De entre todos los viajes épicos que un supuesto auténtico viajero debe realizar al menos una vez en la vida, el Transiberiano es el más célebre de entre los que se hacen a bordo de un tren. Lo recorremos de la mano de Carolina Reymúndez para conocer las historias de la gente que ocupa sus vagones, como Alina, Rita, Purevsuren, Mila. Cruzaremos de un país a otro para comprobar cómo se transforma el paisaje, así como nuestra visión, durante ese recorrido interminable entre extensas llanuras.


Hace cuatro días que estoy a bordo del Transiberiano, el mítico tren que cruza Rusia. Hoy me despertó la solidez del hierro, las ruedas pisando fuerte sobre las vías, un sonido metálico rotundo que parece que viene de adentro mío: elásticos, remaches, bulones, resortes. Supe que no volvería a dormir y aunque falta para el amanecer me levanto y camino hasta el espacio rectangular que divide los vagones. Salvo algunos empleados, todos duermen. Se escucha el silencio a pesar del hierro. Silencio muerto, como después de una noche de vodka. El espacio es pequeño, en cinco pasos llego de una puerta a la otra y por las dos veo el amanecer de niebla y luz rosa sobre los bosques de abedules. Dentro de un rato hará calor en Siberia, la tierra donde uno se imagina el frío más frío.

Cuando vuelvo al camarote lo cruzo a Alejandro, un pasajero que tampoco podía dormir. Le pregunto si cree que estará abierto el coche comedor y dice que sí.

—Yo en un rato voy, después de caminar.

—¿Caminar? ¿Acá?

—Sí, donde esté yo camino. De punta a punta del vagón son 27 pasos. Voy a hacer 45 minutos, hasta que la gente se empiece a levantar.

Cruzo varias puertas como Maxwell Smart pero sin códigos y llego al comedor. Todavía no están puestas las mesas del desayuno y hay un camarero robusto durmiendo entre dos sillas. Me siento a escribir mientras el sol sube por las casas de madera en la llanura siberiana. El Gallo de Hierro avanza y Alejandro camina.

Donde esté yo camino. De punta a punta del vagón son 27 pasos. Voy a hacer 45 minutos, hasta que la gente se empiece a levantar.

 

***

—Hablemos ahora.

Eso me dice Alina en el pasillo antes de llevarme a su camarote —el número 5— que comparte con su hija Graciela.

Alina Szewczuk es ucraniana. Tiene cara de huesos grandes, los ojos bien separados, con forma de almendra. Una almendra azul. Sobre el labio superior, las arrugas se abren largas y en abanico, como la cola de un pavo real. Desde hace unos días y con 85 años cumple su sueño: hacer el Transiberiano. En el camarote de Alina hay dos asientos azules que a esta hora se volvieron cama, con sábanas blancas de algodón. Hay una mesa, un florero con una rosa amarilla de plástico, toallitas desechables, botellas de agua. En la cama de la izquierda está Graciela, con short negro y una blusa cómoda. Las piernas desnudas, estiradas. Alina se sienta en la cama de enfrente y también estira sus piernas hinchadas hasta alcanzar el otro colchón. Alina es mujer de ferroviario y recorrió el país en tren. No le preocupa ir al baño a la noche ni el movimiento, ni el tintineo de los platos ni el golpe seco del hierro contra el hierro.

—Entonces, decime, ¿qué querés saber?

—¿Por qué hace el Transiberiano?

—Porque quería conocer el lugar adonde la llevaron a Nina.

Nina es su prima querida. En 1945, durante el stalinismo se la llevaron de Ucrania sin explicación y nadie supo de ella hasta que llegó una carta con su firma que decía: «Estoy en la tierra del sol naciente». En clave, quería decir que estaba en Siberia. Nina había sido condenada a pasar diez años de trabajo en un gulag. En su tierra dejó un hijo —el marido había muerto en la guerra— y a sus padres. En la cárcel se casó con un lituano y tuvo tres hijos más.

Alina no quiere llorar y Graciela no quiere que Alina llore. Se incorpora y sirve un vaso de agua mineral.

—Mamá, tomá la pastilla.

Mientras esperamos que Alina trague la pastilla, las tres miramos por la ventana. El paisaje se ve negro y hace calor. No entiendo cómo existe el verano en Siberia, debería ser un lugar de nieves eternas, donde se acumule toda la tristeza del mundo.

Se escucha el silencio a pesar del hierro. Silencio muerto, como después de una noche de vodka

Alina lleva puesto un saco celeste de cuello en V con algunas piedritas de strass y una falda azul de gabardina. Tiene las pantuflas grises de toalla que dan al subir al tren. Alina vive en Río Colorado y su hija tiene un laboratorio de bioquímica al lado de la casa de la mamá.

—Para mí no existe el día de la madre. Todos los días son el día de la madre. Nosotras estamos siempre juntas.

Al cumplir diez años de condena, Nina pidió permiso para volver a Ucrania a ver a su hijo y a su padre (la madre había muerto de pena después de llorar dos años seguidos). En Siberia leyeron el pedido y en lugar de otorgárselo le extendieron la condena. Trece años después de haberse ido de su pueblo, consiguió el permiso y abrazó a su hijo. Más o menos en esa época le escribió a su prima Alina: «Tía, sabés lo que es volver a ver a un hijo que no tuvo la caricia de su madre durante tantos años».

Alina se refriega la cara con las manos gruesas, manos de trabajar la tierra, y se detiene en el pelo rubio, corto, apenas ondulado. Dice que no quiere llorar y se seca las lágrimas.

—Necesito ver la tierra donde estuvo Nina. Desde que cayó la Unión Soviética quiero volver, pero no se daba. Una vez, en un cumpleaños, me contaron que había un tren que cruzaba Siberia. Y ahí le pedía a Graciela que reservara un pasaje.

Habla y busca en la cartera una pila de sobres viejos con tinta desteñida. Cinco sobres sin las cartas, se las olvidó todas salvo una, escrita en ucraniano.

—¿En qué año murió Nina?

—No, eso no lo sé. Hace como veinte años que no nos escribimos. No sé si murió.

Graciela hace la cuenta y dice que si estuviera viva, Nina tendría 96 años.

—Si sabe los nombres de sus hijos podríamos buscarlos.

—No los sé. Quizás en esta carta los dice, pero no veo bien para leer.

Se pone los anteojos y lo intenta, pero está cansada, tiene que dormir

—Mañana seguimos.

Después, vuelta a engancharse y a desengancharse, y así un viaje de una semana dura quince días. Cuesta mucho más y desafía la esencia del tren, que nunca se queda, siempre pasa.

Cierro la puerta del camarote de Alina y quiero que pase esta noche de tren y llegar a un wifi para buscar Formaniuk, el apellido de Nina, en el Facebook ruso. Antes de dormirme me las imagino a las dos abrazadas en un programa de gente que busca gente. Pero es pura imaginación: en Siberia las historias terminan mal.

***

Hace ocho días que viajo a bordo del Transiberiano. Aprendí a dormir acunada por el metal y a saludar a desconocidos en la puerta del baño. Crucé ocho husos horarios y tuve ganas de comprarme una dacha —casa de verano— a orillas del río Ob. Le pondría un cerco de madera y un invernadero para cultivar remolachas y pepinos, como tienen todas. Y acumularía la leña en un cobertizo.

Después de los abedules vino la taiga, un bosque cerrado de pinos, alerces, álamos, el bosque más grande del mundo en el país más grande del mundo.

«Estoy en la tierra del sol naciente». En clave, quería decir que estaba en Siberia

Aprendí que para tomar vodka de un saque hay que exhalar aire antes. Después de los rubios de ojos azules vinieron los buriatos, una etnia mongola. Es raro verlos tan asiáticos, escucharlos hablar ruso, imaginarlos comiendo borsch y papas.

Ayer paramos toda la tarde a orillas del lago Baikal, que en invierno se congela entero y se puede patinar y atravesar en auto. Aunque estaba fresco algunos se bañaron porque dicen que el Baikal es poderoso.

—¿No te dieron ganas de llorar cuando lo tuvimos cerca?

Aunque no respondí, Mila Kosareva interpretó que sí.

—El Baikal es todo para nosotros —dijo mientras se secaba con una bata de toalla.

Hace ocho días que viajo a bordo del Transiberiano y veo cómo la convivencia se raja. Los españoles que sin conocerse se hicieron tan amigos y se reían fuerte y tomaban vino a escondidas ya no se soportan. Federico comparte el camarote con Jose y dice que Jose es exhibicionista y le pone el culo en la cara; Eva cree que Federico la acosa; Isabel es farmacéutica en Gracia pero parece actriz de Almodóvar con su enterito de dibujos búlgaros y labios rosa chicle y taco chino número 35. Jose saca fotos de todo lo que ve desde todos los ángulos. Como si quisiera hacer un inventario universal. «Son mi memoria», respondió cuando le comenté la voracidad. Me pregunto si las volverá a ver alguna vez.

Por la ventanilla veo que pasan trenes cargados de carbón, de gas, de madera, de autos, de containers, de pasajeros, de historias. Rusia se transporta en tren.

Pero es pura imaginación: en Siberia las historias terminan mal

Cruzamos el Volga y los montes Urales, pasamos por túneles y pueblos de nombre imposible. Como le dijo el otro día una rusa a su marido colombiano que insistía en incorporar palabras rusas en la conversación: ¿para qué le vas a decir cómo se dice si se le va a olvidar ni bien lo termines de pronunciar? Él igual la dijo y por supuesto que no la recuerdo. Por momentos Rusia es hermética como un bloque de hielo en el invierno de Siberia.

Un día antes de la frontera con Mongolia el paisaje se vuelve montañoso y verde. Tres meses verde hasta la nieve.

Hace ocho días que viajo a bordo del Transiberiano y no me quiero bajar.

No entiendo cómo existe el verano en Siberia, debería ser un lugar de nieves eternas, donde se acumule toda la tristeza del mundo.

La revista del hotel de Ulan Bator se llama Mongolica. Definitivamente, no podría existir en países de habla hispana. Hoy se habla de discapacitados, pero durante mucho tiempo se usó mogólico, mongólico, mongui.

Desde que llegué a Mongolia quiero saber si les molesta la comparación.

Se lo pregunto a Purevsuren Bazarjav, que habla bien español, y me responde que sí, que claro que les molesta.

—Creo que Gengis Kan le habrá matado algún pariente al científico que inventó eso y se quedó demasiado enojado y buscó revancha.

Se ríe de bronca contra John Langdon Down, que describió el síndrome con el término mongolismo. Después de que el país se quejara, en 1965, la OMS desaconsejó el uso. Pero todavía se escucha el insulto: No seas mongólico.

La frontera la cruzamos por la noche. Primero la rusa, después la mongola. Se subieron varios policías al tren, revisaron, pidieron pasaportes, controlaron doble o triple «por el terrorismo» y se fueron. El tren siguió viaje.

Lo primero que vi cuando abrí los ojos al amanecer fue una yurta blanca plantada en la estepa. El 30 por ciento de los mongoles es nómada y se muda cuatro veces al año adonde están los mejores pastos para sus caballos, ovejas, cabras, camellos. Por la ventanilla del tren los pastos pasaban verdes, saludables. Las yurtas o ger son carpas redondas para unas ocho a diez personas, una familia. Tienen estructura de madera y están recubiertas de fieltro, tres o cuatro o cinco capas de fieltro para soportar la nieve y el viento frío que llega de Siberia. Antes el fieltro se impermeabilizaba con aceite, ahora es de tela plástica. Antes se mudaban a caballo o en camello si vivían en el desierto de Gobi. Ahora hay camiones de mudanza para los nómades.

Hace ocho días que viajo a bordo del Transiberiano y no me quiero bajar

En el Parque Nacional Terelj entro a una yurta y pruebo leche fermentada de yegua. Apenas me mojo los labios y todavía no se me va el recuerdo de lo agrio más agrio. La preparó Nam Gilma que hoy recibe turistas en su carpa, pero antes fue maestra y durante el tiempo soviético se ganó un premio y viajó a conocer Rusia. Le devuelvo el cuenco y compruebo una vez más que el asco es involuntario.

En la época de Gengis Kan, los mongoles fueron el imperio más grande del mundo, empezaba en China y terminaba en Bulgaria. Después se dedicaron a perder lo que habían ganado. Los invadieron los manchúes por 300 años, que se quedaron con Mongolia interior, hoy China. Mongolia fue el segundo país en adoptar el comunismo porque era un «país amigo» de Rusia. Los nómades fueron a la escuela y en las ciudades se ven construcciones soviéticas, huellas del cirílico, la hoz y el martillo cerca de las vidrieras de Dior y Bvlgari.

Sentada en una tribuna esteparia del parque Terelj, presencio una lucha mongola. Se trenzan dos hombres fuertes, retacones, de piernas gruesas. Un físico parecido al de sus caballos (¿se habrán mimetizado por el amor que les tienen?). Los hombres están en calzoncillos, uno rojo y el otro celeste; tolerita abierta y botas abrigadas. Se quedan quietos y abrazados, agachados, pegados, entrelazados. Esperan un movimiento en falso del contrincante para tirarlo al suelo y vencer. El morrudo le agarra los calzoncillos al alto y los tira hacia arriba, el sexo le queda marcado. Es una lucha animal y sensual, de puro contacto físico. El sol del verano los moja de sudor. En un momento el alto cae al pasto y el árbitro corona al morrudo como vencedor de la ronda. Le pone un gorro brillante y él, todo ancho y fuerte, baila con los brazos abiertos y la delicadeza de una bailarina de ballet.

La parada en Mongolia es corta. De todos los pendientes, uno va primero en la lista y lo anoto acá para que quede un registro:

1. Andar la estepa a caballo, no un día ni tres, varios, una semana por lo menos. Ojalá un mes. Galopar la estepa en busca del poder nómade. El ansia de mar. La libertad del mongol.

Un día antes de la frontera con Mongolia el paisaje se vuelve montañoso y verde. Tres meses verde hasta la nieve.

Hubiera sido más poético llegar a Vladivostok en tren, como David Bowie en 1973. Vi unas fotos hace poco: el Duque Blanco dormido en el vagón, el torso desnudo, las manos cerradas sobre una manta roja. Pero Bowie está muerto y la realidad no es poética.Este es un viaje de prensa pagado por un alemán fanático de los trenes y dueño de varios vagones, y él quiere promocionar el transmongoliano, una rama del transiberiano que llega a Beijing. A la masa turística no le interesa conocer Vladivostok. Eso me dicen y la afirmación me recuerda a esa de escribir corto porque los lectores no leen. Supongo que se traducirá en falta de reservas. Como me explicó una responsable del tren, «a la gente le parece más chic hacer tres países en un viaje: Rusia, Mongolia y China».

Varios clubs de viajeros ilustres me dejarían afuera. No sólo no fui a Vladivostok, sino que el último tramo no fue en tren. El viaje terminó en Ulan Bator, desde ahí, avión a Beijing. Air Mongolia, 3 horas. No sé el precio porque no lo pagué. El club de viajeros ilustres me mandaría a Siberia, que hoy queda aquí nomás.

Dicen que los trenes chinos son malos, que la comida es capaz de intoxicar a Ignatius Reilly, que hace demasiado calor, que es imposible comunicarse, que no. Por eso saltan ese tramo en avión. Dicen tantas pestes que solo pienso en volver a por ese tramo. La revancha del viaje de prensa.

El alemán se llama Helmut Mochel y de verdad le gustan los trenes. Tiene vagones turísticos en Rusia y en Siria —ahora no los usa, claro— y está organizando un próximo itinerario de Moscú a Samarkanda, en Uzbekistán.

Cómo funciona esto, a ver. El tipo engancha —paga por hacerlo— sus vagones turísticos al tren de línea. También le alquila a los ferrocarriles rusos un estiloso vagón comedor —le faltó el vagón bar— y así nos movemos: enganchados. Salimos de Moscú enganchados a un tren hacia Vladivostok. Pero unas diez o doce horas más tarde nos desenganchamos para quedarnos un día en Ekaterimburgo, el límite entre Europa y Asia, el principio de Siberia. Después, vuelta a engancharse y a desengancharse, y así un viaje de una semana dura quince días. Cuesta mucho más y desafía la esencia del tren, que nunca se queda, siempre pasa. A veces, el alemán —que vive en Berlín y controla todo por Whatsapp y por cámaras— no encuentra tren donde engancharse. En esos casos alquila una locomotora y un tramo, de Novosibirsk a Krasnoyarsk por ejemplo, somos cortos, apenas seis vagones y una locomotora. Cortos, como una zorra con cría. Hasta podríamos ser una banda de metal: Los enganchados de Siberia.

Después, vuelta a engancharse y a desengancharse, y así un viaje de una semana dura quince días. Cuesta mucho más y desafía la esencia del tren, que nunca se queda, siempre pasa.

De los sesenta y pico de turistas con los que compartí el viaje sólo cinco llegaron a China en tren: una inglesa que vive hace años en Kenia, una pareja de Singapur y Rita y José Guillermo, amigos —no pareja, como lo aclararon siempre que pudieron— de San Pablo. Todos, de más de cincuenta años. Entre cincuenta y sesenta y siete para ser exactos.

Hubiera sido más poético y mucho más incómodo tomar el tren de línea que en una semana va de Moscú a Vladivostok. Me contaron que lo primero que hacen los rusos cuando se suben al tren es ponerse el piyama. También toman vodka y dicen que lo peor es cuando toca viajar en el mismo vagón con los chicos que vuelven de la milicia, con la guitarra y la euforia al hombro.

Un día le pedí a Arthem, el director del tren turístico, que me llevara de «excursión» al otro tren. En una parada bajamos y subimos al otro —la conexión interna está cerrada con llave— y ahí estaba la gente «de verdad». Bueno, nosotros los turistas también somos de verdad y tenemos nuestras tipicidades y trajes típicos, y somos auténticos. Pero me refiero a los pasajeros que lo toman por trabajo, para ir a ver a la mamá que vive Novosibirsk, al marido que está preso en Siberia (todavía hay cárceles en Siberia).

Los compartimientos son abiertos y tienen cuatro literas; durante el día los que duermen arriba se pueden sentar abajo. El vagón está lleno: hay rusas con el pañuelo en la cabeza, una madre con tres hijos, un panzón en camiseta, dos chicas que comen algo que no llego a ver, las ventanillas cerradas y olor a sudor de varios días sin baño. Los miro, me miran. Hay una especie de reconocimiento humano sin sonrisas ni comunicación.

Porque desde afuera el desierto parece un paisaje muerto y adentro está lleno de vida

El segundo día en China la encontré a Rita, la brasilera que vino en tren, y corrí a preguntarle cómo fue el tramo Ulan Bator-Beijing.

Rita es morocha y bajita, me hace acordar a Mafalda. Tiene corte cuadrado, usa anteojos y suele ponerse jeans ajustados con una base animal print, no tanto por sexy, más bien me imagino que le atraen los leopardos. La mayoría del tiempo en el tren se la pasó en su camarote con las piernas estiradas mirando por la ventanilla. Como dejaba la puerta abierta, un día la escuché cantar. Otro día la vi con auriculares, todas las veces atenta al paisaje. Una vez tenía los ojos cerrados, no creo que durmiera, estaría concentrada en el compás del hierro.

Por la ventanilla veo que pasan trenes cargados de carbón, de gas, de madera, de autos, de conteiners, de pasajeros, de historias. Rusia se transporta en tren.

Entonces, mientras caminábamos hacia la Ciudad Prohibida, le pregunté cómo fue el último tramo en tren. Dijo que la comida más o menos, el idioma imposible, y pocos baños. Pero el Gobi. Atravesó el desierto de Gobi al atardecer. El gran desierto mongol.

—Tenía que hacerlo, me fascinan los desiertos.

—¿Por qué?

—Porque desde afuera el desierto parece un paisaje muerto y adentro está lleno de vida.

Quizás hubiera sido más poético llegar a Vladivostok en tren, pero no la habría conocido a Rita.

(Club de viajeros ilustres, otra vez será).


Fotografías de Eduardo Manzana