al cadete, ya a unos quince metros de distancia, y después volvió a mirarme. La perplejidad seguía ahí, en sus ojos, pero se esforzó por componer una sonrisa afirmativa. Ese fue el primer paso por su parte.

El tal Juan Rulfo se tomó unos segundos antes de responder. Se arregló la corbata y declamó, con un tono de voz bastante más grave de lo que yo esperaba: «Vine a Caracas porque me dijeron que acá vivía mi padre. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo».

Su manera de hablar era elegante, a pesar de que su acento era bastante marcado. Pero su perorata me sorprendió. Supongo que fui yo el que, a modo de respuesta, compuso en ese momento un gesto de perplejidad. Tal vez por eso prosiguió diciendo: «Nunca pensé en cumplir mi promesa. Hasta que ahora comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza. Por eso vine a Caracas».

Me fijé que llevaba una cámara fotográfica colgada al cuello. Era una cámara antigua, una Zeiss Ikon, telemétrica, de los años cincuenta, con carcasa negra y botones metálicos. «Qué cámara más guapa —le dije—. ¿Es usted fotógrafo?» Él hizo un gesto con la cabeza que denotaba timidez, como si pretendiese restarle importancia a cualquier ocupación que pudiese adjudicársele a su persona. Pero acabó diciendo: «Lo hice en un tiempo, sí. Me gustaba mucho la fotografía». 

Platicaba despacio, como si tuviese que fundir el metal de un nuevo lenguaje antes de expresar lo que quería expresar, por sencillo que en apariencia fuese el mensaje. Por eso pude fijarme en que torcía los labios al hablar, separando apenas los dientes, como si tuviese una llaga en el interior de la boca o le hubiesen anestesiado la encía poco antes y no hubiese pasado aun el efecto. Cuando callaba, daba la impresión de haberse quedado a medias, de querer decir algo más que no llegaba a formular. Sus frases quedaban así un poco colgadas de la nada, marcadas por la indefinición, dándole a su manera de hablar un suave toque infantil.

Permanecimos en silencio hasta facturar nuestras respectivas maletas, pero no nos separamos. Seguimos caminando juntos, en paralelo, sin decir palabra, hacia la aduana que llevaba a la zona internacional. Atravesamos una puerta y nos adentramos entonces en algo que, con el paso del tiempo, solo he podido definir como otro nivel de la existencia, una de esas zonas neutras, o muertas que diría Stephen King, donde las cosas guardan una significación autónoma y el tiempo parece desarrollarse siguiendo una lógica propia. 

Se trataba de una enorme sala presidida, en su justo centro, por los imponentes mostradores de inmigración. La sala, de techos muy altos, era completamente blanca, como debe de serlo el limbo, o tal vez incluso el infierno. Tenía una entrada, la que acabábamos de atravesar, y una única salida al otro extremo, a nuestra derecha, donde se entreveía, como si estuviese a una distancia planetaria, la actividad propia del Duty Free. Había soldados por todas partes, fuertemente armados. Empezó entonces un calvario kafkiano en el que, como le sucedió a Joseph K, iba a verme impelido a preguntarme a quién había ofendido yo aquella mañana para verme atrapado en semejante situación. 

He de confesar que en ese momento me gustó tener a mi lado al tal Juan Rulfo, aunque se tratase de un hombre recuperado de otra época, de pocas palabras y más bien enigmático e inasible.

«¿No oyes ladrar los perros?» me dijo de repente Rulfo, como si pretendiese confirmar mis pensamientos, señalando con el mentón hacia un grupo de soldados tras una cinta extensible. Los soldados, es cierto, tenían consigo, a sus pies, dos pastores alemanes, posiblemente entrenados para detectar drogas o explosivos, de gesto tan adusto como el de sus cuidadores. Pero los perros no habían ladrado en ningún momento. Se limitaban a permanecer hieráticos, como turbadoras figuras de porcelana a escala real, rígidos pero dispuestos a saltar disparados a la más mínima indicación. 

De nuevo estábamos detenidos en una cola, la que llevaba al primero de los escáneres para equipaje de mano. Estábamos todos un poco amontonados y no se veía qué ocurría más adelante. «Mira a ver si ya ves algo —me dijo Rulfo—. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo». «No veo nada», dije. «Peor para ti», me respondió él. Pronto se despejó ese fragmento de cola y logramos colocar nuestras bolsas y nuestros enseres personales en las bandejas de plástico que tenía que arrastrar la cinta transportadora. 

Sin saber por qué, empezó a sonar en mi cabeza un viejo tema de Giorgio Moroder, angustioso y triste, perteneciente a la banda sonora de una película de cuyo nombre no quería acordarme… por el momento.

La acumulación de gente sumida en un tenso silencio, el pausado ritmo de las columnas de viajeros, propio de animales sumisos y resignados camino de un final poco halagüeño, la presencia avasalladora de militares armados, a lo que había que sumar la música que sonaba en mi cabeza, me habían puesto nervioso. Así que mientras esperábamos nuestro turno frente a los respectivos mostradores de inmigración, me puse a hablar mecánicamente con la voluntad de detener la maquinaria de la ansiedad. Le relaté a Juan Rulfo, sin tomar apenas aliento en todo ese rato, un par de anécdotas que había vivido durante mi estancia en Caracas, un par de esas situaciones sobre las que antes comenté que podían hacerte sentir como la estrella invitada de una teleserie de éxito. La primera de ellas tuvo lugar en un apartamento de lujo en una de esas colonias para gente adinerada que ocupan la parte alta de la ciudad. Un amigo me había invitado a la fiesta de despedida del cónsul español en Caracas. Fue una fiesta tan estrambótica y surreal, con tantos invitados inverosímiles, entre ellos varios actores de culebrones, que llegué a sentirme como Peter Sellers en El guateque; aunque sin elefante ni espuma. La otra tuvo lugar mientras tomaba una copa en una coctelería deslumbrante, el 360 Roof Bar, en lo más alto de uno de los más altos rascacielos de la ciudad. Desde allí se dominaba Caracas al completo, lo que convertía aquel bar y aquel momento en el escenario ideal para una de esas escenas de transición, sofisticadas y emocionantes, habituales en las películas de James Bond.

Mientras se dirigía a realizar las gestiones que creía imprescindible realizar, apartado de la mirada de posibles testigos, el sargento se vio detenido por uno de los integrantes de la fila, un hombre de mediana edad, con gafas, no muy alto; asiático, para más señas. Le dijo algo al sargento en lo que parecía un castellano bastante aceptable, con esa intensa sequedad que caracteriza el discurso de algunos orientales. El sargento, pasando de cero a cien, se libró con un gesto rotundo de la mano que el chino había apoyado en su antebrazo y, señalando hacia la fila con la palma de la mano abierta, dijo: «Tira pa’llá, Jackie Chan. Tira pa’llá». 

A mí, esa expresión destemplada, irrespetuosa y abiertamente amenazadora, más que cualquier otro detalle hasta ese momento, me afectó en el ánimo. Hizo que mi nerviosismo se transformase en otra cosa: una especie de campo de fuerza inverso que en algunos lugares del mundo denominan simplemente miedo. Me habían quitado el pasaporte, estaba indocumentado y en manos de gente violenta y poco razonable. Me dio por imaginar posibilidades escabrosas.

Pensando en el CD de Jorge Drexler que me había regalado mi anfitriona, por ejemplo, me dije: ¿Y si mis amigos han utilizado ese CD en alguna ocasión, o en varias, para hacerse unas rayas de cocaína? ¿Y si han quedado restos en la caja del CD y los perros, o quien sea, lo detectan? No tenía constancia de que mis anfitriones fueran consumidores de estupefacientes, yo al menos no les había visto hacerlo, pero ¿y si…? 

La música de Giorgio Moroder que había estado sonando en mi cabeza desde que habíamos entrado en aquella enorme sala blanca, ahora sí me veía obligado a acordarme, era la banda sonora de El expreso de medianoche. Así que, de repente, me vi detenido por aquellos agresivos militares, apartado de la fila a empujones, insultado de mala manera, golpeado suciamente mientras me trasladaban a un centro de retención. Me vi en una cárcel como la de la película, rodeado de mala gente, envuelto en podredumbre y corrupción. Sin papeles, sin abogado, llamando a Barcelona desesperado, babeando de impotencia.

Juan Rulfo también debía de andar perdido en sus elucubraciones porque, con un contenido gesto de espanto, me dijo: «Diles que no me maten». Me volví para darle a entender que le dedicaba toda mi atención. «Anda —prosiguió—, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad». Yo quise responderle con palabras tranquilizantes, indicarle que no era necesario exagerar, que no pasaba nada y que dentro de un rato nos estaríamos riendo del asunto mientras tomábamos algo. Pero ya he dicho que mi ánimo se había visto afectado, así que no tuve fuerzas para decirle nada.

Juan Rulfo me agarró de la muñeca y sin apartar la vista de la puerta por la que había desaparecido el sargento, me dijo: «Dile al sargento que te deje ver al coronel. Y cuéntale lo viejo que estoy. Lo poco que valgo. ¿Qué ganancia sacará con matarme? Ninguna ganancia. Al fin y al cabo él debe de tener un alma. Dile que lo haga por la bendita salvación de su alma».

Siguió hablando, pero yo ya no lo escuchaba. Estaba interesado en constatar otra de esas pautas que evidenciaban los verdaderos intereses de los soldados venezolanos. 

Y es que en la fila que llevaba hasta el escáner de cuerpo entero imperaba una curiosa mayoría de mujeres bonitas. Los tipos como yo o como Rulfo o como el asiático parecíamos funcionar a modo de contrapunto, pues además de que ninguno de nosotros resultaba, a simple vista, especialmente sospechoso, estábamos colocados entre las mujeres de un modo escalonado, siguiendo un orden muy primario que difícilmente ocultaba qué era lo que realmente estaba ocurriendo allí. Porque la cuestión radicaba en que, como todo el mundo sabe, o debería saber, los escáneres corporales son capaces de realizar radiografías en las que puede verse el cuerpo desnudo de las personas que pasan por él. 

Pensar en ello, al tiempo que me indignaba, me tranquilizó bastante.

Cuando nos devolvieron los pasaportes, seguía teniendo en la mente las imágenes de la cárcel de Estambul en la que encierran a Brad Davis en El expreso de medianoche, pero ya no era lo mismo. Rulfo, sin embargo, parecía sumergido todavía en sus fantasías paranoicas, como el que despierta de un sueño muy intenso y durante un rato no acepta saberse en la vigilia. Me dijo: «Nos han dado la tierra, ¿no? Es eso, ¿no?» Yo le dije: «Venga, vamos a tomar algo. Tengo hambre».

Pero mientras caminábamos por los rutilantes pasillos del Duty Free en busca de algún restaurante de comida rápida, Rulfo iba diciendo: «Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo».

Como Rulfo no estaba en situación de decidir nada, escogí por él y acabamos sentándonos en un taquería con el estúpido dibujo de dos pollos apoyados espalda contra espalda a modo de logotipo. Tontamente pensé que un entorno de estilo mexicano le haría reaccionar. Pero seguía tan ensimismado que incluso tuve que pedir por él; no me esforcé mucho, la verdad, pues me limité a ordenar lo que me apetecía por duplicado. En menos de diez minutos acabé con lo mío y me bebí mi cerveza, pero Rulfo no probó bocado y sus fajitas quedaron intactas en la cestita de mimbre.

De repente, dijo: «Acuérdate». «¿De qué tengo que acordarme?», le pregunté al instante, como un resorte. «Acuérdate de Urbano Gómez —prosiguió—, hijo de Don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las pastorelas y que murió recitando «rezonga ángel maldito» cuando la época de la influencia». Yo noté que estaba empezando a marearme debido a la agitación. Le di un trago bien largo a la segunda cerveza. «Quizá era ya malo de nacimiento, Urbano. Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, le arrimó una paliza que por poco lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo. Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta convertido en policía». Intenté no mirarle a los ojos mientras hablaba, pues su mirada era ahora intensa y oscura. Se le formaban un par de profundas arrugas en la frente al hablar. Y estaba muy serio. «Fue entonces cuando mató a su cuñado», dijo Rulfo. Me contó también el modo en que Urbano había llevado a cabo el crimen, cruento y vil, y también cómo lo desarmaron antes de salir huyendo. «Lo detuvieron en el camino —siguió contándome—. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga al pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran».

Luego Juan Rulfo bajó la vista, exhausto al parecer, y guardó silencio.

Fui consciente entonces de lo extraño de la situación. Ni siquiera sabía a dónde se dirigía aquel hombre, mi insólito compañero de fatigas. Por eso le pregunté cuál era su destino. No respondió, seguía mirando al suelo. «Yo voy a Frankfurt —le dije—, allí tengo que tomar un vuelo a Barcelona. Sé que es una conexión un poco extraña, pero los del congreso literario solo pudieron conseguirme ese billete». Cuando volví a preguntarle cuál era su destino, Rulfo se limitó a asentir. Supuse que, como mínimo, volaríamos juntos hasta Frankfurt.

Estuvimos deambulando un rato por el largo pasillo de los vuelos internacionales. Hacíamos tiempo para no tener que estar mucho rato sentados, esperando a que abriesen la puerta de embarque, porque a lo mejor ya no teníamos nada más que decirnos. Aunque cuando nos cansamos de patear el Duty Free, mirándolo todo sin fijar la vista en nada, me dio por declarar lo siguiente, dejando campar mi sinceridad de un modo muy poco formal: «No puedo negar que tengo muchas ganas de marcharme de aquí. Tengo ganas de que Venezuela y Caracas sean un recuerdo que el tiempo mejore y abrillante de un modo agradable, para poder hablar de este día como si fuese un chiste. Creía haber tenido suficiente con lo que ya había visto, pero esta última parte de mi viaje me ha trastocado por completo».

Juan Rulfo, que, a lo que parecía, me había estado escuchando con mucha atención, repitió como para sí con un tono ciertamente enigmático: «Venezuela y Caracas». Después guardó silencio durante unos segundos para acabar añadiendo: «El día del derrumbe». Yo asentí, casi por hacer algo. «Recuerdo ahora —prosiguió— el final del discurso del gobernador… Esto pasó en septiembre. No en el septiembre de este año sino en el del año pasado. El gobernador dijo: «Sí, conciudadanos, me laceran las heridas de los vivos por sus bienes perdidos y la clamante dolencia de los seres por sus muertos insepultos bajo estos escombros que estamos presenciando»».

Al poco llamaron a los pasajeros para el vuelo de Lufthansa a Frankfurt y abrieron las puertas de embarque. Nosotros enseñamos nuestros respectivos billetes y nos adentramos en la oruga que llevaba a la aeronave sin saber que todavía habíamos de sufrir una última y desagradable sorpresa.

A pesar de lo que dicta la normativa internacional, al final de la oruga, como quien dice en la puerta del avión, había un retén militar venezolano. Sólo eran cuatro soldados, uno de ellos una mujer, pero iban armados y tenían cara de pocos amigos. Yo sentí cómo se atiesaba de nuevo el nudo en la boca de mi estómago mientras nos separaban en dos filas: hombres y mujeres. Al llegar a la altura de los soldados fuimos cacheados todos, uno por uno y de manera exhaustiva, sin previo aviso y sin justificación alguna. Nadie, sin embargo, se quejó por el contratiempo. Cumplimos el trámite en silencio y al cabo entramos en el aparato para ocupar nuestros asientos.

La plaza de Juan Rulfo se encontraba varias filas por delante de la mía. Como había sido testigo de hasta qué punto se descomponía su gesto al ser cacheado, una vez acomodados mis enseres me acerqué hasta donde él estaba sentado.

Apenas pude preguntarle si se encontraba bien antes de que empezase a hablar. Su tono de voz adquirió una intensidad hiriente, nueva hasta ese momento. Y me miró como si quisiese transmitirme con la mirada una información suplementaria, moldeada por un silencio milenario. «Estos hombres traen una violencia retardada —me dijo—. Son hombres a los que puede surgirles la violencia en cualquier instante. Traen los resabios de lo hecho anteriormente, vienen con ese impulso. Se han acostumbrado al asalto, al allanamiento, a la violación y a la violencia. Quieren seguir. Traen el impulso». 

Yo no supe qué replicar a sus palabras. Me miraba de un modo en el que me sentía obligado a hacer o decir algo, pero me limité a no apartar la vista. 

«Hay una consecuencia lógica en todo esto —siguió diciendo—. Pero también irracional. Aunque parezca una contradicción. Porque estos personajes son irracionales, actúan de forma irracional. Se les quiere caracterizar bajo el punto de vista de la lógica, ¿no? Pero si uno estudia con lógica a esta gente se encuentra con que hay contradicciones constantes».

Se me escapó una mirada hacia mi asiento. No quería ser descortés, pero lo cierto era que tenía ganas de sentarme y pensar en mis cosas, ver tal vez una película antes de intentar dormirme. Supongo que lo que deseaba por encima de cualquier otra cosa era olvidar lo antes posible todo lo ocurrido.

Pero Rulfo tuvo tiempo de decirme algo más antes de que me alejase. «Para mí —dijo—, el ideal no es reflejar la realidad tal como es. Porque tal como es, la realidad actual ya la estamos viviendo. Estos personajes se te graban en la mente y hay que recrearlos, no pintarlos tal cual son. No hay que tomar las cosas desde la realidad, sino imaginándolas».

Esbocé una sonrisa, le palmeé suavemente el hombro y regresé a mi asiento.

El vuelo fue tranquilo excepto cuando sobrevolamos la Bretaña francesa, pues al continente le dio por recibirnos con fuertes bandazos. En mí, en cualquier caso, aquellas horas tuvieron un efecto benéfico. Tuve que ver un par de películas antes de dormirme, y también tomar varias copas de vino peleón, pero las horas que tuve los ojos cerrados conllevaron un eficaz descanso; aunque más para el ánimo que para el cuerpo. Y me alegré mucho de poner los pies en suelo alemán, en la vieja Europa. Todo me pareció al instante ordenado y limpio, reconfortantemente aséptico.

Ya en las instalaciones del aeropuerto, camino de mi enlace con Barcelona, me detuve un segundo y me aparté del flujo de personas en tránsito. Busqué con la mirada a Rulfo. Me costó ubicar su traje gris de dos piezas entre la multitud.

Se alejaba a buen ritmo, dándome la espalda. Por el modo de caminar, sin apenas balanceo a pesar de la edad, me dio la impresión de que sobre sus hombros cargaba con un tremendo peso, sin duda impropio de un ser humano. Apenas había tenido relación con él, y las pocas frases que habíamos intercambiado me habían resultado en buena medida indescifrables, pero sabía que lo iba a echar de menos.

Cuando Rulfo no era ya más que una manchita recortada contra los enormes ventanales que daban a las pistas, me dieron ganas de llamarle. Quise decir a voz en grito, como en su día le dijo Doña Eduviges Dyada a Miguel Páramo: «Ahora vete y descansa en paz, Juan Rulfo. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mí».


Imagen de cabecera: montaje de Paula Galindo (CC Carlos GraterolSebastian DoorisBernard Spragg.NZaldrin hombrebueno)