«Una de mis devociones ha sido andar», escribió Bartolomé Soler (Sabadell, 1894 – Palau de Plegamans, Barcelona, 1975). Es lo que hizo en la selva guineana durante tres meses. «Ver, ver y andar, y apresar en la retina y en la palma de mi mano toda esta naturaleza que me restalla en los oídos y en los ojos y humilla la altivez de mis antiguos paisajes». Luego, firmó La selva humillada, un imprescindible libro de viajes en lengua española que sin embargo se conoce fatal por dos motivos: Soler practicó la libertad de un modo molestamente radical; y el libro es, como se ha dicho, de viajes.

También es verdad que, en las últimas páginas, Soler es muy incorrecto. En ese tramo, rompe la especie de ensoñación buenrollista del occidental-que-se-ha-ido-embriagando-de-naturaleza-salvaje-y-negritud, del español que casi ha «entendido» una primitiva forma de vivir feliz. Y la rompe como si se sacudiera un sueño improcedente, soltando una reivindicación de superioridad racial blanca extemporánea; como si de repente pretendiera borrar todos esos días de placer sensual y aprendizaje con un arrebato que hace pensar en sacerdotes que despiertan jadeando a medianoche con los calzoncillos pringosos y la imagen aún fresca de la «pesadilla» de carne joven que les llevó hasta ahí. Puede que ese racista Arrebato Final también haya penalizado a la divulgación de la obra pero si se tienen en cuenta las afirmaciones, sugerencias y reflexiones que acumula el total de la lectura, si consideramos la capacidad de Soler para contradecirse y rebatir sus propias creencias, más bien habría que utilizar La selva humillada como validísimo paradigma de cómo el viaje puede matizar una mirada.

 

En cualquier caso, hay que ponerse en situación. 1951. Hace solo tres años que Johnny Weissmüller cedió su mítico alarido a Lex Barker después de tres lustros saltando de liana en liana demostrando que un solo blanco es más capaz de reinar en la selva que todos los negros y los leones juntos. La selva se proyecta como territorio a colonizar. John Hunter continúa degustando las mieles de figurar como el Gran Cazador Blanco. El mundo atraviesa una tensa posguerra que ha desencadenado un nuevo enfrentamiento armado en Corea. En resumen: el Otro, sea humano o animal, se observa desde Occidente como un ser inferior o como un enemigo a batir. Y Bartolomé Soler es español. Es decir, pertenece a un país que, desde que perdió las últimas colonias en 1898, prácticamente ha renunciado a sondear las realidades ajenas, aún más en este período en manos de una dictadura que se desgañita por recomponer lo que ha quedado tras la guerra civil mientras afronta un bloqueo económico internacional.

De todos modos, Soler es un español peculiar. De chaval se escapó de casa varias veces hasta que desembarcó en Argentina. Allí sobrevivió durmiendo en bancos, vendiendo fiambres, también llegó a dirigir una plantación. Fan del teatro, se hizo actor, siguió viajando. Volvió a España, escribió una novela de éxito, y de nuevo a América. Cuba, Estados Unidos, Colombia, Perú, Chile… Al volver al terruño, le pasmó ver a la gente enardecida con la «odisea» de un caminante que cubría el trayecto Zaragoza-Madrid a pie mientras a él nadie le preguntaba por el mundo inmenso que había conocido. Escribió más libros, uno de ellos evidenciando la patética política de ese país entre corrupto, cateto y ofuscado que poco después empezó a matarse a tiros. Salió vivo de una checa. Cuando los franquistas ganaron, aceptó ser alcalde de su pueblo, Palau-solità, para evitar los ajusticiamientos vengativos, con la pretensión de imponer cordura. Y después de todo eso, y de triunfos y desengaños en los escenarios teatrales, y de varias novelas con frecuencia basadas en experiencias viajeras que subrayaron su carácter cosmopolita —todo un exotismo por entonces—, Soler llegó a la Guinea que le inspiraría el que se considera su único libro exclusivamente «de viajes».

La profesora de literatura en la universidad de Florida Montserrat Alás-Brun, una de las pocas que se han interesado por este libro de Soler, afirma que el catalán debía tener El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad en la cabeza al viajar a África, y que por eso le salió un libro tan literariamente intimista que recuerda más que ninguno en España a la mítica novela de Conrad.

Un libro en el que no se mencionan muchos nombres geográficos porque se apela sobre todo a sensaciones, a la atmósfera, a los estímulos que el entorno desencadena en el yo más profundo del narrador viajero. Bartolomé Soler. El cosmopolita, enfrentado a unas personas, a un pensamiento lo bastante insólitos para sumirle en un memorable tour de force ideológico en el que se desnuda como los mejores.

Sin perder —más bien hace gala de ella— su sofisticada e impía mirada blanca —de un indígena dice que tenía «ojos de lacayo castrado»—, Soler revela un colosal esfuerzo por confrontar sus prejuicios con todo lo que va descubriendo: «me pregunto si mi repulsión, mi impiedad, y el mismo encono con que descubro su degradación y su miseria (se refiere a los indígenas, claro) sólo son íntimas expresiones de mi propia derrota, descubriéndome que los sentimientos de caridad, de comprensión y de tolerancia con que creí enriquecer mi vida carecen de hondura y consistencia».

Los constantes latigazos de soberbia blanca, el prejuicio brutal, la ingenua sencillez con la que sepulta costumbres autóctonas son, eso sí, una marca del autor: «Creo, no obstante, que no ven, ni oyen, ni sienten (…) Indiferentes, imperturbables, las manos caídas sobre los muslos, la espalda apoyada contra las tablas o doblada en la cintura, sin más vestimenta que el andrajo con que se tapan las vergüenzas, irrumpen ante mí como los embalsamados e incorruptibles ídolos de una humanidad irracional y troglodita».

 

Pero, para adentrarse en la selva, reconoce que se debe entregar a ellos. «Me acojo al viejo razonamiento que me lanzó al mundo: voy donde van. Ni Livingstone ni Stanley, me limito a seguir el camino que me abren. Acaso más que yo peligra el que me antecede; tampoco peligra menos el piloto que conduce la nave o el avión. Voy donde van, sin que me detenga la temeridad de los que van delante».

Soler se observa, se analiza entre el bochorno, los insectos… ahí está él, tan blanco, en mitad de «la negrada». Y a través del estatismo y el silencio de esos negros intuye «la felicidad zoológica» del nirvana que consiguen. Los recursos lingüísticos y metafóricos de Soler son de estupendo escritor, de forma que la selva que propone también se espesa con palabras. «A mi léxico se añaden términos que ignoré hasta hoy y mis conocimientos crecen a medida que devoramos yucales y cafetales».

Avanza bajo frondosas copas que literalmente le asombran mientras fía su destino a los guías fang, y su amplio historial trotamundos le permite cotejar soledades: «La soledad en la llanada desnuda —pampa del Tamarugal en el desierto salino, eriales de Chiuahua, planicies desarboladas de Oruro y de La Mancha…—; la soledad en el llano, sin árboles y sin alturas, la veo —la entendí y la sufrí hasta hoy como la más perfecta representación del desamparo, sin defensas ni sostén algunos. Cósmico abandono del hombre frente a una naturaleza vacía. La soledad en el bosque, en cambio —pinar, encinar, fragosidades de las Gullerías…—, la busco y la amo como una soledad protegida, como el momento más propicio para que el hombre y la naturaleza se confundan». Este párrafo sólo está al alcance de un veterano al que el viaje ha educado el instinto y ha dotado de paisajes que le permiten juzgar desde el contraste.

La nueva percepción de la tierra adentro, de esa fronda vertiginosa, le lleva a cuestionarse una inclinación fundamental: «El miedo y el amor no compaginan nunca. El miedo es inferioridad, impotencia y duda, y el amor se cimenta en la seguridad y en la igualdad. En el amor no caben desniveles. Basta una grieta entre amor y amor para que el amor inicie sus vacilaciones. Y me basta este miedo mío, y mi pequeñez, que sólo ahora mido con geométrica exactitud, para que me pregunte si en rigor amé nunca el mar. Creo que sólo supe admirarlo y servirme de él».

Esto es el viaje: hasta dónde nos cuestiona. Soler aprehende el clima exterior para ver cómo atempera su alma, y de la nueva temperatura extrae una verdad íntima pero invisible, inarticulada hasta entonces. No ama el mar. Es en ese momento cuando el cosmopolita está en posición de desestructurarse a fondo. Ha reconocido algo que se ocultaba a sí mismo, ha entendido una profundidad propia. Y sabe que tan enorme obsequio se lo debe al viaje. Viajar le ha concedido la libertad de criticarse, la elasticidad para ser capaz de cambiar una opinión. Y si una opinión cambia, puede cambiar otra. Entonces, los prejuicios y crudezas que antes vertió con sinceridad iluminan aún más las conclusiones a las que va llegando. Vemos a un hombre aprender.

«Me siento inclinado a creer en la inteligencia y en la diligencia negras. Ignoro si se trata de un sentimiento espontáneo y puro o si obedece a esta benevolencia con que ahora trato de verlo y de comprenderlo todo, ahora que me sé muy cerca de gentes de mi color y muy lejos del aleteo bajo y corto de la tsé tsé», afirmaría Soler de regreso a la península, donde escribió el libro.

Y desde allí, desde aquí, comunicó con apasionada firmeza cómo le ofrecieron miningas (niñas en la pubertad, «mozas», mujeres), inclinándole a pensar que para los fang las mujeres son poco más que «material cotizable»; contó lo que sintió al tenderle la mano a un negro; la amoralidad, ni púdica ni descocada, con la que se le ofrecieron tres mujeres en un gesto que más bien le alejó del sexo, de lo femenino también. Y se da cuenta del «tiempo perdido en Madrid, en París y en Nueva York viendo el mismo paisaje que en Tucumán, que en Oporto y que en Camagüey», cuando en Guinea le aguardaba una naturaleza que le iba a redimir de la monotonía urbana convencional a fuerza de experiencias macizas.

Un guineano le hizo sentarse en su cogote para trasladarle de una barca a la orilla y obedeció a los cazadores con los que fue a por elefantes en una incursión que siguió revolucionando su imaginario. «Aquí, los nombres del Greco y de Beethoven, el del Arcipestre, el de Juan de Herrera, y el de Dostoievsky lo mismo que el de Rilke, sucumben ante unos nombres que descubren mi portentosa ignorancia acerca de una pasión tan humana como esta de cazar, y tan inhumana y tan bella a un tiempo como esa de atravesar el mar, y vadear ríos, y escalar montañas, y perderse entre desfiladeros y breñales, el arma al brazo y el corazón en vilo, tras la huidiza y peligrosa diana de un jabalí, de un leopardo o de un gorila».

La selva humillada de Bartolomé Soler resulta, en fin, un libro de viajes capital en la historia del género en español. Aunque sea desigual, posee fragmentos de una desnudez tan bien comunicada que evoca las confesiones más espléndidas de Lawrence de Arabia. «El pudor, la más severa de las importaciones blancas», acepta Soler, desafiando la afirmación desde el mismo texto, donde se expone conmovedoramente:

«Y hoy, con la fortuna de saber ya lo que separa a los hombres de los perros, un negro bujeba y cimarrón me despierta los mismos sentimientos de aquel día. Niño otra vez, le pediría a este bárbaro que me adiestrase con la lanza y me llevase con él; sin corbata, sin reloj y sin dinero, sin el sentido de la propiedad y sin la medida del tiempo. Ignorar el porqué y el para qué de todo. Y el ancho y libre mundo de la selva, mío. Desconocer todo lo que desconoce él. Ni puertas, ni cerrojos, ni caminos trillados; ni siquiera el abein. Y sin más servidumbre que la que lleva a buscar la caza y el fruto cuando le aprieta el hambre, y a tenderse en su yacija de hierbas cuando los ojos se le cansan. Amar el árbol, el río, el aire y la tierra como los ama él, como elementos que no pueden corresponder ni traicionar. Un cero en la inteligencia y el corazón quieto, igual que si la soledad fuese la única manceba que me llegase a los sentidos. Privarme del goce de las alturas y de los nobles paisajes humanos, pero privarme también de la fetidez y de los paisajes envilecidos. Sin más espejo que el de las aguas ni más melodía que la de las ramas y el viento. Permanecer, ser, existir y pasar; pasar lo mismo que esa criatura a quien Mangué mira piadosamente, sin dañar y sin que me dañen, sin deber ni que me deban. No dejar, tras la última caminata, ni rastro, ni lágrimas, ni recuerdos… Y morir igual que morirá este hombre: … desnudo, como al nacer, y en la misma tierra que fue cuna.

Busco inútilmente qué ley ni qué razón confunden en mi conciencia, hasta creer que el uno es el otro, a ese incorruptible y auténtico tallo de la selva y al salvaje aquel que conturbó mi infancia. Sé únicamente que éste con su lanza y aquél con su brutal libertad se me representan como los dos más poderosos símbolos de la felicidad humana. Y sé también que ahora, en la mitad acaso de mi ruta descendente y con los hábitos de una vida que halló en otras selvas su rumbo y su destino, sufriría su existencia como una agonía y como la más desalmada de las condenas».

El reconocimiento de su lugar en el mundo al margen de la nueva fascinación por la selva revela una sinceridad atípica. No juega a bucolismos ni sentencias bienintencionadas, se ciñe a expresar su verdad mientras aúpa a la selva a una cima sentimental con una brillantez tan genuina que obligará a aplaudir (con ganas) a quien se apresure a reeditar esta perla en español.

 


Imagen de cabecera de FDCT Sevilla