1

Se llama Jairo Junior. Tiene tres años. Y, como nunca lo entendería, sus padres no le han dicho que los ilegales como él no se pueden dejar ver por la policía. Le han contado, mientras pasan horas encerrados en un hotel barato del irrespirable y ruidoso puerto de Turbo, en el caribe colombiano, que están en la mitad de unas vacaciones al mar.

Había visto el rostro de Jairo días antes en una fotografía que me mostró un médico cubano llamado Johan Michel García, al que conocí en el mismo momento en que era capturado.

Aquella vez y antes de que lo subieran a una camioneta de la Policía, junto con más de veinte compatriotas suyos que llevaban para los calabozos, Johan Michel me extendió su teléfono celular para que viera la pantalla.

—Mira, mira esta foto. Hay niños, mujeres embarazadas… Necesitamos ayuda y la policía lo único que hace es quitarnos el dinero— alcanzó a decir.

La foto, esa imagen de Jairo con las piernas embarradas, sudoroso, jugando con un barquito de papel que le armó su papá con hojas de cuaderno, fue como un aviso descarnado de la realidad. El telón de fondo de la foto era lo más parecido a un campo de concentración: cubanos arremolinados, uno al lado del otro como en una caja de fósforos, dentro de una casa hecha con troncos de madera y sin piso. Allí pasaron la noche, durmiendo parados, con la expectativa de poder embarcarse con un coyote al día siguiente.

Pero el viaje se frustró. Una llamada anónima advirtió a los policías que en aquella casa insalubre del barrio Las Flores, una de las zonas más pobres de Turbo, los coyotes escondían migrantes ilegales para llevarlos en una lancha hasta Acandí, un pueblo rodeado de selva húmeda a orillas del Caribe a pocos kilómetros de Panamá.

Sabe que luego de cruzar el tumultuoso mar debe escalar un peñasco. En la cumbre, eso aún no se lo han dicho, siempre hay ladrones colombianos esperando una última tajada

Se trata de un trayecto de cuatro horas que sólo se hace de noche, un viaje flanqueado por el mar picado, las tormentas y la negrura de un cielo que hace que los buques de la Armada colombiana se estrellen de cuando en cuando con las embarcaciones ilegales. El año pasado había escrito una noticia sobre un ahogamiento en la mitad de ese mismo recorrido: un africano se cayó de una lancha. Se lo tragó el mar que rodea al pequeño islote de La Virgencita, cercano a las playas de Acandí, allí donde al día siguiente apareció el cuerpo boca abajo, golpeado por las rocas de los arrecifes. Los africanos que iban con él en la lancha tardaron varias horas en acercarse a la Policía para proporcionar la identidad del amigo fallecido, pues temían ser capturados y devueltos a comenzar de cero la travesía.

Pero esta vez no hubo viaje. Todos los cubanos, incluyendo a Jairo y sus padres, fueron a dar entonces a la estación de policía, luego a la oficina de Migración Colombia. Finalmente, como suele suceder, los dejaron libres bajo una advertencia: que se regresaran para Ecuador, el país por donde habían ingresado.

Pero los padres de Jairo no estuvieron dispuestos a devolverse. Desviaron su camino y se escondieron en este hotel de pocas ventanas, mientras esperan a que alguien les consiga un nuevo contacto para montarse en una lancha que viajará atiborrada de cubanos sin documentos al albedrío de la noche. Comparten una diminuta habitación con dos viajeros más: Sandy González Tamayo, informático de profesión; y su esposa, Margarita Bousa Pérez, de 22, una chica con tres meses de embarazo.

Jairo Junior duerme ahora arropado con el fresco del aire acondicionado. Pese a creer que está en la mitad de unas vacaciones al mar, Javier Otero Same, su papá, dice que percibe cosas y hace preguntas. «Por qué dejamos a la abuela en Cuba? ¿Por qué estamos encerrados? ¿Por qué no me puedo estrenar el salvavidas?» Su madre, Vidalis Rodríguez González, sale al paso con un argumento que considera infalible:

—Tiene 3 años; sabe que algo anda mal, pero aún así ha demostrado más fortaleza que todos nosotros.

Javier tiene 40 años. Es un hombre flaco, atlético, de cara ancha y curtida por el sol. En la Cuba de Fidel trabajaba como técnico industrial en la provincia de Camagüey. Con Vidalis tomó la decisión de vender la casa por 3.000 dólares con la idea de emprender un viaje en avión hasta Ecuador, y de ahí por tierra hasta Estados Unidos. Nunca dudaron en traerse a Jairo Junior. Creían que 3.000 dólares era una fortuna.

—Mil veces me arrepiento de haberme ido de Cuba, pero como ya no tengo casa ni tengo nada allá, hay que seguir pa’ adelante. No me queda otra opción— dice Vidalis.

Javier luce nervioso, dubitativo. Ha ido varias veces al baño. Sabe, por lo que le han contado, que luego de cruzar el tumultuoso mar, debe refugiarse con Vidalis y su hijo en un caserío llamado Sapzurro y después escalar, con Jairo Junior al hombro, un peñasco por el que al final hay que descender arrastrándose de espaldas por el lodo. Una vez abajo, llegarán a La Miel, el primer pueblo de Panamá donde los cubanos, por primera vez, se sentirán a salvo. En la cumbre —y eso aún no se lo han dicho— siempre hay ladrones colombianos esperando por una última tajada de dinero. Sin contar que en el mapa aún resta atravesar Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, México y Estados Unidos. Son 5.539 kilómetros desde Quito hasta tocar suelo norteamericano.

Darle dormida al migrante, aún con el riesgo que ello implica, es la única fuente de ingresos para los vecinos de Puente América

Ahora bien, si uno es colombiano, gringo o europeo puede viajar por 20 dólares a plena luz del día hasta Acandí, para luego tomar la ruta a pie hasta Sapzurro. Y luego a La Miel, en Panamá. Y no atravesando el peñasco, sino ascendiendo por unas cómodas escaleritas. Pero si uno es africano o cubano, tiene que pagarle 700 dólares a los coyotes. Y entonces, ese mismo viaje que para alguien con documentos en regla es una experiencia embriagante de naturaleza tropical y playas vírgenes, para el migrante es la puerta a la posible muerte. Cada uno nace donde puede, diría Rosendo Juárez, el personaje de Borges.

—Yo estoy consciente de que esto es una locura, que es un riesgo para mí y para mí hijo, para mi esposa. Pero arriba hay un Dios que es muy grande, que nos protege de todo lo malo, que si llegamos a Estados Unidos, ese niño algún día me va agradecer todos los trabajos que le he hecho pasar— dice Javier.

2

Si no fuera porque las cuatro paredes hablan, diría que el silencio que asfixia a esta escuela hecha ruinas en la mitad de la selva lo impusieron los guerrilleros que acampan cerca. Pero todo es igual a como me lo habían dibujado: en cada uno de los muros envejecidos hay mensajes en inglés, francés, árabe y lenguas africanas. Y también hay una carta pegada a la pared, escrita en una hoja de cuaderno, con un mensaje desesperado de un migrante de Bangladesh que firma con el nombre de Faiz Almed Jewel. Es un recado que dejó ahí clavado con la esperanza de que lo leyera un hermano que venía en camino.

Lo único que se escucha afuera es el murmullo del río Atrato que baja zarandeándose con el viento como si fuera una sábana de color ocre colgada en un patio en pleno verano. Pero más que hablar, las paredes gritan nombres y mensajes:

«I was here. I am Ahmed Salah, Ethiopian. 06/03/2015»

«I love Bangladesh. My name is Anis. 05/12/2014»

«My name is Fuadi Kore. Somalia. 11/05/2015”»

Puente América es un pueblo de 30 casas a media hora de Turbo navegando río arriba. El caserío pertenece al municipio de Riosucio, Chocó. Aquí están las huellas que dejaron los migrantes que han dormido en esta escuela abandonada a la que le sobrevive apenas el tablero y unos cuantos pupitres. De golpe suenan unos pasos. Son los de una niña de ocho años, que parece no haberse aguantado las ganas de perseguir a ese forastero en el que me convertí cuando me bajé de la chalupa de las tres de la tarde. Antes de que diga algo me adelanto y le pregunto:

—Y esos letreros en las paredes, ¿quién los escribió?

—Nosotros, los niños de la escuela— contesta.

—O sea que ustedes saben hablar inglés y esos idiomas raros, me imagino…

—Sí, sí, sí señor, todo eso lo dibujamos nosotros.

Es una niña morena de ojos curiosos y trencitas de colores en las puntas. Sus respuestas son una lección aprendida, pues en Puente América está prohibido hablar de los migrantes que han pasado aquí la noche. Este es un pueblo de afros que, a fuerza del olvido histórico de los gobernantes, decidió ser autónomo. La única vez en cuatro años que el alcalde de Riosucio atracó en Puente América fue cuando su panga se quedó sin gasolina. Según me contaría después Alfonso, un pescador que se queja de lo poco que deja su oficio en el Atrato, el Ejército ya sabe que africanos y orientales han dormido en la escuela.

—Aquí vino un capitán  a decirnos que no podíamos darle posada a los migrantes. Pero nosotros le dijimos que lo íbamos a seguir haciendo, porque la autoridad armada no manda sobre este territorio.

Darle dormida al migrante, aún con el riesgo que ello implica, es la única fuente de ingresos para Alfonso y sus vecinos, pues conseguir pescado en el río es cada vez más escaso. Ya no se encuentran tantos bocachicos como antes debido al mercurio que brota de las extracciones ilegales —e incluso legales— de oro y plata a lo largo de las inflexiones del río; desde Lloró, pasando por Bagadó, Dagua y Sipí; hasta el Medio Baudó, Quibdó, Condoto, Istmina, Acandí, Carmen del Darién y Riosucio. El Atrato, con algo más de 750 kilómetros de longitud, es el río más caudaloso de Colombia. Nace en la cordillera occidental de los Andes y desemboca en el golfo de Urabá, en Turbo.

Y Puente América está puesto sobre la esquina del vértice que une el Atrato con el río Cacarica, el afluente por el que es posible acceder al Parque Nacional de los Katíos, esto es, la entrada al Tapón del Darién, en la frontera con Panamá. En la zona se hospeda el frente 57 de las Farc. De ahí que a unos 200 metros de Puente América esté instalado de manera permanente un retén fluvial del Ejército. Se trata de un pequeño destacamento de soldados que tiene la misión de parar a las embarcaciones para pedir documentos. Una vez el motorista toca la orilla, los soldados suelen recoger las cédulas de los ocupantes de la panga. A través de un radio de comunicaciones, hacen la pantomima de estar hablando con un comando que indaga por antecedentes penales. Pero no es cierto. No llaman a nadie. Parece más una estrategia para dilucidar rostros sospechosos de migrantes o de civiles colaboradores de las FARC.

Si eres colombiano, gringo o europeo puedes viajar por 20 dólares a plena luz del día hasta Sapzurro. Pero si eres africano o cubano, pagas 700 dólares

La escuela que sirve de albergue para los indocumentados que llegan de madrugada tiene dos salones. Nunca desde que fue construida por el Gobierno, hace ya dos años, ha funcionado como espacio de estudios para los niños, ya que fue levantada con materiales endebles y madera de mala calidad. Con el primer aguacero las paredes comenzaron a enmohecerse y los vigas a tupirse de herrumbre. Algunos en el pueblo dicen que la escuela nunca sirvió porque, como sucede en el Chocó, el contratista que la construyó se robó la plata.

El extranjero sin papeles que llega a Puente América paga lo que puede por la dormida. Desde dos dólares hasta diez. Aquí cualquier migaja de dinero es el oro que nunca se ha desenterrado. Alfonso siempre le entrega al migrante un libro para que lo firme. También pone a disposición las paredes de la escuela para que la raye, de manera que quede constancia, por primera vez en el camino, de que el migrante tuvo un nombre.

Nadie recordaría a Faiz Almed Jewel si no fuera por la carta que dejó pegada a un tablón. No es difícil imaginárselo entrando a la escuela con sus compañeros de viaje, alumbrándose con luz de vela y escribiendo el mensaje para ese hermano que no se sabe si llegó o se quedó en el camino. No es difícil vislumbrarlo acurrucado, al lado de los paquetes vacíos de galletas que quedaron sobre el piso, empuñando el lapicero mientras al fondo, entre la selva, se filtran los gritos de los monos aulladores que pueblan el Darién.

La carta está escrita en inglés y no tiene fecha. Es un nudo atascado en la garganta en forma de mensaje:

«Mi nombre es Faiz Almed Jewel. Somos tres personas: Sohel Kalashi, su ciudad natal es Dhaka Dohar. El tercero se llama Ripon Sarder y viene de Narayangonj. Nuestro destino es Estados Unidos. Cuando tomamos la decisión de viajar nunca supimos que era tan peligroso. Esta es una solicitud especial para mi hermano: no creo en la gente que nos trajo. Son tramposos. Son mentirosos. 

No quisieron contarnos que esta historia era realmente de esta manera. Si hubiese sabido antes esta realidad nunca habría tomado la decisión de ir a Estados Unidos. Nunca es nunca. No se puede dormir, no se puede comer, después del día a día te vas volviendo loco y triste. Recuerda mi consejo y guárdalo para ti todo el tiempo: sólo recuerda a Alá, porque es él quien nos creó. Que Alá nos ayude a todos en estos tiempos peligrosos. No hagas nada equivocado, como por ejemplo tratar de entablar relaciones con personas en el trayecto, ten cuidado con esto. Trata de orar. 

Esta es una petición especial para Omnan, mi hermano que está llegando, creemos que debe de estar tras nosotros. Realmente es muy peligroso viajar en la lancha de alta velocidad y luego atravesar la selva. Finalmente ora por nosotros para que tengamos un viaje seguro. También oramos por ti. Dios nos libre. No pierdas tu dinero, porque el dinero en estas circunstancias es el segundo Dios. 

Atentamente, 

Faiz Ahmed Jewel. Comillah. Bangladesh.»

Al lado de la firma, Faiz escribió una dirección de correo electrónico y dibujó un corazón atravesado por una flecha. Afuera de la escuela, una jovencita, con medio cuerpo sumergido, lava los trastes del almuerzo con el agua melcochuda del Atrato. Varios adolescentes, ya grandes y formados, se bañan desnudos. Practican clavados desde las azoteas levantadas con troncos, bajo un sol que hace resplandecer sus torsos negros. No se escucha más que sus risas y la agitación del agua cuando se zambullen. Nadie pregunta nada. Parece que ni hubiera guerrilla, parece que nadie llegara hasta Puente América. Aquí, los únicos que vienen con la noche ya han desaparecido.

3

Para su viaje a la playa Jairo Junior vino sin juguetes pues la prioridad eran las provisiones. Aunque durante el trayecto los adultos suelen comer una sola vez al día, a Jairo nunca le falta el pollo y la leche. Es un niño inquieto. El día que los capturó la policía, a Jairo le causó curiosidad que le tomaran fotos. Creyó que era un juego. «¡Ahora déjame tirarte fotos a ti!», le dijo Jairo al patrullero.

Todos los días Jairo desempaca un salvavidas amarillo que le indica que el paseo no es un cuento mal elaborado, sino una promesa que está muy cerca de cumplirse. «¿Por qué estamos encerrados, papá? Vamos ya a la playa», replica Jairo todos los días. «Ya casi, hijo, ya casi», le contestan una y otra vez.

El cubano promedio es un poco inocente para el paisaje de esta parte de Colombia. El puerto de Turbo, por cuya plataforma pasan ventarrones olorosos a pescado podrido y por cuyo cielo planean aves que migran hacia el Norte, no está controlado precisamente por el Estado. Una banda de narcos, integrada por antiguos paramilitares y conocida como El Clan Úsuga, interviene en los asuntos más cotidianos de los ciudadanos, con el cobro de impuestos ilegales a los comerciantes, a los empleados y hasta los profesores. Y por su puesto a los migrantes.

Alfonso siempre le entrega al migrante un libro para que escriba su nombre, para que quede constancia de que alguna vez tuvo un nombre y una identidad

En Turbo no se mueve una hoja sin que lo autorice el Clan. No fue gratuito que un joven me hubiera seguido por las calles de Turbo, mientras reporteaba otra historia sobre migrantes. Aquella vez andaba con Pablo Monsalve, un fotógrafo de Medellín con el que he viajado varias veces a la zona. Cuando fuimos conscientes de que teníamos una sombra que no nos perdía de vista ningún movimiento, comenzamos a caminar más rápido, intentando guarecernos de su mirada. Entramos a varios almacenes tratando de confundirnos con clientes. Pero fue imposible. No tuvimos más remedio que devolvernos y abordar a ese muchacho de mirada opresiva que seguía viéndonos sin cautela.

—Hola hermano, ¿necesita algo?— le pregunté.

Pablo ya había guardado la memoria de su cámara en algún fuelle de sus calzoncillos.

—Nada, es que quiero que me ayude con una vuelta en la policía— me dijo.

—Hermano, qué pena, pero no soy de la policía. Estamos aquí haciendo un trabajo sobre turismo— le contesté. Y nos fuimos.

Era claro que el Clan Úsuga quería saber qué estábamos haciendo. El tema de los migrantes le genera un ruido incómodo a la organización, sobre todo en momentos en los que arrecia la persecución estatal en contra de su máximo líder: Dairo Antonio Úsuga David, alias Otoniel, por quien el Gobierno de Estados Unidos ofrece una recompensa de 5 millones de dólares. En adelante, Pablo y yo comenzamos a cambiarnos de hotel cada noche, intentando salir lo menos posible. Solo acudíamos a citas con migrantes ya establecidas previamente desde el móvil. La noche anterior, antes de venir a la habitación donde ahora se hospeda Jairo con sus padres, también fuimos seguidos por dos hombres. Ya no estaba con Pablo, sino con Lorena Acevedo, una videógrafa con la que trabajaba en un proyecto de documental.

La autoridad aquí está pintada en la pared cuando le conviene, si se tiene en cuenta que los policías extorsionan a cada migrante con una cuota de entre 20 y 50 dólares para dejarlos pasar. Este país tiene tantos problemas —lo corroboran los testimonios—que un migrante es una anécdota de la que se puede sacar provecho.

—Desde que entramos a Colombia, nos comenzaron a cobrar de a 20 dólares por cabeza. Pero en otros retenes de la Policía ya no les bastaba con 20, sino que nos pedían de a 100 a cada uno. En una oficina de Migración tuvimos que pagar 300. Y éramos doce cubanos— cuenta Vidalis, la madre de Jairo.

—¿Cuánto dinero les han quitado desde que entraron a Colombia?

—Aproximadamente 2.800 dólares— contesta.

La fuga de cubanos no tiene freno. Para diciembre de 2015, en la frontera entre Costa Rica y Nicaragua, 7.000 cubanos estaban estancados por el cierre de fronteras. Unos 2.000 estaban varados en Panamá. Pero eran muchos más. En un puesto de guardia que tiene el Ejército panameño en La Miel vi un letrero pegado a la pared que decía que sólo en el mes de mayo de 2015 habían entrado por esa frontera 1.110 cubanos, de los cuales 115 eran menores de edad. Por Colombia podrían estar transitando al año unos 12.000. La cifra oficial al menos dice que en 2015 hubo un aumento del 315% respecto al año anterior, en cuando a migrantes que fueron interceptados y devueltos. El número es gordo por donde se le mire: fueron 9.510 almas que tuvieron que resignarse a regresar a Ecuador, 9.510 almas a las que les cabe esa frase que dijera alguna vez Alberto Aguirre sobre lo que significa ser un exiliado, un migrante, un desarraigado: «Es ver el mundo con rejas, porque el único lugar libre es donde no se puede estar».

Jairo Junior se despierta de la siesta con el mal humor de un niño cansado del encierro. Su padre recibe una llamada. Cuando cuelga, mira a Vidalis con un gesto de preocupación. Jairo, impaciente, dice que quiere leche. Tal vez sabe que algo raro está pasando una vez más. El ajetreo de bolsas y maletines hace crujir de tensión el ambiente. No muy lejos se mece el mar Caribe. Por esta época pasan hordas de aves migratorias rumbo a Centro y Norteamérica. Pero más que una migración, se trata de un regreso a sus lugares de reproducción. Las aves marinas más grandes viajan desde el Ártico hasta el Antártico, en trayectos que pueden abarcar 13.000 kilómetros. Por estos mismos cielos se les ve volar sobre esas selvas del Darién que parecen arrinconadas a la fuerza por las olas del mar cerúleo. Pero las aves más pequeñas hacen varias paradas para obtener alimento y fuerzas para seguir. Esas mismas que necesitan Javier y Vidalis, ahora que el coyote les acaba de decir que se alisten porque esta noche salen.

Nota del autor: En febrero de 2016, las autoridades colombianas decidieron abrir la frontera por primera vez en la historia y permitir el tránsito de indocumentados hacia Panamá. Cuánta corrupción y cuántos muertos se hubiesen evitado.


FOTO DE CABECERA: La Miel, en la frontera panameña, desde uno de los cerros que lo separan de Colombia (CC Camilo Forero Pulido)