El campo empieza donde la ciudad termina. En el campo no se ven edificios, no se ven los trancones ni los alumbrados en la calle, pero se ven las flores, el agua fresca, las cosechas, se siente y se respira aire puro, el contraste de colores, la luna llena en noches de estrellas, de silencio, de sosiego, el cantar de los pájaros y el olor perdurable a leña. 

El ronroneo de un gato se escucha hasta la carretera destapada que es la que conduce a la casa de Alberto Aponte, él sale a recibirme y a darme la bienvenida a su morada, mientras se acomoda la gorra y muerde un palillo que lleva en su boca: «Sigan no más», dice. Su casa llama la atención desde que uno pone la mirada en ella, por fuera ventanales grandes que atraviesan la fachada de extremo a extremo. 

 

—¿Cuántos hijos tienen?

—Son seis hombres y una niña.

—¿Muchos hombres, no cree?

—La verdad sí, falta de ciencia. Entonces Rosalba suelta la carcajada.

 

Los peculiares «tapetes» que se encuentran en la casa son hojas de papel periódico. Alberto, mientras se refresca con una cerveza —para los nervios— alza a su hija y la acomoda en su pierna derecha, entre chiste y chanza dice «Veinticinco años casado con la misma mujer y tocará seguir así». 

En una de las tres habitaciones de la casa se encuentran tres hombres quienes se entretienen viendo televisión; Óscar Andrés, Diego Alejandro y Juan David tienen algo en común aparte de que son hermanos, los tres insisten que gracias a la cosecha de la papa han vivido y seguirán existiendo. 

En el campo que nacieron y en el que viven, se sienten felices y orgullosos. En el campo están todos los medicamentos para los malestares que existen en el mundo, el que muere allí es porque le toca, pero muere tranquilo y complacido. 

Dicen que donde mejor atienden y se come es donde saben cultivar la tierrita y conseguir la papita para el almuerzo— son las cinco de la tarde— y el olor a comida se percibe. 

—Perdonará sumercé, dice Alberto, pero no hemos almorzado. Así que con confianza cómase estas cinco papitas y carne con nosotros.

 

En este instante, Alberto me mira fijamente y tiene aspecto de un hombre feliz, me insinúa que me tome una cerveza. Yo acepto y mientras destapa la cerveza, los roles cambian y pregunta él.

—¿Usted qué es lo que quiere saber?

—Yo quiero que me cuente a ¿qué se dedica?

—Yo soy papi…papicultor.

—¿Y hace cuánto siembra papa?

—A mí me nacieron los dientes sembrando papa —afirma mientras muestra sus dientes.

 

Son las cinco de la mañana del 10 de marzo. Es un amanecer encapotado y frío, el viento sopla y se escucha el cacareo de las gallinas que hace que uno sienta que está en tierras campesinas. Un tinto —con un sorbo de aguardiente— refresca, una ruana rústica de lana virgen más grande que uno cumple la función de impedir el frío. La vereda Guantoque ubicada a quince minutos del municipio Samacá-Boyacá, donde está el placer de degustar una exquisita mogolla acompañada de la bebida habitual –La cerveza—, y la famosa gallina con calados samaquenses. Es el lugar perfecto para iniciar con la aventura del cultivo de la papa. 

Salimos de la casa para dirigirnos a las hectáreas elegidas, me acompaña Alberto Aponte, un hombre rollizo de dientes ambarinos, de cachetes rojos como la remolacha. Es un agricultor efusivo que se ha pasado la vida sembrando papa. Empieza el día, empieza la hora de trabajar. El sol aún oculto, pero su fogaje permanece concentrado en el viento. 

Mi acompañante cuenta entonces que en este punto en el que estamos ahora, empieza la primera fase, el arreglo de la tierraen ese momento Alberto y su socio Gregorio Rojas, socio de Alberto hace veinte años, es la persona que le proporciona la tierra para el cultivo, la semilla y el abono. Empiezan a arreglar la tierra con la maquinaria agrícola —el tractor— que con el arado revuelve la tierra quedando una especie de mogotes. 

 

Alberto Aponte, un hombre rollizo de dientes ambarinos, de cachetes rojos como la remolacha. Es un agricultor efusivo que se ha pasado la vida sembrando papa.

 

A los seis u ocho días se vuelve y con el mismo tractor con un retobato —un motor que gira con gran fuerza de tracción para pulir o afinar el terreno— queda como si fuese cernido, queda como un polvo. 

Es época de lluvias, y el suelo requiere una gran preparación.  Ese día un caballo surcó —abrió una brecha— en las hectáreas para empezar la siembra. Mientras se limpiaba el sudor de su rostro, Gregorio Rojas —hombre de estatura baja, cejas pobladas y nariz picuda— me cuenta que es necesario rastrillar el suelo hasta eliminar todas las raíces de la maleza, para que el suelo adquiera la condición adecuada: suave, bien drenado y bien ventilado.

Semanas después con un número determinado de obreros (de ocho a diez), se inicia el riego de la semilla que ya se encuentra perfectamente seleccionada y tallada. Se observa con un color amarillento e inician a aparecer los tallos. En este momento cada obrero la deposita a los surcos o brechas a una distancia aproximada de 20 a 30 cm entre mata y mata. 

Alberto y Gregorio le dan una lona o costal a cada obrero, para que le sirva de medio de trabajo donde depositan la semilla, el peso aproximado de una arroba es de 25 libras. 

Al día siguiente cada obrero lleva su líquido para hidratarse mientras trabaja: se ven cervezas, vasos llenos de chicha o guarapo. Los obreros tienen la particularidad de cubrir su cabeza con gorras o cachuchas. Unos escuchan música y cantan a todo pulmón, otros hablan sobre la «sequía» que se vivió hace algunos meses.  

En este día cada obrero cubre la semilla con una capa de tierra, utilizando una herramienta de trabajo que se llama azadón, es un palo cóncavo y en la punta contiene un molde en hierro para remover la tierra.

 

—¿Quiere hacerlo? —dice, Gregorio.
—Sí eso creo… lo tomo con mis dos manos y calculo que tiene un peso aproximadamente de tres libras.

A los diez días viene el periodo de regar el abono o fertilizante —que se adquiere en los almacenes. Cuenta Gregorio que venden productos agrícolas de marca ‘Nutrimon’ de grados dieciocho, con fosforo, potasio y calcio, los elementos químicos que le dan la fuerza para el crecimiento de la mata o el follaje. Cada obrero está regando el abono con la mano, lo riegan por encima de la mata de semilla que se le echó tierra inicialmente. Un bulto de abono alcanza aproximadamente para medio bulto de semilla. Y vuelve y se le aplica más tierra para tapar el abono.

Acá se juega con el tiempo, como llovió hace poco, la germinación del tallo salió a los treinta días, su color es verde enérgico y se inicia la aplicación de insecticidas —veneno— para combatir los insectos y larvas que inician a atacar el tallo que brota de la tierra. Alberto mezcla estos elementos con agua en una caneca de cincuenta litros e inicia a esparcirlos o aplicarlos sobre el tallo con una máquina estacionaria— manejada por dos o tres obreros. 

 

Los obreros cubren su cabeza con gorras o cachuchas. Unos escuchan música y cantan a todo pulmón, otros hablan sobre la «sequía» que se vivió hace algunos meses.

 

Aproximadamente a los treinta días llega la fase del deshierbe, que consiste en que los mismos obreros con su azadón le aplican más tierra a la mata del tubérculo. En estos días la mata presenta su color verde y una altura de 20 a 25 cm de alta. 

A los quince días huele fuerte muy fuerte. Alberto tiene un tapabocas y le está aplicando los pesticidas y fungicidas al cultivo para protegerlo de los parásitos (Gusano blanco, hongos o la polilla guatemalteca) y de la gota. Gregorio señala el cielo y explica que con la presencia del arco iris en forma simultánea, arroja una especie de neblina o nevada suave afectando el follaje de las plantas, las quema. 

Dos meses después se presenta la fase de florescencia, que es cuando se comienza abrir la flor y paralelamente se muestra que ya se está produciendo el grano, tiempo durante el cual se sigue fumigando. 

Al mes llegó el cambio de color de la rama, toma un color amarillento fuerte y se conoce como la fase de maduración del grano. Todos los días va Alberto o Gregorio a mirarla.

Ahora Alberto empieza por cada surco a cortar con el machete la rama. A los veinte días, llegó la felicidad tan esperada: La sacanza de la papa. Para esta labor se cuenta con diez o dieciocho obreros, cada uno utiliza su azadón y empieza a excavar las matas y a regar el producto sobre cada uno de los surcos donde fue sembrada la semilla.

Dentro del mismo proceso se selecciona la papa por tamaños y se deposita en costales de cuatro arrobas. Un obrero va pasando por cada corte pesando con una romana manual. Y ahí se ve el peso que equipara el bulto. Cada obrero con cabuya cose los bultos o el costal  de fique para que no se riegue la papa. 

Ese día la papa estaba «corriendo» a $30 000, «es un regalo», se escucha.

 

—¿Usted tiene algún sueño que no ha cumplido?— le pregunto a Alberto.

—Sueños muchos. Aspiro que algún día me vaya muy bien con la agricultura. Los precios de la papa están por el suelo, y el paro camionero no ayudó, expresa con la voz entre cortada. 

—¿Y no le gustaría vivir en la ciudad?

—En la ciudad, no. No todos cabemos en la ciudad. 

—¿Y entonces? 

—Pues nací en el campo, vivo en el campo y moriré en el campo sembrando papa. 

 

Boyacá es uno de los departamentos más productores de papa en Colombia. Es un producto de tierra fría que requiere ser sembrada a más de 2 500 metros y a menos de 3 000 metros sobre el nivel del mar. 

Esa manos bravas para sembrar y suaves para conquistar, en cada ruana echada sobre el hombro, en sus cachetes colorados y labios cortejados por el frío, reconozco el orgullo de mi campo en el que he nacido. Con cada sueño y anhelo de cada niño campesino, viene incluido el aroma de tierra bella y papa sagrada, la que es de uno y de nadie más. 

Edison Fabián Rodríguez Sainea, un niño de ocho años, de metro de alto, piel tenebrosa y cachetes rojillos me sale al paso, quiso ser el protagonista. 

Algunos obreros se encuentran sentados en el bulto de papa hidratándose, otros están en silencioso muy pensativos.  

 

—¡Paaaa, venga yo cargo el azadón!— grita el niño.

—¿En qué le ayudas a tú papá?— le pregunto.

—A recoger papa y a veces me voy a cargar con él.

—¿Y te gusta?

—¡Me gusta mucho!— sonríe mostrando sus dientes distanciados uno del otro. 

—¿Y qué quieres ser cuando grande?

—Agricultor, igual que mi papá. 

 

Alberto me muestra la lomita de tierra, ahora solo se observa a cada obrero con una ruana en su hombro cargando bultos de papa. Llega un camión a recoger bulto por bulto para llevarlos a la plaza de mercado de Tunja en Boyacá.  Hay que venderlos en el mercado que se hace los días miércoles y jueves desde las cuatro de la mañana. 

Alberto se dirige hacia uno de los bultos de papa que él cosechó. Respira e inhala el aire puro de su tierra. Se echa el bulto de papa en el hombro y me entrega una bolsa con algunas más:  «Yo le tengo esta papita, para que cuando escriba, coma, y no se olvide de nosotros como lo hace el gobierno». 

Me despedí de Alberto, de su familia y de cada obrero que allí estaba presente. Agradecí por abrirme las puertas de su casa en tanto tiempo.  En la ciudad comemos la papa ya servida en la  mesa, pero pocos conocen lo que hay detrás de este proceso. 

El paro terminó y logré sacar un relato, tal vez los precios mejoren y se cumpla el sueño de Alberto, por ahora, este tipo de historias siguen ratificando que en Colombia existen héroes de carne y hueso, héroes que facilitan la vida de todos cultivando algo tan nuestro como la papa.