Los primeros occidentales que entraron a La Meca o a la ciudad sagrada de Tombuctú y lo contaron, lo hicieron «camuflados». Estos disfraces han servido en numerosos casos para «proteger» la vida de los reporteros y para introducirles allá donde no les dejaban. Este periodismo encubierto, vivido en persona y narrado en primera persona, ha estado muy ligado al ejercicio del periodismo desde sus inicios. Tan atractivo como controvertido, con frecuencia vinculado al sensacionalismo, fue denominado en su momento stunt journalism. Un periodismo de inmersión, que se narra en primera persona y en el que el cronista se convierte en protagonista de la historia, y que ha resultado muy productivo para denunciar y dar cuenta de determinadas injusticias sociales y de las corrupciones y disfunciones del sistema.

En un contexto más bien masculino, el hecho de que algunos de estos reporteros fueran mujeres introduce nuevos parámetros en el estudio de este movimiento periodístico. Porque no deja de ser notable que un grupo muy numeroso de mujeres cronistas se construyeran y se construyan en el ejercicio periodístico oculto y encuentren esta fórmula perfecta para comprometerse y denunciar injusticias.

Una participación femenina que dio pie a etiquetas despectivas, como la de «stunt girls», según indica Geraldine Muhlmann, que denomina a este movimiento «exposure journalism», como recogen López Hidalgo y Fernández Barrera en Periodismo de inmersión para desenmascarar la realidad (Comunicación Social,  2013).

También algunas narradoras se disfrazaron de hombres para «romper barreras», acceder y contar lugares que no les eran permitidos. Pero no es menos cierto que el camuflaje permite transgredir la ley con facilidad y que, en ocasiones, la mala praxis que se ha llevado a cabo no ha ayudado a entender la dimensión de esta opción de reporterismo. Un reporterismo asociado con frecuencia a fines sensacionalistas, amarillistas y a excesos de protagonismo, en especial en el ámbito audiovisual.

La primera infiltrada no estaba loca

Cualquier aproximación a la historia de este reporterismo de infiltración protagonizado por mujeres comienza con la norteamericana Nellie Bly (Pensilvania 1894-Nueva York 1922) publicando Diez días en un manicomio (Ediciones Buck, 2009) en 17 reportajes en el New York World de Joseph Pulitzer. «El 22 de septiembre de 1887, el World me pidió si podía internarme en uno de los sanatorios para enfermos mentales de Nueva York con vistas a escribir en una narrativa sencilla y sin barnices sobre el tratamiento de las pacientes, los métodos de la dirección, etc.» Así comienza la crónica de Nellie Bly, y ya en estas palabras de su primera entrega titulada «Una misión delicada», se hace patente la labor y la intención periodística de su autora. Se trata de escribir con una narrativa sencilla y sin barnices. La riqueza de estos reportajes subyace en la fuerza de lo que se denuncia, y en el poder de lo testimonial. En especial, como es el caso, si se trata de experiencias extremas vividas en persona. Lo importante es que lo que se relate esté muy claro; que no quepan dudas de lo que se denuncia. Esta gramática sencilla y directa se sustenta en la descripción minuciosa del proceso de inmersión del protagonista, en el retrato exhaustivo de ambientes, la semblanza de las personas implicadas, la narración de sucesos y la creación de diálogos que permite la exposición de declaraciones y de testimonios recogidos durante el complejo trabajo de campo.

Bly da cuenta de sus miedos, de las incertidumbres y certezas del proceso; del viaje que tiene que emprender y se pregunta: «¿Creía tener el valor necesario para pasar ese trago? ¿Podía fingir las características propias de la locura hasta el punto de engañar a los médicos y vivir una semana entre los locos sin que las autoridades descubrieran que era una infiltrada? Dije que creía que sí». Y lo hizo. Tenía que observar, describir la situación de las enfermas, la comida, el trato, la actividad interna del sanatorio… «Un funcionamiento que siempre se oculta eficazmente de la opinión pública gracias a las enfermeras de cofias blancas y a los cerrojos y barrotes.» «¿Cómo me sacarán una vez que haya entrado?», preguntó a su editor. «No lo sé», contestó él. Pasó diez días y diez noches en el manicomio de Blackwell: «Experimenté cosas que nunca olvidaré… Cuando me liberaron, dejé el centro con placer y alivio culpables por poder volver a disfrutar del aire puro… por no poder llevarme conmigo a alguna de aquellas desafortunadas que, estoy convencida, estaban tan cuerdas como yo». Y Bly apunta un detalle especialmente terrible: desde que entró en el centro no simuló locura, no mantuvo «su personaje de demente», sino que habló y actuó como lo hacía en su vida real. «Y aunque suene extraño, cuanto más sensatamente hablaba y actuaba, más loca me creían.» «Un día al pasar por una sala leí en la pared: «Mientras hay vida, hay esperanza». Me sorprendió lo absurdo que allí sonaba. Me hubiera gustado colocar sobre las verjas de entrada al sanatorio esta otra: «El que aquí entre, que abandone toda esperanza».» Lo que luego sucedió lo resume ella misma: «Me alegra que como resultado de mi visita al sanatorio… Nueva York destine un millón de dólares adicional cada año para el cuidado de enfermos mentales. Al menos tengo la satisfacción de saber que esos pobres desafortunados estarán mejor cuidados gracias a mi trabajo».

La riqueza de estos reportajes subyace en la fuerza de lo que se denuncia, y en el poder de lo testimonial, de experiencias extremas vividas en persona

Su arrojo se puso de manifiesto con apenas 18 años, en 1884, cuando dio sus primeros pasos en el periodismo al publicar en el diario local Pittsburgh Dispatch una carta incendiaria, protestando por un editorial de contenido sexista. El director del periódico quedó tan impresionado con el escrito que fue contratada inmediatamente. Como era habitual en la época, quisieron colocarla en las secciones femeninas del periódico, pero Nellie Bly prefirió dedicarse a otros aspectos, como demuestran sus artículos sobre las pésimas condiciones de las mujeres trabajadoras en el Estados Unidos de finales del XIX. En 1887, con 23 años, logró finalmente trabajo en el New York World y se hizo famosa por sus reportajes de investigación en primera persona. Se transformó en empleada en una fábrica de cajas, en criada de familias ricas y en loca, como se ha comentado en Diez días en un manicomio. El compromiso de Bly, además de con su profesión, estaba con las mujeres, con reivindicar una mejora en sus circunstancias vitales y laborales. Brooke Kroeger en Nellie Bly. Daredevil, Reporter, Feminist (Three Rivers Press, 1995) se ocupa precisamente de subrayar el feminismo de Bly, que califica de «temerario», como su reporterismo. Matthew Goodman detalla en Ochenta días (Aguilar, 2013) la vida de esta periodista aguerrida, conocida también por su faceta viajera, porque la norteamericana dio la vuelta al mundo en setenta y dos días y llegó a superar el récord de Phileas Fogg, el protagonista de Jules Verne, su oponente de ficción.

Ya a principios del siglo pasado algunos periodistas norteamericanos recogieron este espíritu de denuncia de Bly y fueron denominados despectivamente muckrakers. Un término acuñado por Roosevelt en su discurso «El hombre con el rastrillo de estiércol» (1906), en el que el presidente norteamericano hacía alusión a las acusaciones de corrupción que ciertos periódicos vertían sobre su persona. Entre estos muckrakers, Samuel Hopkins, en The Great American Fraud (1906), denunció la fabricación y venta de medicamentos peligrosos. Ray Stannard Baker, en Following the Color Line (1908), denunció el racismo que sufrían los ciudadanos negros. La jungla (1906) de Upton Sinclair (recientemente traducido al español por la editorial Capitán Swing), denuncia las malas prácticas de la industria cárnica que el autor observó en los mataderos de Chicago y retrata las duras condiciones y vidas explotadas de los inmigrantes en los Estados Unidos. México insurgente (1914) y Diez días que revolucionaron al mundo (1919), sobre la revolución rusa, de John Reed, responden también al modus operandi de este grupo de activistas reporteros, fuertemente ideologizados. Estos periodistas encontraron difusión gracias a magazines como Mc Clure’s, Collier’s, Cosmopolitan, Hampton’s o The Masses.

Hay otra reportera norteamericana, contemporánea de Bly, a quien podemos encuadrar en esta corriente muckraker. Se trata de Ida M. Tarbell (Pensilvania, 1857-Connecticut, 1944) que se atrevió con Rockefeller y abordó en 18 reportajes las prácticas corruptas y monopolizadoras de su empresa petrolera en Historia de la Standard Oil Company (1902 -1904).

Este periodismo de denuncia tuvo también su reflejo en la vieja Europa. En aquella época, Jack London se adentraba en los suburbios londinenses, como recoge en El pueblo del abismo (1903), y creaba un caldo de cultivo propicio para que años más tarde se consolidase este periodismo de inmersión con la figura de George Orwell, con Sin blanca en París y Londres (1933), El camino de Wigan Pier (1937) e incluso con Homenaje a Cataluña (1938). Roberto Herrscher se ocupa de Orwell y revisa su quehacer periodístico bajo el epígrafe significativo de «sufrir para contarlo» en Periodismo narrativo. Cómo contar la realidad con las ramas de la literatura (Universidad de Barcelona, 2012).

Y, naturalmente, también las mujeres europeas ocuparon un papel significativo: en la Francia de comienzos del XX triunfaban los artículos de la redactora Marie Laparcerie, que ejerció varios oficios para poder retratar con exactitud la situación de diferentes profesionales, en especial de las mujeres.

La España de la denuncia

En España también asistimos a esta línea de denuncia y de reporterismo encubierto emprendido por Nellie Bly o Marie Laparcerie. En la etapa republicana de los años treinta surge una mujer fundamental: Magda Donato. Esta periodista y actriz recogía el compromiso social de sus antecesoras y enarbolaba el espíritu feminista de algunas como Bly, pero también de periodistas españolas fuertemente comprometidas como Carmen de Burgos, «Colombine». Donato, en enero de 1918, publicaba un artículo titulado «La mujer y el periodismo» en El Imparcial, donde declaraba su absoluta confianza en el quehacer periodístico femenino: 

En cuanto el ambiente se haya despejado por completo de su estrechez y de su mezquindad molesta, las mujeres podrán libremente consagrarse al periodismo, que sólo ellas pueden hacer llegar a su pleno desarrollo.

Tenía que «despejarse el ambiente», eso sí, para que las mujeres pudieran ocupar el lugar que les correspondía en el periodismo. Pero Donato consideraba que las mujeres, y no los hombres (enzarzados en un «cinismo periodístico, con el cual (…) creen probar su superioridad»), iban a llevar el periodismo a su «pleno desarrollo» gracias a una serie de cualidades especialmente significativas del sexo femenino: humanidad, desinterés, perseverancia, serenidad y cariño en aquello que emprenden. Como señala Marguerite Bernard en un artículo dedicado a Donato e incluido en Papel de Mujeres. Mujeres de papel (Bergamo University Press, 2008): las cualidades tradicionalmente vinculadas con la educación femenina, aquellas que las convertían en el «ángel del hogar», son subvertidas por la periodista hasta transformarlas «en una oportunidad más para relacionarse con el mundo y contribuir a mejorarlo». Y lo cierto es que Magda Donato puso en práctica estas posiciones en lo que denominó Reportajes vividos (Renacimiento, 2010), publicados en su día en el diario Ahora, entre 1932 y 1936. Una serie de reportajes en los que la periodista se introducía en un determinado ambiente y narraba a los lectores su experiencia en ese territorio. Periodismo de infiltración y de compromiso social, feminista y republicano, con paso y estancia también por un manicomio, un hogar de mendigas y una cárcel de mujeres, entre otros entornos y realidades marginales.

El éxito de estos reportajes le valió un homenaje por parte de periodistas e intelectuales del momento y, como recoge Bernard, también le realizaron una extensa entrevista en la revista ilustrada Crónica, que pone de manifiesto lo novedoso de esta modalidad periodística para España y el interés que había suscitado. La cronista señala algunos aspectos fundamentales del periodismo encubierto y de su compromiso con la verdad:

La idea de hacer un reportaje fingiéndome loca para estar con más libertad entre ellas —o para que ellas lo estuviesen conmigo, mejor dicho— nació… como nacen esas cosas: pensando, buscando temas y procedimientos que rompan el ritmo de lo normal, de lo diario. Por el afán de hacer algo más personal, más distinto de lo de casi siempre… Me encanta esto de vivir el reportaje, de buscar la verdad por el camino de la simulación (25 de noviembre de 1933).

El que terminó siendo su último reportaje, «Como se vive en el Puente de Vallecas. Visitando hogares con las instructoras de sanidad», publicado el 19 de julio de 1936, pretendía, sin embargo, inaugurar una serie dedicada a recoger la realidad de los barrios populares de Madrid. La Guerra Civil arrasó con el proyecto, aunque no con el reporterismo de Donato, que aún llevó adelante tres reportajes sobre la guerra antes de exiliarse y dedicarse en México a su carrera teatral más que a la periodística.

Los pasos emprendidos por la madrileña sirvieron de estímulo a la periodista Josefina Carabias, primera mujer redactora de información general en la prensa española, que realizó también una incursión en el periodismo encubierto. Su reportaje «Ocho días como una camarera del Hotel Palace», publicado en cuatro entregas, en Crónica, en abril de 1934, era anunciado a bombo y platillo en el propio medio, con fotografías de la periodista vestida con el traje y la cofia de camarera. Crónica era una de esas revista ilustradas de éxito en el primer tercio del siglo XX en España, que ponían una parte importante de su esfuerzo en las imágenes, aprovechando el desarrollo tecnológico y artístico del reporterismo gráfico de esa época.

Angeles Ezama (El argonauta español, nº 9, 2012) da cuenta de cómo Josefina Carabias, desde sus inicios en el periodismo, en La Voz, de 1932 a 1934, mostró una atención especial por el asunto del trabajo. La quiebra del sector de la construcción originó que el 30 por ciento de la población trabajadora de Madrid estuviera en paro. La periodista entrevistó a Manuel Muiño, concejal, y a Daniel Riu, Director general de Trabajo («El angustioso problema del paro obrero en Madrid»La Voz, 10 de febrero de 1934), quienes sugieren posibles soluciones; con todo la periodista afirma: «La mejor manera de ayudar al parado es darle trabajo. Con el socorro se resuelve poco». Esta crisis llevaba también a familias al desahucio y Carabias se ocupó de este tema en «El drama de todos los días. Los trastos en la calle: el desahucio y sus consecuencias» (La Voz, 22 de enero de 1934). Ningún tema eludió Carabias en sus crónicas; todo lo contrario, su compromiso con los trabajadores es patente en todo su periodismo.

Periodismo indeseable

A mediados de los sesenta llegaría de Alemania el periodista indeseable. Günter Wallraff  popularizó y acuñó la práctica del engaño, de la máscara que desvela la verdad oculta, normalmente por ilegal y casi siempre por inmoral, con su emblemático Cabeza de turco (Anagrama, 1985).

Algunos cronistas siguen explotando esta virtualidad performativa en su ejercicio profesional. La precariedad y explotación laboral es la que ocupa un primer plano y la que ha producido un mayor número de reportajes de infiltración.

A esta nueva corriente del periodismo de infiltración se han apuntado también un conjunto de mujeres que se han metido en la piel y han sido protagonistas de la precariedad laboral sobrevenida por diversas crisis económicas. Es el caso de la norteamericana Bárbara Ehrenreich, con Por cuatro duros. Cómo (no) apañárselas en Estados Unidos (Capitán Swing, 2014) y Bait and Switch. The (Futile) Pursuit of the American Dream (Granta, 2006). O de la argentina Laura Meradi con Alta Rotación. El trabajo precario de los jóvenes (Tusquets, 2009). La francesa Florence Aubenas y El muelle de Ouistreham (Anagrama, 2011). La española Cristina Fallarás con A la puta calle (editorial Bronce, 2013). Todas ellas periodistas que convierten el camuflaje en una herramienta introspectiva y que arriesgan su salud física y mental con una finalidad clara de denuncia social; y con el objetivo de retratar la precariedad y el sistema que la hace posible.

Dignas herederas de Bly, Laparcerie, Donato o Carabias, que se ocuparon de los desfavorecidos, marginales y excluidos: locas, presas, mendigas, sirvientas y precarizadas. Las crónicas o reportajes novelados de Ehrenreich, Meradi, Aubenas o Fallarás, como los de sus maestras, explicitan las estrategias de inmersión, los procesos de transformación personal, el viaje a los infiernos que son estas crónicas de las desahuciadas del sistema.

Estas crónicas explicitan las estrategias de inmersión, los procesos de transformación personal, el viaje a los infiernos

En este mismo orden de cosas, la  ensayista y activista social estadounidense Bárbara Ehrenreich, en Por cuatro duros, decidió, en el 2003, llevar a cabo una investigación sobre las condiciones laborales de las clases pobres de Estados Unidos. En ese momento, cuenta Ehrenreich que le comentó en una comida a su editor: «Alguien tendría que hacer periodismo a la antigua usanza, ¿sabes? Echarse a la calle y ver cómo es la cosa». Y eso hizo y así empezó su viaje.

Decidió comprobar y experimentar en carne propia el régimen de vida de este tipo de trabajadoras. Se propuso subsistir un año realizando los trabajos peor remunerados; aquellos que supuestamente no exigen cualificación alguna. Y durante este año viajó y trató de subsistir ejerciendo de camarera de un hotel en Florida, de señora de la limpieza y cuidadora de ancianos en Maine o de dependienta en un Wal-Mart de Minnesota. Sobrevive como puede, como sus compañeras: come comida basura, alquila cuartuchos y se mata a trabajar. Es interesante en la crónica todo lo respectivo al tipo de solicitudes, pruebas, test, entrevistas y cursos de aprendizaje previos al trabajo que tiene que realizar y completar para ganar entre 6 y 9 dólares la hora. Las preguntas que tiene que responder y los supuestos cursos de capacitación a los que debe asistir; así como los test de drogas. Todo un entramado de crónicas que retratan bien las obsesiones y prejuicios de la sociedad actual. Ehrenreich no renuncia al análisis directo, a lo argumentativo más que narrativo, y tanto la introducción («Manos a la obra») como las «Conclusiones» que cierran el libro muestran los datos, las cifras y la documentación brutal que le sirve para terminar de reconstruir este panorama de la precariedad y miseria en Estados Unidos.

El éxito le animaría a volver a infiltrarse, pero esta vez entre la clase media. En concreto, en el mundo de las secretarias, empleadas administrativas y asistentas con Bait and Switch. Un título que responde a una frase en inglés que, como señala Roberto Herrscher en su blog, «se refiere a los engaños de la publicidad, que promueven productos o servicios en condiciones óptimas y a un precio bajísimo, pero cuando uno llama esa casa o ese curso justo no están disponibles. “Pero este otro sí…” La idea es que los buenos empleos para la clase media se han vuelto similares a estas estafas».

Ehrenreich recoge aquí  un mundo de frustraciones casi mayor que en la crónica anterior porque las secretarias se creen algo más la «película» del sueño americano. Es una crónica de intentos infructuosos de mujeres por subir escalones, una crónica de falsas esperanzas.

La crisis de 2008

En El muelle de Ouistreham, Florence Aubernas sigue de cerca los pasos de la norteamericana en Por cuatro duros, pero en Francia y con motivo de la crisis económica europea del 2008:

La crisis. No hablábamos de otra cosa, aunque no sabíamos muy bien qué decir de ella ni cómo medirla. Ni siquiera sabíamos hacia dónde dirigir la mirada. Todo apuntaba a un mundo que se derrumbaba, y sin embrago, a nuestro alrededor, todo parecía permanecer en su sitio, aparentemente intacto.

Soy periodista y tuve la sensación de encontrarme ante una realidad que, por no comprenderla, no podía explicar. No encontraba las palabras.

(…)

Decidí marcharme a una ciudad francesa con la que no tuviera ningún vínculo para buscar trabajo desde el anonimato.

(…)

Conservé mi identidad, mi nombre y mis documentos, pero me escribí en el paro con un título de bachillerato por todo bagaje. Aseguré que me acababa de separar de un hombre con el que había convivido durante veinte años que satisfacía todas mis necesidades, lo que explicaba que no pudiera acreditar ninguna actividad profesional durante todo ese tiempo.

Me teñí de rubio. Ya no me quité las gafas. No cobré ningún subsidio.

(…)

Decidí que pondría fin a mi investigación el día en que ésta diera su fruto, es decir, cuando consiguiera un contrato indefinido.

Esta búsqueda duró casi seis meses: de febrero a julio de 2009. En este tiempo, Aubenas pasa por el clientelismo de las oficinas del paro y por la explotación de las empresas de trabajo temporal. Consigue diversos trabajos, siempre de limpiadora. El título de la crónica se refiere a uno de esos trabajos que terminará realizando a pesar de la dureza del mismo y de que ya le habían advertido de que aquello era infrahumano. La periodista lo cuenta de este modo, al tiempo que pone delante del lector el mundo de opciones existentes para los marginados del sistema:

Todo el mundo me había prevenido: si te topas alguna vez con un anuncio breve que ofrece trabajo para el transbordador de Ouistreham, ándate con mucho cuidado. No vayas. Ni siquiera respondas. Ni te lo plantees. Olvídalo. Ninguna de las personas con las que hablaba había trabajado en el trasbordador pero todas decían lo mismo: es lo peor de todo, peor que las constructoras turcas, que pagan aún menos que en Turquía, si es que pagan; peor que las ostricultoras, que te obligan a esperar durante horas entre mareas para salir a la mar a sacudir interminablemente los sacos de cultivo; peor que en la horticultura, donde te partes la espalda para recoger endivias o zanahorias; peor que las cuevas subterráneas de Fleury, antiguas canteras utilizadas como refugios antiaéreos durante la guerra y reconvertidas hoy en champiñoneras que te dejan molido tras una tarde de trabajo. El cultivo de la manzana también es un auténtico calvario, pero la temporada empieza más tarde. Todos estos trabajos son la cárcel y las galeras juntos, pero todos son mejores que el trasbordador de Ouistreham.

En Buenos Aires, Laura Meradi se ocupa de retratar la precariedad laboral de los jóvenes. Alta rotación nos muestra a una joven periodista que se debate consigo misma por el trabajo de infiltración que está realizando. En más de una ocasión siente la falsedad de su situación, en especial por los otros con los que convive. Jóvenes como ella, a los que siente que espía: «A la noche anoto en una libreta negra las observaciones del día. Me siento mentira, eso escribo cuando recuerdo la historia que me contó Julieta. Tener que escuchar una historia para recordar otra, en vez de contarle que mi historia es parecida a la de ella. No sé si me la voy a aguantar. Mentir tanto, preguntar todo, grabar, anotar». Meradi piensa que se apropia de sus vidas, de sus voces, de su miseria para construir esta crónica y su sentido de lo honesto le hace sentirse incómoda en la performance. Un proceso de transformación que refleja casi siempre este tipo de periodismo encubierto y que forma parte esencial de estas crónicas porque nos da el alcance del cambio y de la inmersión. En el caso de Alta Rotación, Meradi lo experimenta con dolor; incluso llega a verse a sí misma como un monstruo:

Voy al baño y me miro al espejo. Me asusto: tengo la cara levemente desplazada hacia la derecha. Si miro bien veo que ese efecto es producido por un bulto que me sale a la altura de la oreja, desde atrás. Pienso que es algo neurológico. Que cuando parecía que me aguantaba todas las mentiras y especulaciones mi cerebro se estaba estrangulando, recalentando, le estaba constando funcionar.

Esta cronista, como las anteriores, idea un falso curriculum para los trabajos que quiere desempañar: aquellos que requieren escasa cualificación y que suelen estar mal pagados.  Trabajos que realizan a diario muchos jóvenes como ella en Argentina. Alta Rotación nos cuenta su paso como vendedora callejera de tarjetas de crédito, de teleoperadora “en inglés” por las noches en un Call Center, de cajera en un supermercado, de dependienta en McDonald’s, de camarera… Una intensa crónica  de cuatrocientas páginas, que termina simbólicamente con esta frase: “si eres veraz, desaparece la sangre y retrocede la angustia”.

Meradi atraviesa de un proceso de transformación que refleja casi siempre este tipo de periodismo y nos da cuenta del alcance del cambio y de la inmersión

A la puta calle (Editorial Bronce, 2013) es otra crónica en primera persona de un viaje al infierno de la pobreza. Cristina Fallarás cuenta su experiencia, pero no es exactamente una infiltrada, porque en efecto es la periodista la despedida y desahuciada.

En esto, se aproxima al denominado periodismo gonzo, «patentado» por el norteamericano Hunter S. Thompson, donde el reportero es protagonista de la historia que narra también en primera persona, pero las situaciones que experimenta y provoca las realiza en calidad de quién es, no se disfraza, no adquiere una personalidad que no es la suya. En esta vertiente, que merece estudio aparte (por toda una serie de connotaciones que abordé en «De Las Vegas a Marina D’or. O como llegar desde el New Journalism norteamericano de Hunter S. Thompson hasta la nueva narrativa española de Robert Juan-Cantavella») destaca sobre manera la periodista peruana Gabriela Wiener, «con su particular exhibicionismo y su proyección de nasty girl, que termina por incorporar al lector como un personaje más, como voyeur en sus relatos, dejando de ser ella quien observa para pasar a ser observada». Tres libros de crónicas gonzo en su haber hasta la fecha: Sexografías (Melusina, 2008), Nueve Lunas (Random House, 2010) y Llamada perdida (Malpaso, 2014).

Volviendo A la puta calle, Fallarás cuenta que fue despedida del periódico ADN a finales de 2008 (embarazada de 8 meses de su segunda hija), y la orden de desahucio le llega la tarde del 13 de noviembre de 2012. Esta crónica pone cara, voz y cuerpo a un desahuciado; ella misma. A lo largo de 156 páginas Fallarás describe cómo se produce el desmoronamiento, qué pasos llevan hasta esta situación y cómo afecta todo el proceso de desempleo y de desahucio a nuestra vida, nuestra familia y nuestro entorno.

La cronista nos cuenta su bajada a los infiernos o su caída desde lo alto del monte Niesen:

O sea que todo esto que voy a contar empieza el día que me despiden.

Dicen los suizos que la escalera más larga del mundo es la que trepa el monte Niesen, un pico de 2363 metros y forma piramidal. (…)

Bien, ahí están, casi tres kilómetros y medio de escalones. Ahora imagine que se encuentra en lo más alto de ese infierno, mirando hacia abajo y le dan una patada en los riñones. No una patada infantil, no la patadita de uno que sale de su coche porque le has rozado con la moto, ni siquiera la patada de un imbécil que se ha pasado con los tóxicos y busca bronca, sino la patada más huracanada de Bruce Lee en su mejor época. La madre de todas las patadas. PUM, en los riñones. En los momentos de crisis como la actual esa patada es el despido y, una vez la ha recibido, no dejará de rodar, canto a canto, filo a filo, hasta el suelo, allá lejísimos, unos once mil golpes más abajo, el suelo contra el que se da de brices lo que queda de usted es el desahucio. Lo que queda de usted.

Sí, todo esto empieza el día que te despiden, chau, usted, ya no puede estar aquí, ni siquiera gratis, ni siquiera para fingir que trabaja. Primero te despiden. A la puta calle UNO. Luego te comes el paro. Luego te meriendas los ahorros. Luego te cortan los suministros y te desahucian. Nam, ñam, ñam. A la puta calle DOS.

Esta crónica nos habla de la crisis española, del desmoronamiento político y social de estos tiempos, de los despidos. Fallarás se quita la máscara y nos golpea por si acaso queremos seguir mirando a otro lado, seguir pensando que a nosotros no nos puede pasar y que los desahuciados fueron unos oportunistas o unos insensatos que se arriesgaron a lo loco y ahora pagan sus consecuencias. La periodista se pone como ejemplo, como epítome de mujer despedida en pleno embarazo y desahuciada.

Apariencia y performance

En todas estas crónicas  se aprecia cómo es el proceso de precarización, cómo el disfraz se les convierte en piel; «Ehrenreich se desdobla, no se disfraza. Es una versión de sí misma la que viaja, no una actriz representando un papel», afirma Herrscher en su reseña;  cómo se  narra y retrata desde dentro la marginalidad femenina, esa otredad, que puede ser una misma, como sucede con Cristina Fallarás; así como la eficacia o no, la operatividad o no de su trabajo antes y ahora. En palabras de Laura Meradi en Alta Rotación: «Los trabajos pasaban por nuestra espina dorsal, haciéndonos una cosquilla profunda que dolía y desorientaba».

En este breve repaso a estas «mujeres de papel» es difícil establecer si existe una diferenciación formal o de sexo, por el hecho intrínseco de ser mujeres. En ellas el juego de apariencias y la actuación van más allá del disfraz, de la máscara o del fingimiento, cuando llevan adelante un buen reportaje de investigación con infiltración incluida. Son limpiadoras, mendigas, locas, criadas, enfermas… Mujeres que de otro modo no hubieran encontrado respaldo ni quién atendiese a sus circunstancias. Mujeres que se hacen visibles.

Y lo cierto es que las investigaciones periodísticas y los duros procesos de inmersión de estas cronistas resultan en bastantes ocasiones provechosos para aquel otro (otra en este caso) al que retratan, y al que encarnan temporalmente. Porque las autoridades competentes toman nota y a veces legislan o articulan ordenanzas que cambian las situaciones. Bly, Laparcerie y Donato consiguieron muchos avances gracias a sus denuncias.

Son limpiadoras, mendigas, locas, criadas… Mujeres que de otro modo no hubieran encontrado quién atendiese a sus circunstancias. Mujeres que se hacen visibles

En la actualidad también se alcanzan algunos logros, pero sigue siendo complejo. En cualquier caso, concienciar a los lectores, a los ciudadanos, no es poca tarea. Y estos relatos consiguen conmover e interesar por lo político, por lo social, gracias a la calidad y la fuerza testimonial de lo que narran y describen.

Y no es nada sencilla la fórmula que han escogido estas cronistas para poner en evidencia malas praxis laborales y denunciar la marginalidad, el abuso y el grado de exclusión de tantos que se quedan fuera o que malviven dentro del sistema capitalista. Aunque su bajada a los infiernos sea temporal y con un billete de vuelta (no en el caso de Fallarás, como hemos visto), estos procesos de inmersión no pasan sin un elevado coste para las protagonistas. Les marcan y nos marcan. Hacen tomar conciencia de lo que pasa delante de nuestras narices, ante nuestros ojos. Retratan las circunstancias laborales y la vida de las clases bajas de sus propios países. No necesitan hacer las maletas, más bien les sobran maletas. Un poco locas sí deben estar, aunque Bly dijera lo contrario, porque meterse en semejantes situaciones y «sufrir para contarlo» requiere de un temperamento y aguante especiales. Ellas han querido y han podido contarlo.

Este viaje a las profundidades, este proceso de inmersión extrema en el mundo de los desfavorecidos, marginados y excluidos de la sociedad tiene su peaje. Pero es un precio que muchos entendemos que merece la pena si permite denunciar abusos y situaciones que no podrían registrarse ni contarse de no ser por este proceso de inmersión, por esta caracterización e infiltración.

E inmediatamente surge la pregunta sobre la reivindicación femenina o feminista de este conjunto de mujeres. Es obvio que en la mayoría de los casos la inmersión se produce en espacios diferenciados y reservados al sexo femenino: limpiadoras, secretarias o donantes de óvulos. Por tanto, es indisociable esta condición femenina de un compromiso con la mejora social de las mujeres y con el reconocimiento de su papel igualitario en la sociedad. Un compromiso que encontramos en estos más de cien años que han transcurrido entre las publicaciones de Bly y de Fallarás. Pero, por encima de esta reivindicación de sexo, existe en todas ellas la necesidad casi visceral de la denuncia social. Esa es su gran contribución al periodismo; al periodismo desde su género femenino y singular.