Agadir no parece hoy un destino lo bastante atractivo para viajar. Es poco exótico. Conocido por mucha gente, fácil de alcanzar gracias a los vuelos de bajo coste, residencia en invierno de la tercera edad francesa y alemana, muy cerca de las turísticas Marrakech y Essaouira… Nadie presumiría demasiado (y al viajero y al turista les gusta presumir) de haber vuelto de una estancia en la ciudad. Sin embargo, ¿qué pasaría si las razones para viajar a un destino turístico fueran otras? ¿Qué ocurriría, por ejemplo, si el motivo fuera ir a la Universidad? ¿Qué mirada presentaría sobre el lugar?

Fue a Youssef Akmir, profesor de Historia Contemporánea y especialista en las relaciones hispano-marroquíes de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de Agadir, a quien se le ocurrió invitarme. Accedí encantada. Sobre todo porque tendría la oportunidad de, una vez allí, viajar hasta lo que un día fue el Protectorado Español del sur de Marruecos.

Sólo la Facultad de Letras cuenta con 30.000 alumnos. La Universidad de Agadir, Ibn Zohr, recoge al alumnado del sur del país (formado por cuatro regiones y el 50% del territorio nacional), más de 55.000 alumnos —sólo la Facultad de Letras cuenta con 30.000—. Al igual que en todo Marruecos, es gratuita y aquellos que vienen de fuera de la capital pueden contar con alojamiento y manutención por 50 euros. En la actualidad, están acabando de construir la Facultad de Medicina. Existe también una colaboración estrecha con la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, tan cerca de Agadir, por la que los profesores de las respectivas facultades de letras imparten cursos como invitados, y los alumnos de la región inscriben algunas de sus Tesis de Doctorado en España.

Una decena de profesores hispanistas me esperaba para darme la bienvenida a la entrada del edificio —racionalista, de cubos blancos de hormigón— de la Facultad de Letras, el lugar donde impartí mis charlas. Fueron dos mañanas intensas hablando a un centenar de alumnos, contestando a sus preguntas, descubriendo la imagen que tienen de España y, sobre todo, asistiendo a su sorpresa y extrañeza al conocer la imagen que España tuvo de Marruecos. Durante el tiempo que compartí con Youssef y sus colegas, alternaban las lenguas con una facilidad envidiable. Saltaban, sin darle la menor importancia, del francés al español, al árabe clásico y al dialecto marroquí ante mi admiración y mis remordimientos por llevar luchando años con leer y hablar el árabe clásico.

Tras las conferencias, ya no fue posible viajar o pasear sola; los profesores que me acompañaron, con gran cortesía y hospitalidad, me mostraron con sus ojos Agadir y su provincia.

¿Y quién no querría huir del invierno y bañarse en el océano? O, al igual que hacen los agadireños, ¿recibir el día de año nuevo sumergiéndose en el agua?

La ciudad es conocida internacionalmente por el turismo. Tras Marrakech, es el segundo lugar más visitado de Marruecos. En el año 2010, fue el destino preferido para viajar por los turistas de Europa Oriental. No es de extrañar. Su clima la convierte en una ciudad apacible. A principios de marzo, cuando la visité, la temperatura media era de 18º. ¿Y quién no querría huir del invierno y soñar con bañarse en el océano? O, al igual que hacen los agadireños, ¿recibir el día de año nuevo sumergiéndose en el agua? Como bien saben muchos ancianos europeos que se han retirado allí, además de que el clima es estupendo, se puede vivir con una jubilación mínima y comunicarse en francés, una de las dos lenguas oficiales del país. A los edificios construidos tras el terrible terremoto que la destruyó en 1960, y que provocó más de 15.000 muertos, se suma la fiebre de la construcción que está asolando la ciudad, consecuencia de la estructuración económica y social que avanza en el país en el último año y medio.

Agadir no tiene el exotismo de Marrakech, ni el encanto ni la belleza de Essaouira, ni la atractiva dureza continental de Uarzazate, pero su bahía infinita y su ambiente relajado invitan a identificarse con sus jubilados. ¿Por qué no retirarse allí en el futuro?

Sin embargo, la ciudad es otra cosa. Para empezar, la capital de una región que mira de frente al océano Atlántico, es decir, uno de los lugares preferidos por los surfistas de medio mundo. El constante clima semitropical, frente al atlántico  de Essaouira, otro de los grandes destino surferos, hace que albergue zonas idílicas para este deporte y todo lo que genera. Taghazout sobre todo, al norte de Agadir, pero cualquier población costera de camino a Mogador se descubre como un lugar exótico para el viajero que creía conocer Marruecos. Mirando las olas, se encuentran aparcadas caravanas gigantes y carísimas en campings descontextualizados. ¿Quién ha visto alguna vez un camping en Oriente? Todo se tiñe de una atmósfera muy extraña.

Perderse, como me ocurrió, en una carretera secundaria de camino a la mínima población de Imzouane; bajar la ventanilla para preguntar a los únicos transeúntes de los acantilados cómo salir de allí, fijarse en sus cabellos rubios teñidos por la sal y el sol, sus pechos descubiertos, sus pies descalzos y que me contestaran en un inglés afrancesado, me hicieron sentirme en otro país. La globalización existe. Varkala (India), Dahab (Egipto), Unawatuna (Sri Lanka) o Imzouane, poblaciones surferas, además de hippies, son tan semejantes entre sí como los viajeros que se apropian de ellas.

Agadir no cuenta con una parte antigua, el terremoto la destruyó. Sin embargo, su zoco es todo lo oriental que un viajero documentado puede desear. A pesar de ello, hay algo diferente. Otros volúmenes. Montones afilados de frutos pequeños. Pirámides rojas que sobresalen por el skyline de los puestos de frutas y verduras. La retina es atraída irremediablemente hacia ellos. El sol de la tarde atraviesa los huecos del techo y cae desafiándolos y apuntando hacia las cumbres incendiadas. Fresas descomunales y exageradas. Me invitan a probarlas, pero me producen cierto temor. Prefiero un zumo de los frutos naranjas. Mientras los exprimen con fruición, me doy cuenta de su tamaño: enorme. Entre los puestos, caminan algunos vendedores que ofrecen cajetillas de frutos rojos, grosellas, moras: de nuevo generosísimos. No los había visto antes en otro mercado. Como si sospechara de algo, lo recorro de nuevo rápidamente. Todo es muy grande, como si se hubiera hinchado, es más, como si se hubiera «anabolizado».

Agadir se ha convertido en el huerto de Europa. Surte de formas, gustos y colores a Occidente. La crisis económica ha hecho que los pequeños empresarios españoles del cultivo intensivo, muchos afincados en Almería, hayan desplazado sus negocios hasta allí, o que empresas de semillas, como Fito, surtan de género y busquen trabajadores en la región. Como no puede ser de otra forma, en pocos años empezarán a producir frutas y verduras ecológicas, el otro gran huerto que se está formando ahora mismo en Europa.

Con estos vínculos comerciales, no es de extrañar que España mantenga un consulado en la ciudad. Herencia además del Protectorado Español del sur, que incluía la zona de Cabo Yuby o Tarfaya (con territorios del Sáhara Occidental), que obtuvo la independencia en 1958, e Ifni, que pasó a soberanía marroquí en 1969.

En el zoco de Agadir hay algo diferente: pirámides rojas que sobresalen por el skyline de los puestos de frutas y verduras, fresas descomunales y exageradas

Al igual que ocurre en muchos países, entre el norte y el sur de Marruecos hay grandes diferencias. Una de las más conocidas entre los marroquíes es la idea de que el Norte es cosmopolita y abierto y el Sur menos moderno. Algo que cuando lo escuché por primera vez me sorprendió. Vete a saber por qué identificaba el Norte con el Rif y el Yebala, de orografía abrupta y, por ende, más cerrado, y el Sur, con las zonas más turísticas como Marrakech. Sin embargo, el Norte ha mirado hacia Europa y el Sur hacia sí mismo. Nada es como parece.

Curiosamente, el profesor que me acompañó a Essaouira solía contarme las dificultades que había tenido y seguía teniendo por ser de Tetuán y vivir en Agadir.

—Es mi acento del Norte —me decía—. Reconocen que no soy de la provincia y se aprovechan de mí.

Por eso, sólo permanecimos unos segundos en las gasolineras en las que paramos en el camino de vuelta de Essaouira a Agadir. Cuando el responsable salía, él lo miraba fijamente a la cara, arrancaba el coche y desaparecíamos.

—No me gusta su cara —decía—, no me fío de él. Una vez me pusieron gasolina mezclada con agua. Reconocieron por mi acento que venía del Norte y no era de aquí.

En otra ocasión, se enfadó mucho en un pueblo pequeñísimo en el que paramos a comer tras pagar «el derecho a parrillas» de un chiringuito donde nos habían asado unas doradas, compradas antes en la barca de unos pescadores.

—Ladrones, son unos ladrones. Carísimo, sólo por asar cuatro pescados… Se han dado cuenta de que soy del Norte.

A pesar de todo, yo no había ido a Agadir para viajar hacia el Norte. Había ido a Marruecos para ir al Sur, más al Sur, todo lo que pudiera descender siguiendo al océano. Los días no dieron para tanto, pero, como suele pasar a veces con los deseos que quedan insatisfechos, se ha abierto una nueva ventana para cumplirlos: me han vuelto a invitar en noviembre. Espero entonces viajar en coche hasta Dakhla y pasar por Mirleft, Tan Tan, Tarfaya, El Aaiún y, cómo no, Sidi Ifni. El lugar preferido por algunos agadireños para pasar las vacaciones.

—Es una costa muy hermosa, acaban de arreglar el pueblo y además es barato —me confesó un profesor de Estudios Mediterráneos—. Ya sé que los españoles prefieren ir al sureste marroquí, es la zona que más les gusta, son los reyes. Sin embargo, yo prefiero Sidi Ifni.

FOTOGRAFÍAS DE DE DAVE WHITE