Contrario a lo que nos han hecho creer desde el estallido de la revolución islámica en 1979 y el exilio en Egipto, Bahamas y México del último sah, Mohammad Reza Pahlaví, Irán es un país con una tradición histórica, política y cultural milenaria, que trasciende la narrativa del fundamentalismo religioso. En medio de tensiones diplomáticas derivadas del acuerdo nuclear firmado por Irán y las potencias occidentales en Viena, viajo con la expedición universitaria Tahina-Can a la antigua Persia. Más de medio centenar de aventureros aterrizamos en el país de los ayatolás con la convicción de entender cómo funciona una teocracia, visibilizar la condición de la mujer y el velo islámico, rendir homenaje a varias de las más grandes glorias militares del mundo antiguo, conmovernos con su poesía mística, contemplar su geografía inabarcable y desmitificar su condición de hervidero de terroristas. Hacer periodismo, vamos.

Afrontamos el arribo a Teherán, la caótica capital del régimen islámico, a la que le sobreviven suntuosos palacios reales con piezas de porcelana dedicadas por personajes tan disímiles como Napoleón Bonaparte, el zar Nicolás I o la reina Victoria, así como bóvedas de banco acorazadas con las joyas que pertenecieron a la corona. Se trata de mi primer encuentro con el líder político y espiritual de la revolución Ruhollah Musavi Jomeiní, ese clérigo omnipresente de ojos profundos y barba prominente que glorifica, incluso después de muerto, algún rincón estratégico de todos los edificios públicos y privados de Irán. Teherán, como explica la gran viajera zaragozana Patricia Almarcegui, es una «ciudad agotadora, gris», que «se extiende enorme sin orden ni concierto». Por eso, abrumados por el ir y venir de la gente en las aceras, el rumor de una lengua arcana y el estruendo que provoca la aglomeración de coches sobre antiguos arenales que se extienden sobre un horizonte infinito, pienso en aquello que escribió Amadeu Deu Lozano en Los días del Chador: «¿Qué hace tanta gente aquí?».

Dejar la capital para internarse en el Irán más profundo supone rendirse ante el paisaje hipnótico y aletargador de la carretera, sorteando el relieve accidentado que caracteriza la geografía de Asia central y Oriente Medio. Abruptas cordilleras se intercalan con enormes llanuras, altiplanos y cuencas que dividen el país. Irán es todo lo que discurre entre el origen y la consumación de los montes Elburz y Zagros. Mientras avanzamos, se suceden ante nosotros auténticos hallazgos, como Kermán, ciudad de los chadores negros; Yazd, paraíso del zoroastrismo —la religión oficial antes de la conquista árabe—; Shiraz, cuna de los poetas sufís Hafez y Saadi; la Persépolis de Darío; la Pasargada de Ciro; y la deslumbrante Isfahán, la mitad del mundo conocido. Luego acampamos en el desierto de Kavir, exploramos las cuevas habitadas de Meymand, descubrimos una ciudadela de adobe en Rayen, reposamos en uno de esos legendarios caravanserai de la antigua Ruta de la Seda y rendimos luto solemne en la gran plaza Naqsh-e Jahan durante la festividad de Ashura, la conmemoración más importante del calendario chií.

Entonces, habiendo desmontado la falsa teoría occidental del semillero terrorista, nos preguntamos cuál es el verdadero legado de Irán en el mundo. En El Sha o la desmesura del poder, de Ryszard Kapuscinski, existe un testimonio revelador: «Le hemos dado la poesía, la miniatura y la alfombra. […] Hemos dado al mundo esa inutilidad tan maravillosa, tan irrepetible. Lo que le hemos dado al mundo no sirve para facilitarle la vida a nadie, sino para adornársela. […] De modo que viviendo en un desierto desnudo y monótono, vive usted como en un jardín que es eterno, que no pierde el color ni la frescura. […] Y entonces usted se siente bien, se siente elegido, se encuentra usted cerca del cielo, es usted un poeta».

El esplendor aqueménida

El encuentro con los restos de Ciro el Grande en el valle de Pasargada es insoslayable. El mausoleo del líder fundador de la dinastía aqueménida fue edificado con grandes bloques de piedra labrada y sin ornamentación alguna, sobre un basamento cuadrangular de siete escalones, a la usanza de las torres de Mesopotamia. Su diseño es una mezcla de estilos babilónicos, asirios y egipcios, siendo la primera estructura del mundo conocida en incorporar técnicas de aislamiento sísmico. Por eso ha permanecido más de dos mil años invicta. Después de rememorar aquella decisiva victoria ante los medos comandados por Astiages, la ceremonia reivindicativa da un giro inesperado. Las investigaciones de campo del académico barcelonés Lluís Pastor —autor del libro Comunicación entre vivos y muertos— frente a la tumba incorruptible provocan que la atmósfera se vuelva un tanto perturbadora. Contra todo pronóstico, no sin algún apercibimiento metafísico, logramos salir en una sola pieza de la primera capital del imperio.

Habiendo desmontado la falsa teoría occidental del semillero terrorista, nos preguntamos cuál es el verdadero legado de Irán en el mundo.

Puestos a explorar la terraza onírica que resguarda los restos de Persépolis —edificada por Darío I en el 512 a. C.— leo un extracto de Muerte en Persia, el melancólico diario impersonal de la viajera suiza Annemarie Schwarzenbach:

«Tras un banquete, Alejandro, ebrio, enamorado de los tesoros de la biblioteca de Darío a la vez que los odiaba, mandó prender fuego a los palacios. Pareció hundirse el mundo cuando se derrumbó su techumbre, sostenida por enormes columnas y cuerpos de animales. El humo y las llamas, levantados por el viento de las montañas, gravitaban como nubarrones sombríos sobre la llanura. El joven rey se regocijaba con el espectáculo de la devastación; sus solados, arrastrados por la codicia, corrían como sombras saqueando.»

Al llegar y contemplar su larga y ancha escalinata, reflexiono sobre el bajorrelieve de las tribus nómadas que con más o menos convicción conformaban el gran imperio persa. Imposible no emocionarse con los partos, aquellos jinetes excepcionales que contuvieron en más de una ocasión las ambiciones expansionistas de los romanos en Oriente. Un arqueólogo iraní devenido en guía turístico me descubre que el término partisano —simbolismo de las resistencias clandestinas o guerra de guerrillas durante la Segunda Guerra Mundial— está inspirado en ellos. Por otro lado, seguramente no hayan existido guerreros más exóticos y sádicos que los escitas, de quienes se sabe que en su día ya consumían cannabis y opio para darle contexto a determinados rituales sexuales y funerarios. Especialmente recordada es la liebre documentada por Heródoto, que motivó la retirada del ejército de Darío I tras haber cruzado el Danubio rumbo a las estepas. El célebre historiador y geógrafo de Halicarnaso relata en uno de los tomos de Historia que el rey persa no fue capaz de soportar que los escitas saltaran candorosamente tras la pista de una liebre, restándole importancia a la batalla que estaba por librarse. Después de casi tres décadas de enfrentamientos con los persas, los sobrevivientes volvieron a sus tierras para asesinar a decenas de niños que sus mujeres habían tenido con otros hombres durante su larga ausencia.

Un arqueólogo iraní devenido en guía turístico me descubre que el término partisano —simbolismo de las resistencias clandestinas o guerra de guerrillas durante la Segunda Guerra Mundial— está inspirado en ellos

Cuenta Valerio Manfredi en Aléxandros III. El confín del mundo que Persépolis fue levantada por más de cincuenta mil personas de treinta y cinco naciones distintas durante quince años, que se talaron bosques enteros en el monte Líbano con el fin de obtener troncos para los techos y puertas, que se tallaron mármoles y piedras en todas las partes del imperio, que se extrajo el más precioso lapislázuli de las minas de Bactriana, y que se trajo oro a lomos de camellos de Nubia y la India, piedras preciosas del Paropámiso y de los desiertos de Gedrosia, plata de Iberia y cobre de Chipre. Que estuvieron involucrados miles de escultores sirios, griegos y egipcios. Los más hábiles tejedores de alfombras, cortinas y tapices. Pintores de frescos persas e indios. Nunca antes se había erigido una obra arquitectónica con un discurso imperialista tan ambicioso.

Era estar ahí, cruzando la Puerta de todas las naciones, y pensar que de no haber sido por las cantidades industriales de vino que corrieron tras la histórica victoria en Gaugamela frente a Darío III, quizá Alejandro Magno, el conciliador Hefestión o alguno de sus eufóricos generales habrían desestimado saquear, profanar y prenderle fuego a la fastuosa capital aqueménida.


 

Fotografía de portada de Valerian Guillot

Pieza publicada en el marco del ciclo ‘Periodismo y viaje’

Fragmento del libro El viaje romántico, de Ricardo López Si (UOC Editorial, 2021)