El otro día, mi hija de ocho años me preguntó sobre ese atolladero que es el conflicto entre Israel y Palestina a raíz de la noticia de los nuevos asentamientos en la zona de Tel Aviv, los atentados palestinos y la reforma ideológica que se plantea seriamente en la Explanada de las Mezquitas. Hiló las tres noticias, reconociendo el problema por primera vez en su vida. La sexualidad, el sistema solar, la legislación procesal española o la filosofía de Kant son cuestiones mucho más fáciles de explicar a un niño que el eterno conflicto entre estos dos enconados rivales. No salí afortunado del envite con mi hija, pero le sugerí que cuando cumpliera los trece años podría quizás comprender buena parte de los puntos desagradables que envuelven este asunto gracias a un formidable puñado de novelas gráficas que se han publicado al respecto y ya son tenidas en cuenta en el ámbito historiográfico.

Los orígenes

La fuente de este problema histórico se pierde en la noche de los tiempos. Es tan antigua como antiguos son los pueblos que participan en esta cruenta disputa. Oriente Medio ha sido, es, un terreno inagotable de hostilidades, desde luchas tribales hasta guerras de estados. Podemos retroceder al periodo mesiánico judío o a las cruzadas del medievo para sentar ciertas bases, pero es mucho más útil marcar una fecha que delimite el conflicto en la parte que nos es más reconocible, más contemporánea. Para ello, utilizamos Jerusalén (La Cúpula), la brillante novela gráfica de Boaz Yakin y Nick Bertozzi. Concebida en un formato extenso y con reminiscencias del manga, Jerusalén abre fuego en abril de 1945, unos años más tarde de la Revuelta árabe de 1936 contra los británicos y tres antes de la creación del estado de Israel. A Palestina han llegado desde Europa miles de judíos huyendo del antisemitismo y el nazismo. Buscan un hogar judío, un pedazo de tierra en el que establecerse de forma definitiva. Esa emigración, que nunca ha finalizado, supone una presión demográfica que origina gran parte de las disputas en la zona.

A los judíos y a los árabes de 1945 les unía una sola cosa: consideraban a los británicos como una fuerza de ocupación hostil y de facto así podía verse. En la Ciudad Santa, acompañamos a una familia —los Halaby— a través de los años de ocupación del Imperio Británico. Boaz Yakin bucea en la historia de su propia familia para escenificar la narración concebida en el libro. Las historias de sus parientes escarban en los sentimientos de odio profundo e indagan en el irresoluto problema de «la negación del otro». Es el germen del resentimiento inoculado a unas personas que conviven en un entorno militarizado y, por tanto, agresivo.

La radiografía del forastero

Entender lo que ocurre en Jerusalén y su geografía más próxima es una labor que requiere un clima, según lo plantea Guy Delisle, algo distendido y cargado de ironía. El canadiense, un especialista en el género, fue capaz de advertir cada una de las innumerables contradicciones por palmo cuadrado que empapan estas secas tierras gracias a una estancia en Jerusalén de un año y medio junto a su familia. Con objetivos concretos o como mero deambulador, Delisle traza una visión sobre el absurdo que rodea a la ciudad, una mezcla grotesca que solo endulza su perspicaz mirada y su ateísmo amable. Crónicas de Jerusalén (Astiberri) es el fresco de una sociedad que necesita ir con urgencia al psicólogo, si esto fuera posible. Reportaje de una ciudad imbuida en su propio y estructurado caos, el lugar donde la religiosidad domina de manera apabullante las vidas de sus ciudadanos. La perspectiva de un autor que, explicándole a un comerciante árabe que su mujer trabaja en Médicos Sin Fronteras, recibe una respuesta asoladora: «Siempre hay fronteras».

Tres viñetas de la obra de Glidden.
Guy Delisle junto a uno de sus dibujos.

Las observaciones del conjunto sociopolítico de la región por parte de una persona extranjera son también el punto de partida de Una judía americana perdida en Israel (Norma). El debut en la novela gráfica de Sarah Glidden —Premio Ignatz en 2008 al mejor nuevo talento— es una clásica narración de cómo le cambian a uno las ideas preconcebidas sobre cualquier materia cuando entran en ellas las vivencias en primera persona. Invitada por Israel dentro del programa «Derecho de nacimiento», que ofrece a todos los judíos del mundo una visita pagada al país, Sarah sufre el impacto y la confusión de un territorio dominado por el odio y el miedo. Su periplo es un despertar que supera las barreras del turista judío americano, más preocupado por no perder a su guía por el Jerusalén antiguo que por conocer de primera mano lo que allí acontece. La desilusión provocada por el choque de realidades marca unos hechos que ya no se pueden poner en cuestión.

La inmortalidad del conflicto

La primera generación judía nacida durante la creación del estado de Israel en 1948 acaba de jubilarse hace poco. Ha llegado el momento del descanso de su vida laboral. Enfocan este periodo con ilusiones de todo tipo, aunque habrá algunos que quizá no tanto. Están próximos a «la inmortalidad histórica», el demoledor hecho de llevar toda una vida envueltos en un conflicto, de no haber disfrutado de un periodo de paz definitivo.

Nada mejor para hablar de «la eternidad del conflicto» que un autor inmortal como Harvey Pekar. Dos de sus clásicos inmediatos están publicados después de su muerte: Cleveland (Gallo Nero) y Not the Israel my parents promised me (Hill & Wang). Si el primero es una emotiva despedida agridulce a su ciudad y su gente, el segundo es un gigantesco cántico a la desilusión. Pekar también estaba jubilado cuando comenzó a escribir esta obra y el histórico balance que obtiene de sus amplios conocimientos sobre la materia  —recordemos que Pekar era de bibliotecas y no de bares— quedan plasmados en esta obra. Ilustrada por J.T. Waldman —es el coautor—, la novela gráfica es un exhaustivo trabajo que arranca en su propia familia, con una madre que lo adoctrina en el sionismo. En una de sus últimas entrevistas, Pekar justificaba esta creación: «Estoy cansado de que la gente diga que me odio a mí mismo como judío porque soy crítico con Israel. Yo no me odio a mí mismo. Y los judíos que critican Israel no son necesariamente enfermos mentales».

El caso Modan

La artista Rutu Modan es importante en toda esta ecuación de novelas gráficas porque aporta una mirada israelí que circunvala el terreno. No entra de lleno porque sencillamente no lo requiere. Imprime un estilo soberbio a la hora de cruzar líneas, bordear campos y acentuar situaciones. El conflicto está presente sin que el conflicto sea el leitmotiv. Desordenando sus publicaciones, La Propiedad (Sins Entido) es un regreso a los orígenes familiares europeos, concretamente a Polonia. Mucho de lo que en ella se cuenta nos es válido para la actualidad israelí. Modan retrata con sus pinceles de línea clara una narrativa crítica y necesaria. Una historia en la que el pasado y la narración oral quizá no compartan la misma realidad. Jamilti y otras historias de Israel (Sins Entido) es un libro que permite comprobar la versatilidad de Modan, una recopilación de historias que enlazan con momentos como la infancia o las confusas relaciones entre expatriados de medio planeta, perplejos ante el crisol cultural de ciudades como Tel Aviv, uno de los pocos lugares donde la «no ortodoxia» aún tiene sentido antropológico.

Pero para alumbrar algo la situación de su propio país, no hay duda de que Metralla (Sins Entido) es una obra esencial. La ausencia de una persona y la búsqueda de la misma otorgan un sentido nuevo a la vida de sus personajes y son el principal motor de este excelente trabajo. Los dos personajes principales —Kobi, un taxista, y Numi, una hija de burgueses recién licenciada del ejército— representan una de las constantes de Modan, el tránsito y los caminos que llevan a la verdad como sentido de una vida no elegida. El taxi es una metáfora de lo errante de las vidas y su recorrido por el área de Tel Aviv enfatiza el espacio físico de la narración. Las calles, los parques, las carreteras, la gente paseando o trabajando. Todo parece normal, pero cuando empiezan las reflexiones básicas, la normalidad estalla en pedacitos de incongruencia.

Sí, soy desagradable, ¿y qué?

En muchas partes del planeta no hay una visión positiva del comportamiento militar y policial de Israel, aunque no parece que eso haya importado mucho a los sucesivos gobiernos de la nación. No han hecho gran cosa para cambiar esa situación. Han seguido a lo suyo, haciendo oídos sordos a la comunidad internacional. Se han transformado en el sheriff que protege al cacique del pueblo; los paramilitares malos que abusan de los poblados donde se establecen; el matón de la clase contra el alumno apocado. Y lo peor de todo es que han conseguido un intercambio de los papeles bíblicos de David contra Goliat. El débil que se defiende con piedras frente a un gigante bien equipado de armas.

De los roles existenciales dentro de un marco social y cómo estos sufren mutaciones nos habla el mejor ilustrador de todo el país, Asaf Hanuka, en K.O. en Tel Aviv (Ponent Mon). A través de historias que ocupan una sola plancha, repletas de gozosas metáforas visuales, Hanuka nos proporciona datos sobre su contexto: alquileres caros en el centro de la ciudad, el esfuerzo y la responsabilidad familiar, las trampas de nuestras sociedades. Elementos del día a día que se revuelven como distorsiones, a veces con las caras de su propio hijo. Hanuka también tiene que explicarle a este hijo los estallidos de violencia del país. En una de las viñetas, mientras contemplan en la tele a un yihadista encapuchado con fusil y Corán en mano, Hanuka le dice a su hijo: «Es un amigo de Batman. Quiere que le leamos un cuento». En este retrato indirecto de Israel, Hanuka se plantea: «¿Cómo se puede ser israelí? ¿Cómo es posible vivir en un país permanentemente en guerra?»

Mitología guerrera o chatarra

En un número significativo de estas novelas gráficas aparecen por el desierto tanques y equipamiento pesado de anteriores contiendas —la Guerra de los seis días, por ejemplo— a modo de simbología guerrera. Si los israelíes no han retirado esta chatarra, es porque su mensaje a la población es el de un permanente recordatorio de la forja combativa inherente a su status como nación. No están allí porque no haya grúas capaces de llevárselos de manera inmediata. Más bien, son una constante publicidad de una eterna vida de campamento militar, de la convivencia habitual del pueblo con las armas de fuego. Si son parte de una mitología guerrera, también son una metáfora visual belicosa, sin márgenes pacíficos en los que refugiarse.

Vals con Bashir (Salamandra Graphic) es la adaptación al cómic, realizada por David Polonsky, de la impactante película de animación documental de Ari Folman. En ella, Folman es uno de los personajes principales, un exmilitar que hace memoria de lo ocurrido con los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila en la matanza perpetrada por parte de las milicias cristianas en la guerra del Líbano de 1982. Ese «hacer memoria» es una regresión vital para Folman, puesto que le permite conocer la verdadera simbología de la chatarra militar, la cara auténtica de las «acciones» o «inacciones» en las que participó como soldado. Planteado como una redención de los pecados de juventud —recordemos que el servicio militar en Israel es obligatorio para hombres y mujeres—Vals con Bashir muestra sin tapujos las barbaries de lo allí acontecido.

Folman no es el único veterano que rinde cuentas de su pasado. En Crónicas de Jerusalén, Guy Delisle y su mujer acompañan a una asociación de exmilitares israelíes que se ocupa todas las semanas de organizar visitas a las zonas más conflictivas del área de Jerusalén, como es el caso de los asentamientos judíos en zonas palestinas.

Al Este ya solo queda el mar

He dejado para el final a la franja de Gaza y al maestro Joe Sacco. El mejor reportaje periodístico sobre una de las más abochornantes ignominias que ser humano pueda, como mínimo, conocer. Y digo ignominia porque su definición se adecua como un guante a los actos del opresor y nunca deja de ser otra paradoja de connotaciones históricas que ese opresor haya sido oprimido durante siglos. Lo que ocurre en este ínfimo terreno acotado por un muro no deja de ser una espeluznante eliminación del adversario con una política lenta de desgaste y sufrimiento. Es por ello que hay una gran cantidad de opiniones y voces reputadas que comparan Gaza con Auschwitz, con todas las grandes salvedades aplicables. Una similitud que no está mal lanzada, puesto que en esencia, ambas situaciones se nutren con la única finalidad de aniquilar al enemigo.

Palestina: en la franja de Gaza (Planeta) y Notas al pie de Gaza (Mondadori) reconstruyen las miserias de unos para sobrevivir y las de otros por infligir esa misma miseria. Sacco encuentra en su puzzle de entrevistas y anotaciones, de experiencias y voces, la verdadera cara del horror. Los checkpoints, el muro, el hambre, la desesperanza de unas gentes abocadas a no tener futuro.

Sacco defiende que la objetividad no deja de ser una rémora a la hora de afrontar sus trabajos. Solo la primera persona le proporciona datos de utilidad. Defiende el trabajo en el cómic: «La ventaja de un medio intrínsecamente interpretativo como el del cómic está en que fomenta la relación personal del dibujante con cualquier sujeto que tenga a mano. Para bien o para mal, el cómic es un medio inflexible, obliga al periodista de cómics a tomar decisiones, y esto es parte del mensaje».

De esa primera persona, del contacto directo con los pobladores, habla otra novela gráfica relevante: Saltar el muro (001 Ediciones). La colaboración entre el francés Maximillien Le Roy y el palestino Mahmoud Abu Srour permite contemplar el padecimiento palestino desde su propio punto de vista. Prisionero en su propia tierra, Mahmoud persigue sus sueños de libertad desde sus propias ensoñaciones. Atisbos de esperanza, instantes que exploran la juventud palestina, atenazada pero estoica. El encuentro entre ambos jóvenes —Maximillien y Mahmoud se conocieron con 22 años— alumbra un relato que solo choca con el pesimismo histórico del conflicto.

La mirada infantil palestina tiene su propio trabajo gráfico en Checkpoint Palestina (Trenkalòs). Un trabajo colectivo —Jordi Rodri con guión y fotos, Cristian Catalan e Isidre Rodrigo con ilustraciones—que nos introduce en el complejo marco de la ocupación: lo que supone no poder ir a la escuela, al médico o jugar con despreocupación. Un cómic que está a la altura explicativa de mi hija de ocho años y un proyecto emocionante por toda la carga significativa que conlleva la infancia.

El eterno retorno

Ahora que se plantea la reconstrucción de Gaza después de la última incursión de las tropas israelíes, convendría que las avenidas principales del reducto palestino fueran lo suficientemente anchas para los tanques y excavadoras del ejército israelí para, de esa forma, minimizar su impacto y reducir los daños colaterales. Parecerá una ironía nada sutil, pero en el fondo no es más que una lógica urbanística. Acostumbrados a tener un control bastante absoluto de lo que acontece en su país y fronteras, la franja de Gaza, con los túneles construidos por Hamas, es la única pieza que acaba por no controlar el gobierno y el ejército israelí. Esa fuente de dudas respecto a lo que acontece en esos túneles provoca que a las primeras de cambio que tengan una excusa, vuelvan a entrar para eliminarlos. Un hecho condenado a repetirse cada cierto tiempo.

Israel no va a frenarse con los nuevos asentamientos. No lo ha hecho en casi setenta años. Fortines que parecen del oeste americano, con el séptimo de caballería protegiéndoles de los indios que llevan allí siglos. Piensan que si ceden un poco, si bajan la guardia, perderán la tierra ganada de un plumazo. O la cacareada Comunidad Internacional o un «mesías» neutral es capaz de darle al conflicto un carácter mortal —crear una balsa en el mar en la que poder construir un estatus pacífico duradero en el tiempo— o estamos abocados a darles la razón a todas las biblias del mundo de forma irreversible. Y esto ya no lo entenderá ni Dios.