En esta serie de Ander Izagirre encontraremos algunas caminatas por la isla de Tenerife para creernos un poco Alexander von Humboldt: Puerto de La Cruz, La Orotava, el Teide y Anaga. Y al final del camino, Fidelina Gallardo, ventera de Roque Bermejo.

A la vuelta de sus expediciones americanas, Humboldt escribió otra frase de oro para los folletos de turismo canarios: «Después de recorrer las riberas del Orinoco, las cordilleras del Perú y los valles de México, confieso que no he visto en ninguna parte un cuadro más variado, más atrayente, más armonioso que el valle de La Orotava, por la distribución de las masas de verdor y de las rocas».

En la carretera TF-21, entre Santa Úrsula y La Orotava, está el Mirador de Humboldt. Desde allí se aprecia la costa «cultivada como un jardín», similar «a los alrededores de Capua o Valencia», escribió Humboldt en aquella época anterior a la gran expansión inmobiliaria, pero una costa, añadió, «infinitamente más bella gracias a la proximidad del Teide, que a cada paso ofrece nuevos puntos de vista».

El valle de La Orotava es un anfiteatro que baja desde los 2.000 metros de altitud hasta el mar, con una anchura de quince kilómetros. Como descubrieron más tarde los geólogos, esta cuenca se abrió por un gigantesco corrimiento de tierras en las laderas del Teide. La avalancha de rocas acumuladas en el fondo oceánico lo confirma. Humboldt abarcó todo el valle de un vistazo y observó que la vegetación se distribuía por franjas, en función de la altitud. De abajo arriba, desde el Puerto de La Cruz hasta el pico del Teide, delimitó cinco regiones: la de las viñas, la de los laureles, la de los pinos, la de la retama y la de las gramíneas. Años más tarde otros botánicos precisaron mejor esos pisos de vegetación, pero Humboldt descifró en La Orotava la clave de una nueva ciencia: la geobotánica, que estudia la distribución de los vegetales en la Tierra.

No conviene conformarse con la idea de que Tenerife es playa y volcán. Una posibilidad para comprobarlo consiste en caminar, y además cuesta abajo, para atravesar paisajes como quien atraviesa pantallas de un videojuego —sin más monstruos que alguna lagartija—.

La Orotava merece una pausa. Es una ciudad de tres continentes

Humboldt subió en mula casi todo el Teide, así que yo tomo un autobús con tranquilidad de conciencia, desde Puerto de la Cruz hasta el cráter de La Caldera, a 1.200 metros de altitud. La bajada a pie por Pinolere y La Orotava, hasta la costa, atraviesa en tres horas casi todos los niveles de Humboldt: los bosques de pino canario, castaños y madroños; los bosques de laureles, relictos de aquellos que crecían en toda Europa antes de las glaciaciones; los maizales, los limoneros y los manzanos en Pinolere; las vides, los aguacates y las hortalizas en bancales de La Florida; y el plato de queso asado con miel en La Orotava, que Humboldt no menciona, porque ya hemos dicho que su obra fue extensa pero no perfecta.

La Orotava merece una pausa. Es una ciudad de tres continentes. Primero fue Araotava, un poblado de los guanches, los nativos tinerfeños que habían llegado a las islas hace dos mil años, desde tierras bereberes. En 1496, después de muchas guerras, el adelantado Alonso Fernández de Lugo se plantó allí y también distribuyó el territorio por estratos. No era geobotánica, era la ciencia muy precisa de la conquista: las mejores tierras para él y para su familia, las siguientes para sus oficiales, las siguientes para las familias de la aristocracia castellana, que vinieron desde la ciudad de La Laguna a colonizar el valle recién ocupado. Los guanches quedaron hechos harina, literal: de ellos queda el gofio, la harina que elaboraban moliendo y tostando cebada, trigo, lentejas, helechos, y que ahora, hecha con trigo y con el maíz que vino de América, sigue en los menús tinerfeños. En La Orotava conservan los molinos del gofio, alguno todavía funciona. También los palacios y los conventos construidos tras la conquista. Y la iglesia de la Concepción, pagada por los indianos tinerfeños de Cuba, productores de ron, café y azúcar, que levantaron un templo con un aire barroco americano y el toque volcánico de los muros negros.

El camino baja hasta la costa entre urbanizaciones, rotondas, aparcamientos, todavía algunas huertas y algún barranco en el que esconderse un poco. Da gusto meter los pies cansados en el Atlántico, rebozarlos con arena volcánica y mirar arriba al Teide, de donde vino cada uno de los granos de gravilla negra que tengo entre los dedos.