A Mihály Dés

Esto ocurrió durante el verano del que algunos denominan el mágico año de 1992.

Llegamos a Cádiz en autocar. Viajaba con mi novia de entonces, a la que llamaré O. Estábamos llevando a cabo algo parecido a un tour por el sur de España. Habíamos estado ya en Granada, también en Córdoba, e incluso habíamos tenido tiempo de visitar, aunque sin excesivo entusiasmo, la Expo de Sevilla. 

Decir que en Cádiz hacía mucho calor sería mostrarse condescendiente. Sin embargo, a mí no me sentaba mal ese clima del sur, más radical que el de la costa catalana al que estaba acostumbrado, aunque también más seco y por lo tanto más respetuoso, menos invasivo. Llevábamos sobre nuestros hombros un buen puñado de kilómetros por carreteras regionales, y otros tantos realizados en tren desde Barcelona a Granada, pero yo me sentía enérgico, dispuesto a apropiarme con ansia de lo que se presentase ante mis ojos. 

En esos años de mi primera juventud, todavía estudiante universitario, quería verlo todo, conocerlo todo. Nada me parecía poco, cualquier rincón podía resultarme exótico y digno de aventura. Cargaba con un par de libros y con una libreta pautada en la que iba anotando lo que pensaba que podría resultarme relevante en el futuro, cuando pudiese sacarle rendimiento literario. Nótese que he utilizado la expresión «en el futuro», pues en ese momento no habría sabido qué partido sacarle a la mayor parte de las cosas que me sucedían. 

En la estación de autobuses de Cádiz nos estaba esperando el que iba a ser nuestro anfitrión durante los dos próximos días: Manuel María, al que todo el mundo llamaba Malili. Malili, dentista de profesión, era en realidad amigo de mi hermana. Yo había aprovechado una estancia de Malili en Barcelona meses atrás para hacerme el encontradizo y posibilitar que a mí también me invitase a pasar unos días en la casa que tenía cerca del faro de Trafalgar. 

He de decir que en cuanto puse un pie en Cádiz, o mejor dicho en cuanto empecé a notar el aire cálido y seco en la piel, en cuanto tuve la sensación de estar allí de verdad, supe que esos días iban a conllevar alguna clase de descubrimiento íntimo y personal. Aunque poco podría haber sospechado a esas alturas hasta qué punto acabarían resultando importantes para mí las cosas que viví durante aquellos dos días cerca del faro de Trafalgar; cuánto habría de reelaborar el recuerdo de aquella estancia en años venideros en busca de consuelo o de motivación.

Recorrimos en coche la bahía, hacia el sur, camino de un lugar que yo no estaba todavía en disposición de ubicar en el mapa. Pasamos por Chiclana y por Conil de la Frontera. Guiado por el afán del que he hablado antes, yo intentaba empaparme de la amplitud de las vistas y del aroma del océano que entraba por las ventanillas bajadas. Con la desvergüenza de mis veinte años, por lo demás, pretendía mantenerme a la altura del ingenio y de la simpatía de nuestro anfitrión; sin mucho éxito, confieso, pues en cuestión de minutos me vi obligado a rendirme al imbatible poder del sentido del humor gaditano. 

Durante ese desplazamiento, Malili no dejó de repetir una suerte de mantra que poco a poco, durante las siguientes horas, fue calando en mi manera de percibir ayudándome a ponerme en situación: «Aquí todo va a otro ritmo. Nada que ver con cómo hacéis las cosas en el norte». Nunca había pensado en mí mismo como un habitante del «norte», fuera eso lo que fuese, pero acepté sin rechistar la rotundidad de aquella sentencia.

Cuando estábamos ya cerca de Caños de Meca apareció ante nosotros una especie de cerro o colina boscosa que parecía surgida de la nada. En aquella zona eminentemente llana y más bien arenosa, casi un recordatorio del desierto que se extendía al otro lado del Estrecho, aquel montículo cubierto de pinos, de un verde radiante, llamaba poderosamente la atención. «Es la Cañada del Álamo», nos dijo Malili. «La casa está ahí arriba, en lo alto de ese cerro, que pertenece al Parque natural de La Breña.» 

Al poco abandonamos la carretera comarcal y nos adentramos en el Parque por un pedregoso camino forestal. Transmitía algo impropio aquel recorrido sinuoso que debía llevarnos a lo alto del cerro. El cambio de un paisaje a otro, de un ecosistema y otro podría decirse, era demasiado radical. Finalmente llegamos al amplio claro donde se encontraba la casa. Desde allí, desde el punto más alto del cerro, sí se veía de nuevo el mar, de un radiante azul en ese momento debido a la potencia del sol cenital.

Cuando llegamos, la esposa de Malili, Cristina, estaba cocinando: preparaba una apetitosa paella de verdura. Desde el primer momento, Cristina, cuyo acento gaditano era apenas perceptible, nos trató con una cortesía y un afecto desconocidos para alguien habituado a la discreta y distante formalidad propia de ese «norte» del que hablaba Malili. 

Mientras acababa de hacerse la paella salimos todos fuera para tomar el aperitivo. En el exterior había una mesa grande de madera, como para diez o doce comensales, y varias sillas de plástico blancas alrededor. 

Estábamos allí sentados, charlando despreocupadamente, cuando de repente, sin previo aviso, salido de entre los pinos, se manifestó el invitado sorpresa; el personaje que habría de condicionar por completo desde ese momento mi estancia allí. 

 «Este es John», nos dijo Malili mientras nos levantábamos para saludarlo. «Es un famoso escritor sudafricano.»

No nos habían informado hasta entonces de que íbamos a compartir estancia con aquel escritor. Tampoco nos comentaron en ningún momento qué tipo de relación personal les unía a él, aunque desde el principio se hizo evidente que con Cristina mantenía un grado más elevado de confianza, posiblemente debido a que ella hablaba inglés con absoluta soltura.

John era bastante más bajo que yo y excesivamente enjuto para un hombre de su edad; debía rondar la cincuentena. Tenía el pelo cano casi por completo y la cabellera, corta y peinada hacia atrás, le nacía justo en lo alto del cráneo. Lucía una barbita bien recortada, esta sí totalmente blanca, que le daba un aire de atildado caballero del siglo XVII o de resignado coronel del Ejército Confederado, si se prefiere. Viéndolo moverse, por lo demás, resultaba evidente que era un hombre elegante, delicado, aunque también viril a su modo. 

Como cabe suponer, el hecho de que fuese escritor y además famoso generó en mí un interés muy superior a la simple curiosidad. Que fuese sudafricano, sin embargo, suponía una considerable barrera a la hora de acercarme a él, pues no tenía ni idea de la literatura de ese país más allá del nombre de la ganadora del Premio Nobel del año anterior: Nadine Gordimer, de la que todavía no había leído una sola línea. Como temía que resultase patente que no era más que un joven ignorante, no quise preguntar sobre su obra ni sobre su persona en un principio, ni siquiera pregunté por su apellido. Procuré aplacar la sensación de vergüenza pensando que en tanto que escritor en ciernes no tenía por qué decir nada, que mi silencio me convertía en un digno y respetuoso colega todavía novato. 

John, por su parte, no me prestó la más mínima atención durante el aperitivo. Sí le vi observar en un par de ocasiones, de soslayo aunque con mucha intensidad, a O., que estaba sentada en un extremo de la mesa con sus largas piernas cruzadas y los pies descalzos. También le oí hablar al menos en dos ocasiones antes de que se iniciase el ajetreo que conllevaba servir la comida.

En la primera ocasión, mirando hacia el mar, dijo: «Podría vivir aquí siempre, o al menos hasta que me muera», lo cual provocó risas entre nosotros. En la segunda ocasión se extendió algo más: «Comprendo por qué algunos se han retirado a este lugar y se han cercado de kilómetros y kilómetros de silencio; comprendo por qué algunos han querido legar en perpetuidad el privilegio de tanto silencio a sus hijos y nietos (aunque no estoy seguro de con qué derecho); me pregunto si no habrá rincones olvidados, cuevas y pasillos entre las cercas, una tierra que no pertenezca todavía a nadie. Si pudiera volar lo suficientemente alto», dijo, «podría verlo». Esta última frase nos sumió a todos en un melancólico silencio que Malili, y posteriormente la propia Cristina, no tardaron en deshacer sin reparos cuando nos dijeron que nos pusiéramos manos a la obra.

Comí en silencio, voluntariamente distante. Y después participé a desgana del ritual de la siesta, porque ni tenía sueño ni habría podido dormirme. Encontrarme con el tal John me había inquietado más de lo que habría sido capaz de admitir. Después de todo, nunca había tenido tan cerca a un escritor famoso. Él era lo que yo quería llegar a ser, aunque eso no implicase, al menos de momento, que me resultase admirable en ningún sentido, porque, curiosamente, el hecho de sentir vergüenza a su lado me empujaba a distanciarme. Pero tenerlo allí, bajo el mismo techo, provocaba que me preguntase por mi lugar en el mundo y por mi vocación. Y eso no me resultaba en absoluto cómodo dado que, a pesar de mis ansias, no tenía nada que decir al respecto.

Por otra parte, O. estaba tumbada en la cama, a mi lado, ajena a mis elucubraciones como siempre, lo cual no me resultaba de gran ayuda a la hora de enfocar mis preocupaciones con la necesaria claridad. O. tenía un par de años menos que yo. Era rubia, alta y muy delgada. Y podría decirse que era atractiva de ese modo en que solo pueden serlo las personas a las que nada parece pesarles. Pero en términos generales nuestros intereses más íntimos distaban mucho de desarrollarse en la misma dirección.

A media tarde, una vez acabada la siesta, Malili y Cristina nos montaron a los tres en el coche y nos llevaron a ver el faro de Trafalgar.

El faro se asentaba sobre una exigua zona rocosa en una lengua de tierra que se adentraba en el océano como un lóbulo de arena. La carretera finalizaba en la misma base de la edificación, en una pequeña explanada vacía. No había nadie allí. No había nadie en kilómetros a la redonda; en aquellos remotos tiempos, algo así todavía era posible. Tan solo estaba el faro, con su imponente presencia: un enorme cilindro blanco coronado por una compleja estructura de lentes de cristal. Bien mirado, parecía inverosímil que la corriente del Estrecho no se hubiese llevado por delante aquella lengua de tierra abandonada. 

Tal vez por esa especie de incoherencia física, pude notar estando ahí, junto a ese faro silencioso y solitario, una sensación difusa que hablaba de desolación y de supervivencia al mismo tiempo. Algo que me llevó a pensar, contra mi voluntad, pues he de recordar que no era más que un joven ignorante y entusiasta, que tal vez nuestro paso por la vida solo podía aspirar a esa clase de épica, la de la resistencia. Resistir es vencer, parecía proclamar aquel faro inútil cuya sombra empezaba a extenderse demasiados metros hacia el este. 

En cualquier caso, ese lugar parecía encontrarse fuera del tiempo. Y si me hubiesen dicho en ese mismo instante que al entrar en las instalaciones del faro podría viajar al pasado o al futuro, lo habría creído a pies juntillas.  

Tal vez, pensé entonces, se trate de uno de esos puntos geográficos que denominan lugares de poder. Sitios muy específicos, muy delimitados físicamente donde, por lo visto, confluyen diferentes líneas energéticas o fuerzas telúricas que convierten esos lugares en algo único, cargado de posibilidades mágicas o espirituales o psíquicas. 

En esas elucubraciones andaba sumido cuando de repente oí la voz de John, a mi espalda, y eso me trajo de vuelta al presente; porque durante unos minutos me había olvidado de todo y de todos. Preferí no volverme para comprobar si me estaba hablando a mí o no.

«La primera vez que estuve aquí, el paisaje estaba tan desierto que a veces era fácil pensar que mi pie era el primero en pisar un centímetro concreto de tierra, o en mover un guijarro en particular», dijo. Estaba a escasos centímetros de distancia. Su voz era apenas un susurro. «Sentí», prosiguió, «que algo dentro de mí se había liberado o se estaba liberando. Todavía no sabía lo que era; pero también sentí que aquello que, hasta ahora, había considerado en mí duro y correoso, se estaba convirtiendo en blando y fibroso, y esas dos sensaciones parecían estar conectadas.»

Cuando pensaba que no iba a decir nada más, pues llevaba más de un minuto en silencio, y estaba a punto de darme la vuelta para enfrentar su mirada, John volvió a hablar y me obligó a permanecer inmóvil.

«¿Es esta mi educación?, me pregunté. ¿Estoy por fin aprendiendo algo de la vida aquí, en este espacio de tierra? Me pareció que la vida se representaba ante mí en escenas diferentes, y que todas estaban unidas entre sí. Tuve el presentimiento de que todas convergían, o amenazaban converger en un significado único, aunque todavía no sabía cuál podía ser.»

Sí calló entonces John. Y por el sonido de sus pisadas supe que se estaba alejando de mí. Al volverme definitivamente, vi su espalda erguida, ajena de nuevo. No había nadie más alrededor, Malili, Cristina y O. estaban en la playa, a más de doscientos metros. Es decir, John había dicho aquellas palabras para mí. Me sentí terriblemente honrado pero también abandonado por primera vez a mi suerte en un territorio inhóspito y desconocido. 

Esa noche cenamos en Barbate, en un local de pescadito frito junto al puerto. John solo pidió una ensalada verde, nada más, ni siquiera postre. Ahí fue cuando me enteré de que era vegetariano y de que su postura contra el consumo de carne y de derivados animales era muy combativa, casi violenta. Ahí fue también cuando nos habló del libro que estaba escribiendo, una novela sobre Dostoievski al parecer.

A mí me incomodó un poco que no me mirase ni una sola vez durante la cena. Tenía la impresión de que habíamos compartido algo junto al faro, algo breve y significativo, pero durante la cena se mostró distante de mí. De hecho, estaba completamente centrado en O. Era a ella a quien dirigía sus palabras, a la que observaba con una vibrante intensidad solo aparentemente aséptica; una intensidad potenciada tal vez por el vino peleón que había escogido para acompañar su frugal ensalada.

Fue a ella a la que le dijo, por ejemplo, después de que O. explicase brevemente la esencia de sus sueños futuros: «Es un riesgo poseer cualquier cosa: un coche, un par de zapatos, un paquete de tabaco. No hay suficiente para todos, no hay suficientes coches, zapatos ni tabaco. Hay demasiada gente, y muy pocas cosas. Lo que existe ha de estar en circulación, de modo que todo el mundo tenga ocasión de ser feliz al menos un día». 

Y también le dijo, mientras hablábamos de relaciones de pareja: «Me pregunto, y no es la primera vez, si las mujeres no serían más felices viviendo en comunidades exclusivamente femeninas, en las que admitiesen tan solo las visitas de los hombres que ellas mismas quisieran recibir». 

Yo aprecié en la boca de John, al decir esto último, un leve gesto de viscosa lascivia dirigido a O. al que me esforcé por no prestar atención; posiblemente porque yo también había bebido un poco más de la cuenta y mis intereses en aquella conversación discurrían por otros derroteros. Porque yo quería que hablase de literatura. Yo quería que hablase de lo que suponía ser escritor; un escritor famoso, además. Y le pregunté al respecto. Pero él no estaba por la labor. Aunque sí explicó, casi con desgana, que si seguía dedicándose a la enseñanza se debía a que no solo le proporcionaba un medio para ganarse la vida, sino también porque así aprendía la virtud de la humildad, porque así comprendía con toda claridad cuál era su lugar en el mundo. 

Antes de que nos levantásemos de la mesa, después de que Malili se hiciese cargo de la cuenta, y sin apartar la  mirada de O., aunque no la mirase directamente a los ojos, añadió: «No se me escapa la ironía, a saber, de que el que va a enseñar aprende la lección más profunda, mientras que quienes van a aprender no aprenden nada».

¿Se estaría refiriendo indirectamente a mí, debido a mis insidiosas preguntas sobre la vocación? Como no tenía respuesta para eso, permanecí en silencio durante el trayecto en coche hasta la casa en lo alto del cerro, sentado entre John y O.

A pesar de que era ya muy tarde, estuve dando una vuelta por la casa y por el exterior antes de meterme en la cama; mi intención era calmarme. Me detuve a ojear los libros que Cristina y Malili tenían en una de las estanterías del salón y descubrí un ejemplar de una de las novelas de John. Era un viejo libro de bolsillo, con las puntas de la cubierta retorcidas: Life and Times of Michael K. En la portada lucía una etiqueta roja muy llamativa que indicaba que había sido merecedor del Booker Prize de 1986. Obviamente, nunca había oído hablar de él.

No me fui a dormir hasta acabar de leerlo. La experiencia me resultó reveladora y extremadamente dolorosa a un tiempo. No solo envidié no haberla escrito yo, como venía pasándome desde hacía un tiempo con los libros que me gustaban, me hizo sufrir el comprender, mientras lo leía, que con toda probabilidad jamás sería capaz de escribir una historia tan buena; entre otras razones, porque no tenía la más remota idea de cuáles eran los pasos a seguir para intentarlo. Por otra parte, he de decir que la lectura conllevó también una sensación algo menos amarga, aunque no por ello del todo gratificante, se trataba de la experiencia del reconocimiento. Es decir, no sabía cómo escribir bien, ni siquiera sabía como escribir más o menos bien, pero entendí que era a eso precisamente a lo que quería dedicarme. 

Al levantarme a la mañana siguiente, supe que no podría volver a mirar a John del mismo modo. Ni siquiera a mí mismo iba a poder mirarme del mismo modo. 

Algo en mí había despertado y estallado en mil pedazos al mismo tiempo.

Tras el desayuno, y a pesar de que nos aproximábamos con cierta celeridad al mediodía, nuestros anfitriones propusieron llevarnos a la playa. «Un chapuzón y volvemos», dijo Cristina. Nos llevaron a los tres a Caños de Meca. Desembocamos en una playa desierta, larguísima y muy ancha, después de recorrer un fantástico laberinto de caminos de tierra flanqueados por cañas amarillentas. Insisto en el concepto porque sé que hoy en día resulta difícil hacerse a la idea: estábamos en mitad del verano y no había nadie en la playa. Un potentísimo sol reinaba casi en el justo centro de un cielo azul sin nubes, aunque por fortuna corría una suave brisa de levante que, de vez en cuando, provocaba que se me erizase el vello de los brazos.

Sin comentarlo siquiera, Cristina, Malili y John se desnudaron por completo. Yo, con la intención de no pasar por el jovencito ingenuo e ignorante que era, aunque confirmándolo de nuevo por otros medios, también me desnudé sin decir nada. O. me miró en un par de ocasiones, interrogándome con la mirada de forma evidente, pero yo no le ofrecí salida alguna. Me limité a decir, en voz muy baja: «Son hippies. Ya sabes», como si con eso pudiese justificar mi sorprendente e inopinada actuación. Ella no se quitó el biquini. 

Curiosamente, ese gesto de O. a medio camino entre la vergüenza y la determinación juvenil, avivó el interés de John por ella. Recorría su anatomía con la mirada una y otra vez, a la mínima oportunidad. Y es que partir de ese momento, John dejó de esforzarse por enmascarar su deseo; la distancia del tiempo me ofrece la posibilidad de decir las cosas por su nombre. Es más, en un momento en el que nos habíamos sentado los cinco en las toallas después de una rápida incursión en el agua helada, John se vio obligado a levantarse discretamente e ir a dar un paseo solitario por la anchísima playa con el fin de aplacar lo que, de soslayo, me había parecido una indiscreta erección.

Supongo que la patente lujuria de aquel escritor sudafricano, por famoso que fuese, debería de haberme incomodado un poco siquiera, pero en aquel momento yo solo podía pensar en una cosa. Al mirar a John no veía a un patético hombre maduro intentando parecerle interesante a una jovencita que estaba a años luz de su zona de influencia. Yo lo que veía era a un escritor. Así que eso es un escritor, había empezado a decirme a la hora del desayuno, confirmándolo al atender a cada pequeño movimiento de John. O sea que así es como se mueve un escritor. Así es como mira un escritor. Así es como habla un escritor.

De hecho, mientras lo observaba caminar por la playa intentando relajar aquella absurda erección, lo que me venía a la mente era un fragmento de la novela que había leído la madrugada anterior: «No se veía como un cuerpo pesado que va dejando un rastro, sino como algo parecido a una partícula liviana sobre la superficie de una tierra demasiado dormida como para notar el rasguño de las patas de las hormigas, el mordisqueo de las mariposas, el revoloteo del polvo».

Con el fin de secarme, me coloqué el bañador y me fui también a dar un paseo en la misma dirección por la que había visto alejarse a John. Me sentí de maravilla caminando sin más por la playa, con los pies descalzos, sintiendo la brisa en mi piel. Confirmé en esos minutos algo que venía rondándome desde que puse el pie en Cádiz: que aquel lugar, aquel clima y aquella tierra, a pesar de lo mucho que en apariencia diferían de mi naturaleza barcelonesa, parecían pensados, o creados si se prefiere, para mí. 

Fue entonces cuando surgieron los toros por entre las cañas que delimitaban la playa. 

Era una manada de toros mansos, rojos. Eran unos seis o siete, y se estaban adentrando lentamente en la arena, hacia el agua, ajenos a todo lo que les rodeaba. Ajenos principalmente a mi mirada. No sentí miedo. Todo lo contrario. Aquello fue una especie de epifanía. El momento me resultó tan hermoso, tan poderoso en su singularidad, que tuve ganas de vomitar. Mi cuerpo parecía incapaz de asimilarlo.

Me dio la impresión de que algo muy íntimo de mi persona, algo sin duda todavía desconocido para mí mismo, se colocaba en su sitio sin hacer ruido, encajando a la perfección. Y si bien he tardado muchos años en descubrir qué pieza de mi ser era esa, puedo decir que fui consciente de que el encaje estaba teniendo lugar en aquel instante.

Al darme la vuelta, vi que John estaba a mi lado. Antes de hablar, asintió en mi dirección. Después dijo: «Rilke nos enseña que lo que llamamos belleza es sencillamente un primer presentimiento de terror. Nos postramos ante la belleza para agradecerle que renuncie a destruirnos».

Así que este es el tipo de cosas que ve y siente un escritor, me dije sumido en una embriagadora sensación cercana al éxtasis.

No bajé de la nube durante la comida, así que no recuerdo nada de lo que dijimos. Estábamos en la casa del cerro, eso sí. De eso estoy seguro porque después de comer hicimos siesta, o como mínimo yo sí la hice; dormí solo. Fue la mejor siesta de mi vida, un sueño tranquilo y reparador de unos quince o veinte minutos que a mí me dio la impresión que duraban una vida entera. Cuando desperté me sentí gozosamente resacoso. En ese estado dejé pasar las horas hasta el momento en que Malili nos propuso ir al chiringuito de un amigo suyo en el Camino del Faro de Trafalgar. La idea era pasar allí el rato hasta la puesta de sol.

El hecho de que el chiringuito también estuviese desierto, de que fuéramos nosotros los únicos ocupantes de la terraza, me lleva a poner en cuestión la verosimilitud de mi recuerdo. Entre otras razones porque el lugar era incluso demasiado bonito, demasiado perfecto. Pero así es la imagen que conservo: Cristina, Malili, John, O. y yo sentados en la terraza, atendidos por un amigo de la pareja. Los cinco mirando hacia el océano, observando a lo lejos el difuso perfil de la costa africana, hablando sin decir nada relevante, pues el entorno lo era todo. 

Yo estaba entregado por completo a la languidez.

Resulta curioso que esa sensación, la languidez, se pierda tan pronto y para siempre cuando se deja atrás la juventud. Todos los demás atributos tradicionales de esa época: el entusiasmo, los afectos generosos, las ilusiones y la desesperación, todos menos la languidez, aparecen y desaparecen a lo largo de la vida. Forman parte de la misma. Pero como dice Evelyn Waugh, «la languidez, la relajación de los músculos todavía no agotados, la mente que busca la soledad y se entrega a la introspección, solo pertenecen a la juventud y con ella muere».

Pues bien, estaba yo entregado a esa languidez propia de la juventud cuando me pareció que la vida se representaba ante mí en escenas diferentes, y que todas estaban unidas entre sí. Tuve el presentimiento de que todas convergían, o amenazaban converger en un significado único, aunque todavía no sabía cuál podía ser. Por eso pensé que era ahí, justo en ese rincón del mundo y no en ningún otro, donde me gustaría morir. Sé que puede parecer un pensamiento marcado por la voluble rotundidad de la juventud, por el totalitarismo de esos primeros años de consciencia. Sé que puede parecer, por lo tanto, un pensamiento ingenuo, atractivo tal vez, pero perecedero como un amor de verano. Sin embargo, la idea se instaló en mi cerebro y todavía sigue ahí. Pero en ese momento, claro está, no pensaba en mi presente sino en un futuro brumoso y sin duda muy lejano. Porque sabía que todavía tenía todo por hacer. 

Tenía que aprender a vivir como un adulto, por ejemplo. También tenía que aprender a vivir como un escritor. Y para ello, entre otras cosas, tenía que intentar escribir algo parecido a Life and Times of Michael K; intentarlo al menos. 

Así pues, había descubierto que ese era mi sitio, el sitio donde me gustaría que todo acabase pero, al mismo tiempo, era el punto de partida, pues ahí empezaba la búsqueda en la que iba a convertirse mi vida a partir de ese momento. 

Porque en cuanto me fui de Cádiz supe que la pieza desconocida que con tanta perfección había encajado en mi interior estando junto al faro de Trafalgar había vuelto a desencajarse sin remedio.

Pero yo todavía estaba ahí. Todavía estaba el sol y el océano en calma. Todavía iba a disfrutar durante unas horas de esa sensación de estar en el lugar y en el momento adecuado. Y todavía iba a escuchar hablar a John un poco más, diciéndome: «Al final todos debemos dejar el hogar, todos debemos abandonar a nuestras madres». 

O diciéndome: «La cuestión no estriba en cómo podríamos mantener la pureza de la imaginación, cómo protegerla de las agresiones de la realidad. No, la cuestión ha de ser esta: ¿podemos hallar una forma de que ambas coexistan?» 


Imagen de cabecera, CC Xabier Otegi