Cuando viajo en avión me pongo a mirar por la ventanilla. Es algo que antes no sucedía con frecuencia, o nunca, sobre todo porque trato siempre de pedir un asiento en el pasillo. Yo soy ese típico esclavo de la ansiedad que en los vuelos se abre una ruta directa de su asiento al baño, pero la verdad es que no pido el pasillo para poder ir al baño, sino que lo pido justamente para no tener que ir, pues en cuanto mi esfínter sabe que puede ir al baño sin molestar a nadie –es decir, sin tener que pasar por encima de alguien o sin tener que decirle que se levante o se haga un ovillo–, entonces las ganas de orinar se esfuman.

Si, en cambio, me toca ventanilla, o el insufrible asiento del medio, no importa cuántas veces vaya al baño, nunca se van las ganas. Y si se van, si por un momento se van, entonces empiezo a pensar en cuánto tiempo podré aguantar sin que las ganas vuelvan. Y no aguanto nada, porque ese pensamiento funciona como un llamado. La segunda razón por la que antes casi nunca miraba por la ventanilla es porque… bueno, sinceramente, ¿quién a estas alturas quiere mirar nada por la ventanilla en vez de ponerse sus audífonos directamente o tomarse sus pastillas y echarse cuanto antes a dormir?

Mirar por la ventanilla es una acción que uno solo emprende con avidez las primeras veces que sube a un avión. El viajero entrenado se saca los zapatos y actúa con cierto desdén hacia cualquier cosa que pueda haber afuera: sea un cielo encendido en mitad de la tarde, la confirmación de una cultura viva en la miríada de tintineos y luces de un asentamiento populoso, el hueco profundo de una noche cerrada y de golpe removida por la cicatriz eléctrica de una tormenta lejana y visible, o el lento y siempre prodigioso resurgimiento del día como un cuerpo que por capas va volviendo de sus cenizas.

Si, en cambio, me toca ventanilla, o el insufrible asiento del medio, no importa cuántas veces vaya al baño, nunca se van las ganas. Y si se van, si por un momento se van, entonces empiezo a pensar en cuánto tiempo podré aguantar sin que las ganas vuelvan

Sin embargo, a pesar de todo esto, de la pereza de la adultez, últimamente he vuelto después de muchos vuelos a mirar por la ventanilla. Ha habido un cambio en esa mirada y, como consecuencia, un interés que antes no había. ¿Por qué? Porque antes, cuando miraba, intentaba erróneamente encontrar algo. Volaba hace poco, a mitad de noviembre, entre Buenos Aires y Santiago de Chile, y lo que vi aquella mañana del verano austral fue un recto al mentón. Las cimas pardas y filosas de los Andes se alzaban como cuchillos amenazantes en la atmósfera fría de la altura. Suerte de raíles geológicos de punta contra el cielo, estacas dispuestas a atravesar el cuerpo de Dios o de sus enviados en la caída. Era un oleaje de piedra detenido, con sus blancos picos de nieve como una espuma final que nunca se iba.

Contemplé aquel portento mientras lo atravesábamos, extasiado. Era lo que era. Días después llegué a la Ciudad de México y recuerdo que las nubes me parecían, a determinada distancia, los fragmentos dispersos de una nata viscosa flotando sobre una capa de agua.

Había una sencillez en aquellas imágenes con la que me estaba reconciliando, el placer de penetrar en las cosas a través de las cosas mismas y de merecer una originalidad sin dudas anterior a los aviones y a cualquier interpretación o idea que la gente que trepa a los aviones pudiera tener al respecto. Un gran poeta argentino, Joaquín Gianuzzi, lo resume así: «Usted, al despertarse esta mañana, / vio cosas, aquí y allá, / objetos, por ejemplo./ Sobre su mesa de luz / digamos que vio una lámpara, / una radio portátil, una taza azul./ Vio cada cosa solitaria / y vio su conjunto./ Todo eso ya tenía nombre./ Lo hubiera escrito así./ ¿Necesitaba otro lenguaje, / otra mano, otro par de ojos, otra flauta? / No agregue. No distorsione./ No cambie/ la música de lugar./ Poesía / es lo que se está viendo.»

Yo conocí a Joaquín Gianuzzi a través de Fabián Casas, otro poeta argentino, igualmente muy original, que me dijo sin cortapisas que la idea de la originalidad le parecía una estupidez, y luego se largó a contarme la anécdota de su tía Cristina, de la que Casas estaba enamorado cuando tenía siete años. Una vez la tía le dijo a Casas que el tío Horacio había compuesto para ella una canción que se llamaba Tu nombre me sabe a yerba. Casas ya sabía que la canción era de Joan Manuel Serrat y, vengativo, le contó a la tía Cristina, esperando que la mentira le costase cara al tío Horacio. Pero la tía no dejó al tío, sino que le pareció más genio y encantador porque era capaz de inventarse que había compuesto una canción para ella. Fue, me decía Casas, la primera vez que comprobó la escasa importancia de la originalidad.

A mí, por ejemplo, han terminado cayéndome muy mal las frases inteligentes, que se ven a sí mismas como originales, escritas deliberadamente para que alguien las subraye. Lo peor es que tantas veces me descubro intentando escribir bajo esa lógica. Son un foco en el texto, y tienen un tufo pedagógico que pretende, y logra, amaestrarte la mirada. Me refiero a la frase cerrada, conclusiva y terapéutica, perfecta en su proposición, que viene de alguna manera a solucionar un problema o un dilema previamente planteado, cuando no hay dilema alguno que resolver ni texto ninguno que cerrar. La frase que dice: «Márcame, márcame, mira cuán citable soy».

No subrayo nada, desde luego. Lo que sí me saca por el techo es el texto que quiero agarrar por algún lado y no tengo por dónde. Quiero marcar algo y no sé qué, algo que se escurre y refulge en lo no expresado o en lo expresado y ya, justo como quien mira la Cordillera de los Andes o las nubes de la Ciudad de México. Para muestra, siempre llevo conmigo un diálogo terrible, hilarante y triste de El sonido y la furia, la novela de William Faulkner: «Llevas seis semanas de trabajo encima», dijo Dilsey. «¿Qué piensas hacer si se pone a llover?» «Supongo que mojarme», dijo Frony, «todavía no soy capaz de detener la lluvia». Si lo ven, el diálogo tiene la consistencia de un paisaje o de una devastación, de algo que siempre ha estado ahí; la palabra instalada directamente en el mundo, no como un instrumento novedoso dicho detrás de una ventanilla cerrada, la ventanilla de la mente del escritor.

A mí, por ejemplo, han terminado cayéndome muy mal las frases inteligentes, que se ven a sí mismas como originales, escritas deliberadamente para que alguien las subraye. Lo peor es que tantas veces me descubro intentando escribir bajo esa lógica

Lo verdaderamente original ya incinera su enunciado, no podría ni sabría reconocerse como tal. En una época donde todas las vanguardias, sean artísticas, filosóficas o intelectuales, han sido tragadas e incorporadas por algún sistema ideológico específico o por la expansión global del mercado, difícilmente podamos encontrar un gesto que se pretenda original y que no esté, de antemano, vaciado de su carga subversiva o que no vaya a ser rápidamente neutralizado y caricaturizado por algún esquema de valores corporativista.

El urinario de Duchamp tiene que ser sacado del museo y devuelto a su lugar de origen para que la gente orine sobre el gesto artístico original por antonomasia, y comience así la venganza de la restauración. «El espectáculo es la pesadilla de la sociedad moderna encadenada que no expresa finalmente más que su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián de este sueño», dijo Guy Debord.

Es una frase poderosa y enigmática que ahora podríamos entender como el adormecimiento nefasto de los sentidos en la búsqueda desesperada y en la consumación relativamente fácil de la espectacularidad. El deseo de una puesta en escena original te anestesia y se convierte en una especie de obsesión que, mientras te cierra los ojos, no te deja dormir. Pero el avión puede ser también un pretexto moderno para acceder a las cosas a través de una nueva ventanilla. En vez de que te miren, querer mirar. La posibilidad de poner el ojo en lugares ciegos por primera vez.


Foto de cabecera, CC Guadalupe Cervilla