El subsuelo carece de un carácter concreto aunque siempre acudamos a él por las mismas razones. En una noche despejada vemos estrellas a ochenta y un billones de kilómetros de distancia, pero lo que ocurre bajo nuestros pies permanece oculto a los ojos y hasta a las lentes de los satélites. Su secreto solo se desvela cuando se desciende y como escribe Robert Macfarlane, siempre se ha descendido para cosechar lo valioso, eliminar lo dañino y cobijar lo precioso. En los últimos mil años bajo París se ha ido formando otra París. Su arquitectura inversa se extiende como un sistema radicular de galerías, túneles y salas. Primero fue cantera, más tarde catacumba y luego refugio antibombas. Hoy es territorio para la exploración urbana, quizá una forma sofisticada de seguir extrayendo algo valioso del lugar. Aunque no esté permitido, bajar es fácil si algún iniciado se presta.

Entraremos por esa boca de alcantarilla que se abre sobre el asfalto en una calle poco transitada cerca del centro. Es una de las miles de esclusas, grutas y puertas de servicio por las que acceder a lo que Walter Benjamín nombró como ciudad subterránea, la sombra gemela y prohibida de la París superficial. El ritual de paso es sencillo. Hay que esperar a que no venga nadie, pero no demasiado porque seis personas paradas en la acera con frontales apagados y chándales viejos también llaman la atención de la policía. Entonces se abre la trampilla de acero y se baja a toda prisa. Uno, otro y luego otro más. El último debe cerrar.

Primero fue cantera, más tarde catacumba y luego refugio antibombas. Hoy es territorio para la exploración urbana, quizá una forma sofisticada de seguir extrayendo algo valioso del lugar

Tengo medio cuerpo dentro cuando recuerdo la advertencia de que las gafas se empañarán, así que las pliego con una mano y al bolsillo de la sudadera. Bajo y por un momento tengo el horizonte borroso de la ciudad a ras de suelo. Lo último antes de la oscuridad es el trajín de Place d`Italie al fondo como un enjambre de luciérnagas fosforitas. Solo un par de peldaños separan el maximalismo colorido de la superficie del mundo pardo y gris del hormigón y la caliza.

El primer descenso nos lleva a una antecámara a dos metros de profundidad donde guardamos silencio hasta que I., el único que conoce el camino, pase y cierre. A pesar de que hay algunas botellas de licor rotas y jirones de ropa medio podridos en un rincón, en el lugar se respira una extraña pulcritud. Al principio no lo vemos, pero al fondo de la estancia hay un agujero en el suelo. Es ovalado y no tendrá más de medio metro en su lado más ancho. Me asomo al abismo y me devuelve la mirada. La luz de un frontal atraviesa los veinte metros y con el destello llega un grito pidiendo permiso para subir. Tras varios minutos una mano emerge del boquete. Carga con una bolsa llena de latas de cerveza estrujadas. Miramos asombrados cómo intenta salir con la mano que le queda libre. Cómo apoya la espalda en el hueco mientras contrae las escápulas para, reptando, ganar unos centímetros. Lleva un imperdible en el lóbulo y una cresta decolorada con agua oxigenada y vencida por la humedad y el sudor sobre la sien. Nos da las gracias y desaparece por donde hemos entrado. Detrás van otras tres personas.

Son las nueve de la noche y vamos con retraso. Ni siquiera I., que suele bajar dos o tres veces al mes, esperaba tanto tráfico, así que los remilgos y las dudas que podamos tener sobre meternos ahí dentro quedan aplacados por la prisa y la urgencia de volver a salir antes de medianoche. Descendemos por una vía de peldaños grapados al hormigón. Bajar es fatigoso porque cada cinco metros hay un estrechamiento que solo se supera sin mochila. Tardamos un cuarto de hora en llegar a un suelo más profundo. Allí, una galería rectangular avanza hasta un cruce que se dispara en tres direcciones. La luz del frontal acompaña la mirada, que va descubriendo en las paredes un sistema desquiciado de signos superpuestos. Fechas, abreviaturas, flechas e indicaciones tachadas con sprais de todos los colores. Parecen oraciones ignotas escritas con una gramática del subsuelo que solo I. parece saber descifrar. Aunque no lo necesita. Camina con una decisión afianzada por la familiaridad con el lugar. Avanza, gira y vuelve a girar de nuevo. Aún no llevamos ni diez minutos de travesía y ya me he dado cuenta de que sería incapaz de encontrar el camino de vuelta. Solo entonces comienza a gestarse en mi cabeza una idea de la magnitud del lugar. Somos turistas en la ciudad subterránea. De hecho, I. ha resultado tener una memoria prodigiosa y gusto por lo teatral, de modo que va a la cabeza a paso ligero mientras narra la historia y cuenta anécdotas como en un free tour.

Me asomo al abismo y me devuelve la mirada. La luz de un frontal atraviesa los veinte metros y con el destello llega un grito pidiendo permiso para subir. Tras varios minutos una mano emerge del boquete

Cuarenta y seis millones de años atrás, lo que ahora recorremos debió ser una zona de bahías en cuyos fondos fue posándose la materia muerta de sus animales y plantas. Aquel hummus se compactó con el tiempo en una caliza excelente para la construcción. No hace tanto, a finales del siglo XII, comenzaron a proliferar canteras subterráneas que extraían el material con el que la ciudad florecería. El periodo exacto en el que las foraminíferas, especies de concha, cuajaron en el estrato se conoce como Lutetiano por la propia ciudad, Lutètia, nombre latino de París. Y Versalles, Notre Dame o el Louvre han sido levantadas con caliza luteciana. Durante seis siglos, los canteros fueron horadando más de trescientos kilómetros de túneles y salas. Tras una prospección vertical en la roca hasta encontrar la capa idónea, a unos veinte metros bajo tierra, seguían avanzando en paralelo a las vetas terrestres.

Pero el doppelgänger, la figura doble o reduplicada por los azogues de la literatura gótica, supone siempre una presencia amenazante y en 1774, en la Rue d´Enfer, la calle del Infierno, un agujero en el suelo se tragó las casas y a quienes pasaban por allí. Hubo otros hundimientos y aunque ninguno fue tan prolijo para la imaginación, comenzaron a hacer ver que la ciudad a la luz comenzaba a ceder ante el hueco vaciado bajo sus pies. Aún hoy, al caminar por las galerías de las canteras pueden verse las marcas que dejaron los miembros del cuerpo de inspectores que Luis XVI creó para sanear la red. I. va señalando los signos cincelados en la roca cada pocos tramos; indican el año en el que los muros fueron reforzados por última vez. Comienzo a entender algo de la gramática del subsuelo.

La ciudad a la luz crecía y con ella la materia que dejan sus habitantes al morir hasta el punto de que los cementerios urbanos llegaron a suponer un freno para el desarrollo. En 1786, la persona designada por el rey para sanear el subsuelo, Charles-Axel Guillaumot, supervisa el proyecto de transformar una parte de la red en catacumbas. Durante años, una procesión permanente se desplazó entre los osarios del centro de la ciudad a la región minera de Tombe Issoire. Carros tirados por caballos cargaron con los huesos en comitivas acompañadas por portadores de antorchas y curas que oficiaban misa de difuntos para al final depositar los restos bajo tierra formando una caprichosa arquitectura. Pasillos flanqueados por muros apretados de fémures y cráneos engarzados dispuestos con una ingenuidad macabra: casas, círculos, corazones. Esta parte de la red es la única que se puede visitar legalmente, es decir, pagando.

Hay zonas inundadas o derrumbadas y con frecuencia tenemos que gatear o avanzar agachados. Después de media hora andando y tras haber girado en más de una docena de intersecciones llegamos a una sala con techos altos y un pozo seco en su centro. Apuntamos a los muros de hormigón, aunque los haces de luz de los frontales solo alcanzan a descubrir fragmentos de los grafitis monumentales que decoran el espacio. I. nos asegura que estamos debajo de una oficina de correos y que desde una sala contigua se enroscan dos escaleras en hélice hasta su sótano. Al subir nos topamos con una puerta acorazada que nos corta el paso. Estamos en un búnker, algo que da pie a I. para contarnos que el lugar ha tenido muchas vidas; que para 1940, cerca de dos mil agricultores utilizaban la humedad y oscuridad del subsuelo para cultivar champiñones; que durante la Segunda Guerra Mundial la población civil se refugió allí durante los bombardeos y que tantos los oficiales de Vichy como los de la Wehrmacht construyeron refugios para el defenderse en caso de ataque químico.

Después de media hora andando y tras haber girado en más de una docena de intersecciones llegamos a una sala con techos altos y un pozo seco en su centro. Apuntamos a los muros de hormigón, aunque los haces de luz de los frontales solo alcanzan a descubrir fragmentos de los grafitis monumentales que decoran el espacio

Y cuando ve que sacamos los móviles para hacernos un selfie, guarda el plano que lleva en la mano y que consulta de vez en cuando. No puede aparecer en ninguna foto y tampoco nos deja verlo demasiado. De nuevo: somos turistas en la ciudad del subsuelo. Nosotros nos iremos de París y puede que jamás volvamos a bajar mientras que para él, el lugar forma parte de su identidad. Es un cataphile, es decir, un explorador, un miembro de una subcultura que empieza crearse con el redescubrimiento que supone la guerra y que se consolidad con internet y la posibilidad de compartir información y organizarse en foros. Aun con todo, la información escasea y las mejores piezas solo se comparten en fotocopias y pen drives. I. nos contará más tarde que hay un libro que lleva persiguiendo meses. Es un volumen que un ingeniero de minas escribió durante un año que estuvo sin trabajo; una suerte de tratado sobre la ciudad subterránea con planos y detalles técnicos que circula de mano en mano con encuadernaciones de copistería.

Llegando al ecuador de la ruta oímos un ruido lejano. Es difícil de identificar. I. se gira y se pone el dedo en los labios con violencia. Sabemos lo que tenemos que hacer porque nos lo ha explicado antes de bajar. Nos tapamos los frontales con la mano, los apagamos y aguardamos en silencio. Podrían ser los cataflics, la policía que patrulla el subsuelo y aunque la multa no es demasiado alta -sesenta euros en la zona que recorremos-, supondría el final de la incursión. Me alivia identificar un bajo machacón que se aproxima concretándose en una base de drum and bass. Resulta ser un grupo de chavales de dieciséis o diecisiete años que van vestidos como mods. El primero lleva un altavoz inalámbrico con asa como quien porta un carburo. Todos exhalan humos dulzones que antes han aspirado de sus aparatos vaporizadores. Saludan y se pierden en la oscuridad dejando una estela con olor a frambuesa, chicle y marihuana.

Cerca se encuentra el lugar en el que cenamos un pan ablandado por la humedad. Es una sala en la que los cataphiles han excavado en la piedra para crear merenderos y mesas. Las paredes están decoradas con teselas hechas de botellines de cerveza y allá donde mires se ven restos de cera consumida. Es un lugar intervenido, reapropiado y en pleno proceso de cambio y transformación. «Allí están haciendo nuevas mesas y justo aquí había una barra de bar la última vez que bajé», nos va indicando I. mientras nos muestra la sala antes de irnos. Cerca de la salida vuelve a detenerse delante de un nicho vaciado en la roca. En su interior hay un bajorrelieve de un avatar del World of Warcraft esculpido en honor de su usuario, un cataphile fallecido al que debían de encantarle los juegos de rol. La caliza es una especie de palimpsesto mineral sobre el que se van añaden pintadas, esculturas, tallas y mosaicos. Quizá la muestra más significativa de arte subterráneo es Le Passe-Muraille, una escultura basada en el relato de Marcel Aymé en el que un hombre que puede atravesar las superficies sólidas pierde su don en el momento exacto en el que sale de una pared. La escultura recrea ese preciso instante de paso entre dos mundos: la cara y el pie adelantado están fuera, tocando el aire, el resto permanecen atrapados en la roca.

Recorremos lo que falta con la prisa del turista que llega tarde a otro sitio. Aunque no lo conseguiremos, queremos salir antes de que cierre el metro. Volvemos a subir por la escalera de grapa atravesando los veinte metros de piedra maciza. Todo esto ha estado sobre nuestras cabezas, pienso mientras trepo. Fuera de nuevo, el aire tiene una textura distinta, más fino y fresco. Vuelvo a ponerme las gafas y el barullo de luces se concreta en coches, semáforos y edificios. Poco a poco se va pasando, pero tengo en el cuerpo una extraña sensación de ligereza, como si aquí fuera también pudiera tocar el techo.