Tal vez todo empezó en Roma cuando la madre del emperador Constantino, Helena de Constantinopla, se fanatizó con la pasión de Cristo, viajó a Jerusalén a buscar restos de la cruz, volvió con un montón de prodigios y empezó a armar una colección: cadenas, sudarios, mantos, lágrimas, suspiros, huesos, pedacitos de madera. La Tierra Santa se convirtió en destino de peregrinaciones con una pasada, de ida o de vuelta, por la colección de la reina madre.
Cuando en 1748, bajo la ceniza y la piedra, surgieron los restos de una ciudad, pocos resistieron la tentación de ver con sus ojos lo que había quedado tras el paso de la lava volcánica. Las excavaciones se convirtieron en asunto de estado y los años siguientes hicieron de Pompeya la exhibición de la catástrofe.
Todavía salían líneas de humo del suelo cuando los vecinos de Waterloo fueron a recorrerlo y después de ellos, cientos y miles de visitantes llegaron de lejos para ver el escenario de un desastre. Con la tierra del campo de batalla...
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