Cuando he abierto los ojos esta mañana he encontrado a un grupo de personas mirándome fijamente. Impasibles. No he podido ni levantarme del suelo donde estaba durmiendo. La rigidez de sus expresiones me ha asustado: creí que pasaba algo grave, pero alrededor todo parecía normal. Ningún alboroto. Aún siguen mirándome y no sé cómo reaccionar. ¿Les saludo? Les saludo. Ni una sonrisa o gesto de haber comprendido. Duros. Me fijo en que todos ellos parecen sospechosamente iguales. Tienen la piel rosada y las orejas grandes. Me observan y yo a ellos. Más allá, las mujeres que se afanan con el desayuno, también me miran. ¿Quiénes son? Y, ¿quién soy yo para ellos? A juzgar por su curiosidad ilimitada, un elemento extraño. Me levanto y paso junto a ellos. Siguen mis pasos con la mirada, en silencio absoluto. Empiezo a pensar que durante la noche me he hundido en un agujero cuántico. Parecen amish pero el río de agua hirviendo y los tucanes recién amanecidos me indican que estoy en el pequeño municipio de Aguas Calientes, en la provincia de Roboré, Santa Cruz, Bolivia, y no en una granja de Ohio. Le pregunto a la chica que recoge las hojas caídas de los árboles:

– Oye, y todos estos, ¿quiénes son?
– Los menonos.

Las mujeres, que se afanan con el desayuno, miran fijamente con una curiosidad ilimitada. Parecen sospechosamente iguales y no muestran ni la más mínima intención de sonreír.

La sorpresa de encontrarme en un campamento menonita se va reemplazando por una curiosidad extrema. Quiero sentarme a hablar con ellos pero sé que algo así es impensable. Muchos ni siquiera hablan español, sino un alemán que se ha mantenido puro desde la fundación de sus colonias; la lengua que los grupos menonitas que huyeron de sus tierras en el antiguo Sacro Imperio Romano Germánico llevaron consigo a todas partes. Su extremo aislamiento para con el resto de las comunidades con las que conviven, junto al rechazo a la tecnología y el bautismo adulto, forma parte de los pilares iniciales de las comunidades menonitas. Son cristianos y —me dice Mati más tarde, cuando cruzo el río y me establezco en la orilla opuesta a modo de observatorio— quieren vivir del modo en que se vivía en tiempos de Jesús. Sin embargo, yo encuentro que sus ropas, todas iguales, se asemejan más a las vestimentas de la Europa rural del siglo XVI, cuando abandonaron sus tierras y emigraron a Ucrania. Vestidos largos, por debajo de la rodilla, faldas plisadas o lisas, colores uniformados: grises, azules oscuros, malvas, con estampados de flores, muy tenues. Algunas mujeres se cubren el cabello con un pañuelo. Los hombres visten pantalón negro, a veces peto o sujeto con tirantes, camisas a cuadros y gorra negra. Un ejército. Intento quitarme de la cabeza la idea de que son una extraña secta, no quiero juzgarlos sin conocerlos en absoluto. Pero no puedo.

Intento quitarme de la cabeza la idea de que son una extraña secta, no quiero juzgarlos sin conocerlos en absoluto. Pero no puedo

Un grupo de hombres que pasa junto a mí carga algo que de primeras me parece insólito: cada uno lleva una sandwichera bajo el brazo. Después entiendo que también han traído consigo una cocina completa, dos docenas de sillas de plástico, baldes, vajilla y ollas de sobra para alimentarlos a todos. El carromato tirado por un tractor que está aparcado en uno de los extremos del camping les pertenece: con él han recorrido los casi 350 kilómetros que separan la comunidad de Tres Cruces —donde viven— de Roboré y Aguas Calientes. Allí se dedican al cultivo de la tierra y al ganado, principalmente a los productos lácteos y el grano. El fin de las cosechas marca el comienzo de las vacaciones. Entonces enfilan la carretera y conducen hasta la selva para pasar unos días adentro de los pozos termales del río Aguas Calientes. Mujeres y hombres por separado: ni siquiera se mezclan durante el desayuno. Los sándwiches humean y son los hombres los custodios, mientras las mujeres preparan los huevos y las bebidas. Un gallo y dos gallinas corretean por el pasto: un despertador y dos proveedoras de huevos matutinos. El silencio es el protagonista principal de la velada, opacado a veces por el ruido de platos y vasos chocándose. Tres o cuatro intentos de conversar con los menonitas les obliga por fin a indicarme en un español con marcado acento alemán:

– No hablamos español. Dutch.– y los señala a todos con ademán abarcador con el resto y exclusivo conmigo.

Dije «Alles goed?» y nadie respondió

En el año 1537, el sacerdote católico Menno Simons, originario de la zona de Frisia, Holanda, se unió a los anabaptistas, una corriente del protestantismo que niega la validez del bautismo infantil y sostiene la necesidad de un segundo bautismo a partir de una experiencia religiosa adulta. Como líder y gracias a sus escritos pro-pacíficos, Menno Simons consiguió muchos adeptos en Holanda, que fueron llamados «menonitas». Más tarde tomarían ese nombre otras comunidades en Suiza, Francia y Alemania compartiendo el rechazo a adoptar la religión del gobernante en turno. Los menonitas se constituyeron como una comunidad de creyentes libres y contrarios a la máxima «Cuius regio, eius religio», que significa literalmente «a tal rey, tal religión».

Algunos de estos grupos emigraron, empujados por las fuertes represiones y las ejecuciones en sus tierras, a Ucrania, que por entonces pertenecía al Imperio Ruso, donde la emperatriz Catalina la Grande los eximió de prestar servicio militar y les permitió tener escuelas sólo para ellos. Cuando estos privilegios fueron abolidos en 1870, partieron hacia Canadá y los Estados Unidos, donde ya existían otros grupos amish desde hacía dos siglos. La primera comunidad sudamericana se fundó en Argentina en 1877, pero sus miembros acabaron fundiéndose con otras iglesias luteranas de la época. Entre este año y 1945 se sucedieron varias olas migratorias, que se establecieron en Paraguay, México, Uruguay, Belice y Brasil. La primera oleada de menonitas en Bolivia se registró en 1954 cuando once familias de la colonia Fernheim y una familia de la Colonia Menno, ambas del Paraguay, se asentaron en las cercanías de la próspera ciudad de Santa Cruz.

En los 30 años que siguieron la población menonita aumentó hasta alcanzar los 17.500 habitantes. La mayoría de ellos llegaron con la suficiente experiencia en los campos de cultivo y dinero para comprar las herramientas necesarias para trabajar unas tierras muy fértiles donde la soja, el frijol, el maíz y el trigo crecían en abundancia. Las comunidades —en su mayoría fundadas por menonitas de México y Belice— se fueron extendiendo y acabaron por establecerse en el departamento de Santa Cruz, donde aún permanecen. Una de ellas es la colonia de Tres Cruces, de donde vienen mis nuevos amigos. He pasado el día observándolos desde lejos y me he dado cuenta de varias cosas:

a) Ningún miembro de los dos grupos se separa del resto —por lo que es inviable acercarme a solas a una de las mujeres para hacerme su amiga—.
b) Los niños han perdido su capacidad de sonreír.

Pero para saber esto, antes tuve que intentar el primer ataque-acercamiento de los muchos que vinieron. He aquí lo que ocurrió:

MISIÓN: establecer un primer contacto con un miembro del mismo sexo por varias razones de peso. En primer lugar, por el reto de hablar con una mujer, ya que tienen prohibido, a su manera, hablar con alguien no-menonita. En segundo lugar, por el interés que suscita saber que son las encargadas de custodiar los secretos menoníticos. En último pero no menos importante lugar, para evitar malentendidos y un repudio precoz a mi persona si me acerco a sus maridos.

ESTRATEGIA: arrancar a uno de los pequeños gatitos de las mamas hinchadas de la mamá-gato Chulín (al final fueron dos los gatitos usurpados, Chulín 1 y Chulín 2) y acercarnos a los niños, que en este momento se bañan en las aguas hirvientes del río frente a mi carpa-observatorio.

EVOLUCIÓN: me acerco con los gatos clavándome las uñas (su aversión al agua es bien sabida, y más aún cuando se les saca de su territorio), se los ofrezco a dos de las niñitas que juegan junto a sus mamás-hermanas (nunca supe). Dudan, pero los cogen entre sus brazos, con el hieratismo que las caracteriza. Una de las menonitas mayores (imagínese el lector una alemana entrada en carnes y roja de ira y aguas cálidas) grita al instante: “NE!” Las niñas devuelven sus gatitos apesadumbradas y la antropóloga amateur en la que me he convertido concluye su experimento con resultados inquietantes.

CONCLUSIÓN DEL TEST DE PRUEBA 1: a los niños les gustan los animales pero a los adultos no les gustan las chicas en bikini. Crueldad animal infringida. Test fallido. Touchée.

Vivir al margen pero nadar con ropa

–¿Es usted doña Natalia?

He aprovechado que las chicas menonitas están en su sesión de masajes termales para acercarme a hablar con la mami que las trata. Efectivamente, es doña Natalia, algo que ya sabía porque me ha costado un poco averiguar su nombre y reunir el valor para acercarme a ella. Todas se bañan con sus vestidos largos. Me observan con la curiosidad impasible de nuestro primer encuentro y cuchichean entre sí.

– Doña Natalia, —la mami me sonríe con su boca mellada— ¿es que usted las entiende?

– 20 años llevo escuchándoles hablar, hija.

– ¿No me enseñaría unas palabras?

Se ríe. Toda la atención ha recaído sobre nuestra conversación banal.

– Si quieres te cuento de qué están hablando.

Asiento emocionada.

– Les pareces una atrevida por ir casi desnuda. Pero les gusta.

Quizá me sonrojo, pero es de noche y nadie lo nota.

– ¿Y usted hace magia, mami?— le digo. Más por lo que me han contado de las brujas brasileñas y nuestra cercanía a la frontera que por otra cosa.

– Venga mañana y le cuento, hijita.

Así que por la mañana la mami doña Natalia me encuentra en el río con treinta pesos bolivianos para el masaje y las orejas dispuestas a escuchar. Solo que no hablamos de la magia brasileña, sino de mi objetivo primordial: los menonos.

Doña Natalia empieza por los detalles escabrosos. Me cuenta de los padres que enjaulan a sus hijos por utilizar teléfonos móviles. De un chico que permaneció dos años atado a su cama porque se escapaba continuamente y bebía cerveza en los pueblos aledaños donde pudiera conseguirla. De los tractores con llantas de hierro y no de goma como medida de prevención para los jóvenes ardorosos de cerveza y mujeres (así no pueden escaparse a las ciudades). De las gemelas que murieron arrolladas en la carretera y del violador de Tres Cruces que gaseaba las casas de sus víctimas para dejarlas bien dormiditas antes de perpetrar sus crímenes sexuales.

Los menonitas no se mezclan con la gente, no les interesa. Solo algunos hombres hablan el español para comerciar con los pueblos vecinos.

– ¿Cuánto hace que los menonos vienen por aquí mami?

– Más de 20 años, quién sabrá ya, tanto tiempo ha pasado…

– ¿Y los del pueblo cómo los tratan?

– Ellos van por su lado. No se mezclan con la gente de acá, no les interesa si no es para los negocios. Algunos hombres hablan el español para comerciar con los pueblos vecinos pero con nosotros bien poquitingo hablan. Vienen del Pailón, cerquita cerquita de Santa Cruz, ¿ya paseaste?

Le explico que llegué en tren por puro capricho.

– Igual a sus comunidades no puedes llegar vos solitinga. No te dejan entrar o te ignoran. No puedes llegar, no.

El masaje es enérgico.

– ¿Y tú qué piensas de ellos, mami?

– Traen platica, hija, qué te puedo decir, no sale mal la temporada. El puro hambre boliviano: el dinero.

Intento una última pregunta:

– Mami, ¿y es verdad que no tienen alma?

Se ríe.

– ¡Claro que tienen! ¡Y unos dolores de espalda…!

El masaje concluye y me marcho confundida. En secreto espío los movimientos de las mujeres menonas  y planeo un segundo ataque.

«Ellos van por su lado. No se mezclan con la gente de acá, no les interesa si no es para los negocios» 

Pero antes me doy un baño en el río y Mati se acerca. Francés, rubio, alto, barbudo, desnudo, machete en mano. Ayer trajo una víbora para la cena. Hoy ha cazado un cocodrilo que nadaba cerca del hervor (los pozos de agua ardiente con propiedades termales). Los menonitas le han confundido varias veces con un rebelde y por eso es que le miran con desconfianza. Él se burla del hieratismo menonita poniéndole muecas a las mujeres desde lejos.

¿Un rebelde?

Me cuenta que en las comunidades menonitas hay normas muy rígidas y que cuando uno de los miembros las incumple tiene que abandonar sus ropas y su iglesia y marcharse de allí. Entonces se visten de civil y, por lo general, adoptan un modo de vida más laxo en las ciudades. Otras veces se convierten en forajidos, quiero pensar yo, y me imagino a Mati vestido de menono y cazando lagartillos, como él llama a los cocodrilos de río de más de un metro que le gusta atrapar con las manos desnudas y que siempre devuelve al interior de la selva lejos de sus perfectas víctimas humanas. La violencia es el precepto número uno para ser expulsado de una comunidad menonita. Desde su fundación en los días de Menno Simons, los menonos han defendido el pacifismo en todas sus empresas. Incluso durante la Segunda Guerra Mundial, cuando se abolió su privilegio de estar exentos del servicio militar en los Estados Unidos, prefirieron pudrirse en las cárceles por negarse a entrar en el conflicto que luchar junto al resto de compatriotas (porque no son compatriotas de nadie en este país ni en ninguno, aduce Mati, y me da una buena tesis sobre la que pensar más tarde). Entonces los gobiernos dejaron que los menonos fundaran sus servicios de voluntarios, sus orfanatos y sus misiones de ayuda, algunas de las cuáles fueron el embrión de proyectos humanitarios en el pasado reciente. Por eso es que la violencia está prohibida.

Pero me dice Mati que los del pueblo le contaron cómo los menonos habían cazado un cocodrilo el año anterior y se habían divertido bien con ello.

Nos han impactado tanto los rostros impasibles de los menonos, especialmente los de los niños, que nos cuesta imaginar lo que pasa por sus cabecitas infantiles. Vemos a las mujeres en fila trenzándose sus cabellos larguísimos. Algunas consiguen unos peinados que se parecen a los panecillos pretzel alemanes. El silencio, de tan grande, sigue pareciéndose a un actor más en escena. Un grupo de mujeres se reúne en círculo y entona canciones que no podría asegurar pero apostaría a que las han aprendido de un misal. Escalofríos a veces, sobre todo cuando dos o tres de ellas se adentran en la parte profunda del río y luego vienen hacia nosotros con sus vestidos mojados pegados al cuerpo y sin un sólo rasgo de expresión en la cara. El alma, Mati, el alma, ¿tú qué piensas?

Mati, a modo de analogía, me habla de una comunidad en Vilcabamba, Ecuador, donde pasó algún tiempo. Un millonario compró varias hectáreas de terreno y lo ofreció, junto a los materiales para construir las casas y cultivar la tierra, a gente común, más o menos afines al hippismo, la permacultura, la bioconstrucción y otras técnicas no abrasivas para con el medio ambiente. La propiedad sería comunitaria. Se imponían horarios de trabajo, actividades de ocio. El dinero no valía nada en la comunidad. Todos vestían de forma parecida: no había culto al cuerpo ni a la belleza plastificada de los anuncios. Durante su visita, Mati fue consciente de la doble lectura: es posible que la vida en comunidad le parezca al de afuera el último contacto con el Edén perdido, donde el esfuerzo, el trabajo, la cocina, en fin, todas las actividades sean en pro de la familia y los vecinos y no exista la constante lucha por el dinero y el poder tan presente en nuestras vidas urbanas.

El millonario es un padre frustrado que le regala a sus nuevos hijos los juguetes para ser felices, pero les niega el brillo de la conciencia. Los quiere a todos iguales

Pero hay una falla que se desvela cuando cae el telón y nadie mira. Me vienen a la cabeza las palabras de Bruce Cook en su reportaje sobre los beats. Está describiendo el primer Woodstock en los Estados Unidos, en 1969. Todo está lleno de barro y los jóvenes viven tan adentro de sus voladuras de LSD que hay puro silencio. Avanzan como zombis. Zombis. Algo parecido describe Mati: sus cerebros lavados han sorteado los obstáculos de la crítica. Ojos vacíos. El millonario es un padre frustrado que le regala a sus nuevos hijos los juguetes para ser felices, pero les niega el brillo de la conciencia. Los quiere a todos iguales. El vacío se hace patente, pero hay un brillo, una lenta rebelión interna, que se entrevé a veces. La  facultad última del ser humano exponiéndose, rebelándose. Entonces la lectura final: no vivir de acuerdo a las reglas gubernamentales los hace libres. Pero, ¿la libertad es eso? Porque las miradas perdidas hablan de algo mucho más profundo: el fin del individuo por la sociedad. El uno para todos pero no el todos para uno. El uno: la falacia simplificada de un montón de células, un reducto primigenio, una utopía prehistórica. Las vestimentas como la primera negación del individuo en un extraño y bien conocido mecanismo de autorregulación identitaria: en la medida en que no existe la posibilidad de elegir qué imagen presentar ante los otros, el individuo, en su fin universal de ser un todo completo e independiente, pierde la capacidad de elegir qué quiere ser y cómo desarrollarse para y por los demás miembros. Pierde la capacidad de ser ante los otros. No se le permite pensar (o no se atreve a hacerlo). Y esto es solo el principio.

Para algunos de estos chicos —la mayoría son jóvenes, diría que entre los 16 y los 30 años— estas vacaciones en Aguas Calientes conformarán algún día los primeros recuerdos del mundo afuera de su comunidad. Una semana sumergidos en las aguas termales de un río que se arde debido a la actividad volcánica bajo el lecho. Este fenómeno geológico forma pozos en la superficie, por donde emana el agua en ebullición. Estos pozos son capaces de atraer por sí solos a más de 5.000 personas de una vez, pero ahora apenas somos unos cuántos solitarios, más los menonos, en los dos campamentos de las orillas. Así pasan los días en la selva. No hay demasiado que hacer por aquí, excepto espantarse los milimétricos mosquito gegén y bañarse en las aguas termales.

Para mí, la excitación al entrar en uno de los pozos es repetitiva: siempre imagino que me acabará tragando la tierra y, como en las ideas vernianas en Viaje al centro de la Tierra, voy a visitar algún mundo subterráneo. La tesis es la misma, si se separa —o no necesariamente— la ficción de los fenómenos geológicos reales: venas volcánicas que ascienden desde los estratos geológicos más profundos y se asoman a la superficie de la Tierra, casi siempre en forma de géiseres de agua hirviendo que se autopropulsan por las altas temperaturas de la lava incandescente. Estos mismos géiseres son los que, al final del libro, logran que Otto Lidenbrock alcance de nuevo la superficie, unos miles de kilómetros más al sur de lo que esperaba: en el cráter del monte Stromboli. No sé si en el centro de la Tierra estará aquel mundo de dinosaurios, lagartos marinos y otros animales prehistóricos que defiende Verne en sus relatos, pero vale la pena intentarlo.

Las transacciones económicas con el resto de la población boliviana les han obligado a introducir en sus vidas algunas herramientas prohibidas como la luz, los coches o los teléfonos móviles.

Nos llaman bolcheviques, pero los bolcheviques aún no habían nacido

En su origen, las comunidades anabaptistas, de las cuáles procede la corriente menonita y los amish, se separaron del resto de la sociedad alegando una necesidad de credo libre y una intención, evidenciada hoy día en las ropas y los modos de vida, de retornar a los valores de la iglesia primitiva pre-constantina. La necesidad de una iglesia libre, en el doble sentido de «formada por personas libremente comprometidas a militar en la comunidad del Mesías y ser independiente de las estructuras oficiales de la sociedad en cuanto a su organización y su concepto de autoridad, entre otros», (Cita: Driver, Juan, El Legado Anabautista y la Iglesia de Hoy, Buenos Aires, en Perspectiva Menonita, s/e, 1993, págs. 3-4.) fue el aspecto de la visión anabaptista que más escandalizaba a los reformadores y a los católicos en una época de candentes conflictos religiosos en la Europa medieval. Si se observan los hechos desde el punto de vista de la Reforma, una época en la que se canalizó toda la represión religiosa que había estado vigente durante la oscuridad del medievo, las ideas e iniciativas anabaptistas prometían ser de las más revolucionarias en el lecho social en el que se originó la Reforma: Suiza, Holanda, Alemania, Austria y la actual República Checa. La imposición del terror por parte de los adeptos luteranos-calvinistas impulsó que los grupos anabaptistas se exiliaran de a poco a otros países. De esta manera se crea una nación sin Estado, otra más, cuyos miembros viven separados en diversos países donde pueden conservar su autonomía y sus tradiciones sin mezclarse con las sociedades nativas.

Sin embargo, la estructura de cada grupo se ha configurado de diferente manera dependiendo del ambiente al que hayan tenido que adaptarse. En la puerta a las selvas bolivianas, en la provincia de Chiquitos, donde se encuentran la mayoría de las comunidades menonitas, ha sido fácil el aislamiento. El Estado plurinacional de Bolivia contempla la diversidad y la defiende. Los menonitas son, de facto, el grupo menos extenso de todos los que viven en un país de 11 millones (estimados) de habitantes. Las etnias quechua, aymará, guaraní o moxos completan alrededor del 60% de la población mientras que el otro 40% está formado por mestizos (26%) y blancos (14%) entre los que se cuentan los menonitas y los descendientes de inmigrantes que llegaron de Croacia, España, Italia, Líbano o Turquía. Por eso la comunidad de Tres Cruces y otras aledañas han sabido quedar aisladas del resto de la sociedad en constante evolución y de las innovaciones tecnológicas del siglo XXI. La luz, los medios de comunicación, los teléfonos móviles, los coches, las computadoras: en apariencia son herramientas prohibidas para los menonitas. Sin embargo, las transacciones económicas con el resto de la población boliviana les han obligado a introducir algunas de ellas en sus vidas cotidianas con rígido control social (sin embargo sus «hermanos» amish son irreductibles en este aspecto: no a la tecnología).

No todas las comunidades de menonitas del mundo contemplan las mismas ideas, sin embargo. Se podría hablar de una corriente rural, en la que se han conservado los preceptos de la Iglesia natural pre-constantina —además de sus modos de vida recios—, a la que es evidente pertenecen los menonitas con quien comparto aguas hirvientes estos días; y otra corriente urbana que ha sabido adaptarse a los tiempos modernos, han implementado la tecnología en sus vidas, habitan las grandes ciudades como Nueva York, visten ropas al modo occidental y han fundado sus propios medios de comunicación en internet, como The Mennonite. A diferencia de los que fueron llamados «los bolcheviques del siglo XVI» por algunos historiadores (cita Font, Guillermo, «De la intolerancia a la conveniencia pacífica, El legado moral de la Reforma Radical» en Revista Kairos. Buenos Aires, Octubre de 2008, p. 8,9.:) por sus implicaciones políticas tan subversivas, los menonitas urbanos de hoy comparten mucho rasgos identitarios con los grupos nativos de donde viven. Los otros, los de las áreas rurales, presentan un caso distinto de convivencia. Los bolivianos nativos siguen presentando una resistencia ante los menonitas. No les importa el culto diferente, ni las ropas uniformadas ni que no puedan comunicarse en el idioma que también ellos, que han conservado sus lenguas amerindias nativas, han tenido que aprender. Lo que les importa es la tierra.

Cómo resocializar a un menonita o los argumentos del padre Pifarré

En los años 1955, 1962 y 1985, el gobierno de la República de Bolivia otorgó a las colonias menonitas muchas facilidades y privilegios en lo concerniente a la tierra, que debían durar mientras se consolidase su establecimiento en la región. Como las prácticas de su agricultura son nómadas —agotan los minerales de terrenos boscosos mientras duran con monocultivos de grano, en especial soja, sorgo, maíz, sésamo, arroz y girasol, y luego los abandonan—, nunca terminaron de establecerse en un lugar definitivo, lo que supuso una ventaja en la forma en que colaboran con los tributos al Estado.

Los grupos indígenas que trabajan la tierra cerca de las colonias menonitas se quejan porque el gobierno de Evo Morales, como todos los anteriores, no se está haciendo cargo de que se cumplan las leyes generales y se deje de justificar el tráfico de tierras y la aplicación de prácticas y técnicas agrícolas degradantes con el medio ambiente por causas religiosas. No les faltan los críticos en el oriente boliviano, aunque tampoco se niega que la producción agrícola-ganadera de los menonitas contribuye al crecimiento económico de la región.

El jesuita católico Francisco Pifarré sostiene una de las tesis más despreciativas sobre los menonitas. En sus Siete puntos para los menonitas propone una resocialización de estos grupos para acercarse definitivamente a los usos y costumbres bolivianas. Su manifiesto empieza así: «Los menonitas van avanzando en su dominio territorial. Tienen su propia estrategia. Con apariencia de mansos, calladitos y pacifistas, van siendo los dueños de la geografía del Municipio de Charagua y pronto lo serán de todo el Chaco» y continúa declarando las nuevas condiciones a las que deberían atenerse si quieren seguir formando parte del estado plurinacional boliviano. Entre ellas, crear escuelas bolivianas con maestros nacionales para cada colonia menonita, prestar el servicio militar, izar la bandera boliviana en cada colonia y limitar el crecimiento territorial prohibiéndoles la compra venta de terrenos en el Chaco y otros territorios.

No sé si creen que soy Satán

Es un atrevimiento por mi parte, después de todas las negativas en cuestión de acercamiento a las menonas, aproximarme cámara fotográfica en mano. Tiemblo porque pienso que la fotografía está satanizada en sus círculos y que me ven como una roba-almas. Con un gesto tímido señalo la cámara y las señalo a ellas: un grupo de mujeres que amasa pan en la improvisada cocina que han montado en el comedor del camping. Para mi sorpresa todas me miran fijamente, y aunque no sonríen, se dejan fotografiar. Me excito y entro en sus dominios. Fotografío a las niñas, a los hombres que sí se ríen con mi pulular silvestre por su cocina, como un elemento extraño o más bien un espectáculo circense e inocuo.

Inesperadamente, cuando la cámara les apuntó, se dejaron fotografiar.
Las mujeres menonas se pararon de pronto y apuntaron con sus cámaras fotográficas analógicas, todas al tiempo.

Me marcho feliz al pueblo. A la vuelta, veo a las chicas menonitas venir hacia mí. Caminan tan ordenadas. Cuando estamos cerca se paran de pronto y me apuntan con sus cámaras fotográficas analógicas, todas al tiempo. Ataque frontal: han entrado en mi juego de espejos en el que unas a otras nos observamos sin esconder nuestra curiosidad. Desde ese momento me sentiré con la libertad suficiente de acercarme a ellas y observarlas a través del objetivo. Les gusta el protagonismo, son casi adolescentes, y aunque tímidas, posan altivas, sin dejar de hacer lo que estaban haciendo pero con una seguridad frugal en la mirada. Un algo doliente, como he visto después en las fotografías de Jordi Ruiz Cirera, una de las cuáles es ganadora del premio Taylor Wessing de fotografía del Reino Unido. No sonríen. Vivir afuera de la globalización, Facebook, los selfies y las fotos de vacaciones les ha librado de sonreír por obligación ante la cámara. Eso no significa que no estén disfrutando de sus vacaciones. Y con una plena confianza en el refranero español apuesto por el conocido «a la tercera va la vencida» y me acerco a las menonas que juegan tranquilas en el río. Ya no siento vergüenza de mirarlas fijamente. Saco la cámara. Algo se excita en el ambiente, las niñas corren más rápido, se lanzan el agua más fuerte. Las mayores entran en el juego. Con botellas de plástico cortadas a la mitad se lanzan chorros de agua. Se vuelven locas: el río se convierte en una batalla campal de aguas minerales, y ríen, ¡ríen tanto y tan alto! Pero cuando guardo la cámara regresa el silencio y en fila india salen del agua y se alejan del río. No sé si sentirme responsable por haberles provocado la risa y la diversión o su culpabilidad por reír. La sensación de contradicción no me abandona.

Con botellas de plástico cortadas a la mitad se lanzan chorros de agua. Se vuelven locas: el río se convierte en una batalla campal de aguas minerales, y ríen, ¡ríen tanto y tan alto!

Pero sí los menonos. A la mañana siguiente una calma distinta se ha apoderado del lugar. Los chicos del camping me avisan de que los menonitas se han marchado de madrugada. El silencio sigue presente, como antes, pero ahora, además, se nutre de una soledad nueva: la que se siente con las rupturas o el desamor. Entonces, para no olvidar este encuentro fallido en el que nunca hubo palabras, comienzo a escribir: «Cuando he abierto los ojos esta mañana…».