«¿Para qué?» es la pregunta que más hace Fernando. «Mira cuántos balcones», me dice mi padre señalando algunos bloques de pisos en Madrid. «Si aquí no hay procesiones, ¿para qué tanto balcón?» Vuelvo a oír la pregunta cuando atravesamos la capital para ver si, como dice Ferlosio en Alfanhuí, el cielo se tiñe de rosa, violeta y malva y no es azul, ni gris como en otros sitios. «¿Para qué?», me dice. «Para contarlo», le contesto y sonríe dándome por perdida. Camino de Moraleja, en el autocar, descubro que el hedonismo de mi padre aún está en obras. Él quiere llegar a los sitios, saber a qué va. No le importa el camino, ni se detiene en el tránsito. «Me doy cuenta de que echas mucho rato para comer», dice dejándome claro que, a veces, yo también soy una extraña para él.

En el camino de Madrid a Extremadura hablamos de la situación política en España. En ese momento, tras la repetición de las elecciones generales en diciembre de 2015, aún no se ha formado gobierno. Ganó el Partido Popular, pero no consiguió suficientes escaños para mandar sin apoyos. Hacen falta pactos y no se logran —llegarán meses después, tras muchos giros de guión—. No me atrevo a preguntarle a Fernando si ha cambiado el sentido de su voto. Él tampoco me pregunta. Aún hay reparos en hablar sobre la papeleta que uno decide meter en la urna, quizás porque a veces no refleja a la perfección lo que se defiende en voz alta. «¿Sabes que mi abuelo no quería nunca hablar de política? A su amigo El Transío también estuvieron a punto de fusilarlo y cuando hablaban los dos de esas cosas, lo hacían a escondidas.»

Me cuenta eso y no da tristeza. Lo explica y aunque sé de las penurias que pasó su familia, no imagino una escena en blanco y negro. La visualizo en colores porque de color es la fortuna y porque su voz contiene rabia, pero no queja. Y con su explicación, llena de azules, rojos y luces, mi padre se retrata: quizás no sea hedonista, pero es capaz de ver la suerte.

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«Ese parque se llama Alfanhuí, sí. ¿Qué por qué? ¡Porque así se llamará algún político!», me dice un señor sentado a la sombra de un árbol en el parque principal de Moraleja. En esa localidad de poco más de 7.000 habitantes, Luis Roso, escritor novel, me recibe y me enseña el pueblo donde ubicó Ferlosio a la abuela paterna del niño mágico. Me enseña el chopo donde él siempre imaginó que vivía la anciana que acogió a Alfanhuí. Luis tiene 27 años y ya ha publicado su primera novela. «¿Ese chico vive de su libro?», me pregunta mi padre, que sabe por mí que la tinta no da a veces para la vida. Le cuento que no, que es profesor, pero que le gusta escribir y que aspira a vivir de ello.

Y con su explicación, llena de azules, rojos y luces, mi padre se retrata: quizás no sea hedonista, pero es capaz de ver la suerte

«Yo siempre he trabajado en lo que me ha gustado», dice orgulloso. «Quizás yo escogí algo que a otros les puede parecer muy tonto, pero a mí me gustó siempre. Uno tiene que hacer lo que le gusta». Lo dice mirando hacia el lado contrario al que yo me encuentro, señal inequívoca de que me está hablando a mí. Sé que mi testarudez le ha dado preocupaciones. Mi empeño en dedicarme al periodismo me ha empujado a una vida precaria que a él, aún cuando yo ya tengo 38 años, le preocupa. Me anima siempre, pero a su manera, como si a él la sangre también le hiciera nódulos en la garganta.

«Ahora me doy cuenta de que conozco mucha gente que no ha hecho nada en la vida. Han pasado por el mundo y nadie se ha dado cuenta.» Es el cuarto día de viaje y es la primera vez que reflexiona en voz alta como si yo no estuviera. Enseguida sale del trance y reanuda la marcha. «Vamos. ¡Y deja de preguntar, que siempre has querido saberlo todo!», dice riendo y dándome un empujón que acompaña de un coscorrón con el que me vuelve niña.

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«En la construcción siempre fue normal que alguien te ofreciera un trabajo en negro.» España tiene un problema grave con la economía sumergida: aún supone más del 18% del PIB del país. Cuando Fernando recopiló la información sobre sus años cotizados para cobrar la pensión, encontró meses en blanco porque algún empresario no declaró su trabajo a la Seguridad Social. Y hubo otros empleos sin seguro que él aceptó para sobrevivir o para completar un sueldo principal que no le alcanzaba. Los aceptan los estudiantes por inexperiencia y quienes no tienen más opción, pero también quienes los compatibilizan con algún subsidio público y, por tanto, no lo pueden declarar. En España se da como algo natural. Tanto, que es raro que quede alguien que no haya aceptado un trabajo en negro, ya fuera por necesidad, por conveniencia, por urgencia o por temor. Nadie es del todo inocente, también por eso a veces cuesta hacer preguntas.

Seguimos nuestro itinerario al dedillo. En Moraleja pasamos más días que en ningún sitio y paseamos mucho. El ambiente rural, parecido al lugar en el que se crió Fernando, le despierta recuerdos. En España, a los hombres de su generación se les ridiculiza porque cuentan batallitas del servicio militar. Mi padre también tiene algunas muy divertidas, pero lo que más cuenta siempre son historias de sus empleos. Región que pisamos, región en la que ha estado. Siempre por trabajo. En muchas ciudades hay casas, centros comerciales, bancos u oficinas que mi padre ayudó a levantar. Un día, por Barcelona, al girar una esquina me señaló unas jardineras que hizo el invierno que nací yo. En esa ciudad vivió dos años en una pensión y conoció a mi madre. «Y aquí estamos desde entonces», dice, y al preguntarle cómo era ella intenta zafarse. Insisto. Y ante mi sorpresa, se emociona: «Ya sabes, con la risa suya, siempre alegre». Rápido cambia de tema, llevándose la mano a la cintura, donde tiene dolores crónicos por el desgaste óseo que le produjeron los suelos, los techos y las paredes que construyó para otros.

«Conozco mucha gente que no ha hecho nada en la vida. Han pasado por el mundo y nadie se ha dado cuenta»

Hay autores que dicen que la jubilación perjudica la salud —Arbelo y Hernández— y otros que aseguran lo contrario —Ekerdt, Bossé y LoCastro—. Pero cuando se sujeta el coxis, mi padre corrobora que no es el retiro lo que daña cuerpo y mente, sino la vida que uno llevó antes.

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En Barcelona, ciudad en la que vivo y que más transito, los museos y las conferencias están llenos de personas mayores. Las tablas de datos dicen, sin embargo, que la gran mayoría de los españoles con más de 55 años sólo ha cursado estudios primarios. Por eso, suelo frecuentar otros espacios. Por eso y porque si hace usted caso de la imagen que dan los medios sobre cómo somos, le dará la sensación de que la España que narra la película El cochecito queda muy lejos. Pero no lo está tanto. Es la misma que avanza en lo tecnológico a la par que otros países, pero no en lo cultural ni en lo humano ni en lo político. Ni somos tan de izquierdas, ni tan anticapitalistas ni tan feministas y aunque el Partido Popular sacó más de siete millones de votos, si uno mira los diarios, Facebook y las encuestas, le costará encontrar a alguien dispuesto a confesarlo.

Por suerte, para trazar el retrato completo de una sociedad, están las urnas y los centros comerciales. Conozco mucha gente de ámbitos muy distintos y sé que la mayoría anhela un empleo, una casa y una familia. Ni más ni menos. Algunos hablan en sus redes sociales del empoderamiento de la mujer, pero siguen diciendo en privado que como una madre, un padre no cuidará nunca a los hijos. Otros critican los eventos de masas, el fenómeno fan y pegan un emoticono furioso o lacrimoso en las noticias que anuncian que cierra una librería, pero hace años que no compran libros, quizás nunca los compraron, y cuando llegan a casa de noche, agotados y hartos, se enchufan en vena algún reality. Si los sociólogos quieren, que lo llamen postverdad, pero no es más que mentira. Todos sabemos ya qué decir para no parecer antiguos, catetos o simplones, y claro que hay abuelos blogueros, pero son minoría. La mayoría se sientan en los parques y no hacen otra cosa que ver la vida pasar; otros viven estresados atendiendo a los nietos como si fueran sus hijos y también hay un grupo, nada desdeñable, que frecuenta a diario los bares, se emborrachen o no. Y no los juzgo, pero no los ignoro.

Mi padre ve la tele cuanto quiere, se ríe de chistes malos, a veces dice cosas intolerables, sigue creyendo en la sanidad y la educación públicas y en que yo puedo hacer todo lo que me proponga. Su franqueza no es tampoco una verdad completa y absoluta, pero ignora todos los disfraces actuales y es muy refrescante.

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Llegamos a Palencia, última parada del viaje. Mañana volveremos a Barcelona, mi padre a su casa, yo a la mía. En esta ciudad donde nació el escultor Víctor Macho, Fernando me acompaña al Archivo Histórico de la Ciudad y a la Biblioteca del Estado. En ambos sitios se extrañan los funcionarios de que no se le haya dedicado una plaza, una calle o una ruta turística en España al libro de Rafael Sánchez Ferlosio. A todos les suena Alfanhuí, pero nadie repara en él, ni en su importancia. A quien no le asombra a estas alturas es a mi padre. «A ti te gustará mucho ese escritor, pero no parece que se le tenga mucho cariño, ¿verdad?» Acierta, pero más que falta de cariño, le digo, me parece que es falta de interés y también el efecto de una práctica muy española: la de arrumbar en los márgenes lo que no se entiende y al que no es monocorde, monocolor o mono a secas.

Todos sabemos ya qué decir para no parecer antiguos, catetos o simplones, y claro que hay abuelos blogueros, pero son minoría

Hechos los deberes, merendamos como niños de parvulario: un batido de fresas, con nata por encima salpicada con chocolatinas de colores. Luego, paseamos hasta el Parque Isla Dos Aguas, donde acaba la historia de Alfanhuí. Bordeado por el río Carrión, el lugar es un vergel en medio de una ciudad chiquita y fría. Le digo a mi padre que ese es el fin, que en ese montículo central lleno de rosas minúsculas de color pálido acaba el libro. Nos sentamos y le cuento que ahí llega Alfanhuí y llora y que sus lágrimas se mezclan con la lluvia y de algún modo, el niño da paso al adulto y crece. «Se ha perdido ya hasta el tiempo de llover», me responde con una de esas frases que él dice sin pensar y sin leer y que a mí me sobrecogen. Se levanta, me propina otro empujón y me deja sola en ese promontorio esmeralda de corona sonrosada. Le veo sacar el teléfono y hacerme unas fotos y yo poso como si no fuera yo, sino la Silvia que le llegaba al ombligo y se colgaba de su antebrazo ferroso hace ya décadas.

Al bajar de esa pequeña loma, noto que la Silvia chiquita se ha quedado arriba, junto a las flores. Abajo, más alta y más ligera, miro a mi padre y lo veo más capaz que ayer de exprimir una etapa que está aprendiendo a vivir. Capaz de ser feliz, de disfrutar, de demorarse al fin. Salimos de la rosaleda, no miro atrás, sólo repito una frase. Es la única que mi memoria ha conseguido guardar tras leer muchas veces Alfanhuí, como si las Silvias de los 7, 12, 18, 25 y 33 años supieran que algún día me iría bien: «Nadie puede decir que conoce el verde de una planta, si no lo ha visto seco alguna vez».


Ilustración de cabecera de Martin Elfman