Para Beka Bestué

Era la última noche del viaje a Etiopía y estaba en el hotel revisando las fotos. Había retratado lugares realmente impresionantes: los templos tallados de Lalibela, el Parque de las Estelas de Aksum, los monasterios del Lago Tana, los montes de Gondar, la Garganta del Rift, y estaba deseando volar a casa para contarlo y compartir aquellas imágenes. Pero aún seguía allí, en Addis Abeba, y aún podía apurar algunas horas. Así que, pese a que ya era tarde y desde la ventana no se veía a nadie por la calle, decidí bajar a dar una vuelta.

En la recepción me crucé con un tipo que se dirigía hacia la puerta y le pregunté si sabía de algún bar abierto por ahí cerca. En lugar de contestarme sí o no, o indicarme dónde, me dedicó una sonrisa color verde, me dijo «vamos» y salió a la calle asumiendo que iría tras él.

Se llamaba Jack y no era etíope sino keniata. Debía tener unos veinticinco años, era menudo y vestía una americana enorme. Sujetaba bajo el brazo un paquete de papel de periódico del que, de vez en cuando, sacaba algo que se metía en la boca y, aunque no paraba de masticar mientras hablaba, su inglés era veloz y transparente.

Me contó que había nacido en Nairobi pero su tribu era norteña y fronteriza, así que tenía parientes en los dos países y desde pequeño había estado cruzando al sur de Etiopía. Aún así, lo que a él le gustaba era la capital. Aquí conocía a mucha gente y tenía amigos de muchos sitios, extranjeros como él, exiliados de varios países de la zona a los que llamaba «mis primos». Además, en Addis estaba el negocio. Del modo más natural me comentó que se dedicaba a cambiar dólares en el mercado negro. Sobre todo para los chinos. Creo que están en toda África, dijo, deben darles un visado continental. Me explicó que cuando nos habíamos encontrado en la recepción venía de ver a un ingeniero chino alojado en el hotel que, además del trabajo de empresa, tenía negocios por su cuenta que cobraba en birrs. Jack se los cambiaba en dólares que le pudieran servir fuera. Y como él había cientos. Con un gesto fugaz me mostró el bolsillo interior de su americana donde asomaba un buen puñado de billetes y me dijo: «La primera ronda es mía».

Entramos en el bar y una ráfaga de aire me alcanzó la cara. Olía a tabaco y a café. Había un ventilador de techo removiendo el humo y laminando la luz. Aquello parecía un museo improvisado con toda una intrincada colección de banderas, fotos, mapas, dibujos y carteles cubriendo cada centímetro de las paredes. El local era muy pequeño y estaba abarrotado. Los clientes que ocupaban la barra y las cuatro o cinco mesas eran todos negros y bastante jóvenes, y sus voces se imponían a la música llenando el aire con un inglés de múltiples acentos. Los primos de Jack.

Dormía, comía y bebía allí, invitaba a quien quisiera subir con él y no necesitaba nada más

Nos acercamos a una mesa. Sus ocupantes saludaron amistosamente y nos hicieron un hueco. Apareció la camarera con una ronda de cervezas. Jack apartó botellas y ceniceros, y desenvolvió el paquete que traía bajo el brazo. Contenía un buen manojo de tallos que parecían menta con hojas de trébol. Era chat: lo había visto antes en algún mercado y había leído que tenía un efecto estimulante. Me preguntó si lo había probado y tuve que admitir que no. «Pues adelante», dijo señalando la planta. Arranqué tres o cuatro hojas. Me recomendó que no las tragara, que las masticara como un chicle y las dejara deshacerse hasta desaparecer. «¿Me va a quitar el sueño?», pregunté pensando en el avión que tomaría en pocas horas. «Por supuesto», dijo él con una sonrisa aún más verde. Me llevé el chat a la boca. Tenía un sabor ambiguo: fresco y dulce pero con un fondo algo amargo.

Cada uno cogió una rama y empezó a arrancar las hojas para ir formando con ellas un montón sobre el papel de periódico. Los amigos de Jack eran gente sociable y animada, y buscaban la conversación. Me preguntaron qué hacía en Addis. Les dije que había estado un tiempo recorriendo el país y les hablé de los lugares por los que había pasado. En seguida surgieron los comentarios y las comparaciones, y cada uno fue encontrando alguna anécdota que contar sobre carreteras, distancias y viajes.

Raph resultó ser una autoridad en la materia. Dijo que había sido camionero desde los quince años en Ruanda y que se había pasado la vida conduciendo. A los veinte se pudo comprar el camión y no dejó de ir de aquí para allá hasta que vino a Etiopía. Eso eran casi diez años y miles de kilómetros al volante. Recitó la lista de las ciudades más importantes por las que había pasado: Kigali, por supuesto, Kampala, Nairobi, Bangui y, más al oeste, Kinshasa, Brazzaville e incluso, una vez, Luanda. Señaló un mapa que colgaba tras la barra y giró el dedo con un gesto que abarcaba al continente entero. Su aspecto intimidante hacía fácil imaginarle llevando un camión por distancias tan tremendas: tenía el cráneo afeitado y lleno de pequeñas cicatrices, se le intuía altísimo y sus manos eran grandes y curtidas.

Terminamos de deshojar el chat y cada uno se fue sirviendo del montón de hojas. Raph siguió con un dato que, por el gesto de concentración con que masticaba, parecía estar descubriendo en aquel mismo instante: los meses que llevaba en Addis Abeba eran el tiempo más largo de su vida en que había estado quieto. Antes, durante los años de trabajo, estaba siempre en ruta y el camión era su casa. Dormía, comía y bebía allí, invitaba a quien quisiera subir con él y no necesitaba nada más. La única molestia de aquella vida era el barro de la estación lluviosa. Dijo que es muy difícil sacar un camión del barro. Una vez estuvo bloqueado dos días enteros hasta que pudo sacarlo, y sólo lo consiguió porque se despejó el cielo y el sol brilló el tiempo suficiente. Pero Raph soportaba bien ese tipo de problemas. Fue en los últimos años cuando aparecieron los salteadores (en tres ocasiones le habían cortado el paso a punta de fusil y le habían vaciado el remolque mientras rezaba por que no le quitaran también el camión) y las barreras, los controles de carretera (hay más y son aún peor que los salteadores, porque ellos tienen la fuerza y son la autoridad). En los últimos años era como si el camión hubiese crecido y se hubiese vuelto más visible. Demasiadas veces tuvo que dejar la mercancía por el camino para poder seguir circulando.

Clarice le dijo que eso no ocurría sólo en las carreteras sino en todas partes. Si te dedicas a llevar mercancía de un lado a otro siempre termina convirtiéndose en moneda. Clarice era la mayor del grupo y ejercía como tal: hablaba en un tono cercano y cálido, y cuando se dirigía a alguien solía posarle una mano en el brazo o en el hombro. Contó que en su país, Sudán del Sur, se dedicaba al comercio. No sólo transportaba mercancía sino que la compraba y la vendía. Sobre todo ropa, pero también maquillajes, perfumes, bisutería, cosas que no ocuparan mucho espacio y no pesaran demasiado porque tenía que ir continuamente de un pueblo a otro. Las barreras, las aduanas, explicó, todo eso es sólo para las carreteras porque es imposible poner policías en cada metro de una frontera. «Vosotros sabéis que se puede pasar sin ver a un policía», dijo, «pero no sin encontrar a alguien que te pida un regalo, algo, a cambio de techo, comida o simplemente de silencio». Recordó que, cuando las cosas se pusieron difíciles y decidió venirse, preparó su viaje teniendo todo eso muy en cuenta. Viajó con dos maletas grandes llenas hasta arriba. Sólo tardó dos semanas en llegar a Addis Abeba porque venía directamente de Sudán y en ocasiones subió a coches y a buses pero, aún así, una maleta y parte de la otra se quedaron por el camino. «Lo malo es que llegué con poca cosa para trabajar», dijo, «lo bueno es que cada día caminaba más ligera».

Paul era redondo, pausado y muy silencioso (apenas había abierto la boca desde que llegamos, ni siquiera para beber) mientras que Beka era huesuda y movediza, y lo miraba todo con una sonrisa llena de nervios y pudores

«A Beka le ocurrió al contrario», saltó Jack, «su equipaje pesaba cada día más». El comentario provocó a Clarice un golpe de risa atragantada con humo. Se volvió hacia Beka y la rodeó con el brazo. «Es cierto, al menos mi maleta no daba patadas», dijo, y la estrechó aún más con su abrazo.

Jack me dijo que Beka y Paul eran hermanos y habían venido juntos desde Congo Democrático. Eran con mucho los más jóvenes de la reunión (no llegaban a los veinte años). Por lo demás, no se parecían en nada. Paul era redondo, pausado y muy silencioso (apenas había abierto la boca desde que llegamos, ni siquiera para beber), mientras que Beka era huesuda y movediza, y lo miraba todo con una sonrisa llena de nervios y pudores. Era difícil imaginarla embarazada, tan joven y tan flaca.

La camarera trajo nuevas rondas de cerveza y, aunque el local se estaba vaciando, Raph y Clarice todavía comentaron mil anécdotas más sobre itinerarios, hospedajes, comidas, documentos, costumbres, enfermedades y caminos. Y la conversación nos mantuvo por mucho rato hablando y escuchando en torno a aquella mesa pequeña sembrada de botellas, ceniceros y restos de chat.

Hubo un momento en que escuché un zumbido a nuestro alrededor. Levanté la mirada y descubrí que eran las fotos, las banderas, los mapas que decoraban las paredes. El ventilador los hacía vibrar y, ahora que se había ido la gente, parecían haberse despertado. Me fijé por primera vez en el cartel que había sobre nuestra mesa. Era un anuncio turístico que reunía imágenes de los templos de Lalibela, las estelas de Aksum, los monasterios del Lago Tana, los montes de Gondar, la Garganta del Rift. Un cartel viejo y descolorido que no paraba de temblar.

Estaba hablando Paul y era la primera vez que hablaba tan seguido. Su voz era una evolución natural de su figura, redonda y tranquila. Sus palabras rodaban despacio, con cuidado. Él también hablaba de su viaje, del viaje que hizo con su hermana. Dijo que desde que salieron de su pueblo tardaron más de tres meses en llegar a Etiopía. Aunque no lo habían previsto, pasaron por Sudán del Sur siguiendo una ruta que les condujo hasta las cercanías de la frontera norte del país. Cuando Clarice escuchó esto, negó con la cabeza y chasqueó la lengua. Jack me comentó por lo bajo que habían dado una vuelta larguísima, que sencillamente se perdieron.

Sin embargo, lo que Paul nos contaba no parecía el relato de un extravío sino el de una exploración llena de descubrimientos. Admitió que no esperaba que el Nilo Blanco fuera tan ancho. Lo era tanto que en algunos tramos no se distinguía el otro lado. Estuvieron dos días caminando por la ribera antes de encontrar a alguien que les cruzara en cayuco. El caso es que durante esos días vieron cómo varios monos consiguieron pasar a la otra orilla flotando sobre ramas caídas. «Monos», repitió abriendo los ojos y juntando las manos bajo la barbilla. Contó que una vez llegaron a un claro y se encontraron con un grupo de jirafas comiendo de la copa de un árbol solitario. Nunca antes las habían visto. Eran altísimas, más altas que el propio árbol. Intentaron acercarse sin hacer ruido pero les vieron o les olieron y echaron a correr hacia el bosque. Eso fue lo más sorprendente. Se movían de una manera (Paul entornó la mirada y buscó las palabras), como si, pese a ser tan enormes, no tuvieran peso. «Lo normal», dijo señalando al techo, «es que hubieran echado a volar». Habló de los avistamientos de algo que él llamó «agua imaginaria» y que Jack tradujo como espejismos. Sobre todo en las carreteras más grandes. Contó que ellos siempre viajaban a distancia de las carreteras, que las seguían en paralelo y que, desde ese ángulo, los espejismos parecían también auténticos ríos. «Ríos vibrantes y luminosos, sí, pero sobre todo (de nuevo las manos bajo la barbilla), ríos completamente mudos». Y siguió contando que, cuando se habían acostumbrado a los espejismos se encontraron con las visiones. «Dos veces», precisó Paul, «dos veces tropezamos con un grupo de chinos en medio de la nada. Sólo nosotros y ellos. Estaban ahí, sentados en cuclillas, con la camiseta atada a la cabeza y el cigarrillo en la boca. ¿De dónde habían salido?» « Los hay en todas partes», dijo Jack. «De locos», dijo Paul.

En varias ocasiones agradeció que no tuvieran ningún problema durante los tres meses de viaje: ni un accidente, ni una enfermedad, ni un robo, ni un militar, ni nada. Pararon cuando lo necesitaron y siempre consiguieron comida suficiente. Y, aunque tenían prisa por el embarazo de Beka, el mismo embarazo les impedía correr demasiado, así que se limitaron a avanzar cuando era posible. Preguntaron por dónde, y más o menos fueron acercándose a Etiopía. Pese a lo que les habían contado no se sintieron nunca amenazados. «Tuvisteis mucha suerte», dijo Clarice. Paul se encogió de hombros y Beka sonrió con un suspiro.

Dijo que desde que salieron de su pueblo tardaron más de tres meses en llegar a Etiopía. Aunque no lo habían previsto, pasaron por Sudán del Sur siguiendo una ruta que les condujo hasta las cercanías de la frontera norte del país

Paul y Beka. Les miré con más cuidado y les vi todavía más jóvenes, casi infantiles y me parecieron terriblemente vulnerables. Pero también les imaginé haciendo un viaje de tres meses con un embarazo a cuestas, perdidos pero sin detenerse, y me parecieron increíblemente fuertes. Paul hablando de cada etapa de su travesía con una calma apabullante y Beka, a su lado, escuchándole atentamente, casi con sorpresa, como si ella misma no hubiese estado allí, como si escuchara todo eso por primera vez.

A esas alturas, la camarera se había cambiado de ropa y estaba sentada junto a nosotros con un café entre las manos. Aún había alguna cerveza sobre la mesa. Del chat sólo quedaba lo que cada uno estuviera masticando.

Dijo Paul que la última vez que preguntaron les habían dicho que ya estaban muy cerca de la frontera. Como mucho a un día de marcha siguiendo la carretera. Entonces tropezaron con la aparición más asombrosa de todas: un pueblo deshabitado. Paul dijo que lo tomó como un espejismo más, otra rareza del viaje, y le pareció un regalo. Se asomaron a varias casas, todas vacías, todas muy sencillas, algunas de cemento, la mayoría de madera, sin electricidad ni nada que pudiera necesitarla. Un pueblo, dijo Paul, eso es todo. Dejaron los sacos en el lugar más acogedor que vieron: la escuela. Era un edificio con cinco o seis salas que daban a un patio, cada una con su pizarra y sus pupitres, todo sorprendentemente nuevo y ordenado. Pero además había un pequeño despacho con un escritorio y un sillón. «Era perfecto», dijo Paul. Como no sabía lo que les esperaba en la frontera y Beka estaba cansada, Paul propuso que ella se quedara allí mientras él iba a echar un vistazo. Beka se había quejado, le dijo que nunca antes se habían separado y que aquel lugar no le gustaba. Paul insistió. Calculó dos o tres horas para ir y volver, pero calculó mal.

 

Siguió Beka con su parte de la historia, intercalando risas entre frase y frase. Sin embargo, más que divertirse con lo que decía, parecía reírse en el esfuerzo de vencer algún pudor, como si le diera vergüenza contar aquello y reír fuera una forma de quitarle gravedad. Dijo que se quedó en la escuela a esperar a su hermano, se acomodó en el sillón y se fue durmiendo. Despertó porque la niña le estaba dando unas patadas terribles y se encontró con que era de noche y Paul no había vuelto.

Paul alzó las manos y se explicó. Se había hecho de noche, noche sin luna, y había preferido parar antes que perderse y empeorar la situación. Dijo que estaba tranquilo porque sabía que había dejado a Beka en un lugar seguro. ¿Qué podía pasarte allí? «Mientras, yo estaba en el suelo, no podía encender un fuego y hacía frío». Beka protestó: «Pero estabas en el campo, allí sólo hay plantas y animales». Su hermano cruzó los brazos y no replicó.

Beka contó que se puso muy nerviosa. Se decía a sí misma que Paul habría tenido que parar al caer la noche, que eso era todo, y que no pasaba nada. Pero en realidad estaba asustada y no creía sus propias palabras. ¿Y si se había encontrado con alguien? ¿Y si había alguien por ahí? Luego empezó a darle vueltas a su propia situación. ¿Por qué no había nadie en ese pueblo? ¿Dónde estaba todo el mundo? Cogió una vela del saco, la encendió, la acercó a la ventana y miró en la dirección por la que se había ido Paul. Pero no se veía nada. Estaba en un pueblo sin gente, en una escuela sin niños. Se le llenó la cabeza de malos pensamientos. Dijo que quiso escapar de allí, esconderse en otro lugar, volver al campo o incluso buscar la carretera. Pero no podía: debía esperar a su hermano. Mientras, la niña no paraba de dar patadas. Teníais que verlo, dijo sujetándose una barriga invisible, parecía que me salían burbujas. «Tranquila, tranquila, si estamos solas no puede pasarnos nada.» Se lo repitió una y otra vez pero eso tampoco se lo creía. Entonces pensó que si llegara a saberlo con certeza, si tuviera la seguridad de que estaban realmente  solas, su cabeza podría darle un descanso y la espera se le haría menos angustiosa. Se asomó al patio con la vela en la mano y vio la hilera de puertas. Tenía que comprobarlo.

Una por una abrió cada puerta y entró en cada sala de aquella escuela. Dijo que confundía las patadas de la niña con los golpes de su propio corazón, que se estaban asustando la una a la otra. Dijo que la luz de la vela hacía que todas las mesas se movieran como si estuvieran vivas. Dijo también (y le daba la risa al decirlo, pero era una risa ahogada) que preguntó en cada sala si había alguien ahí, y que se obligó a esperar de pie, conteniendo la respiración, por si llegaba una respuesta. Pero estaba todo tan silencioso que su propia voz le resultaba extraña, y escuchaba mejor los sonidos de dentro, su pulso, los movimientos de la niña, que los de fuera. Dijo que salió de la última sala, dio unos pasos más rodeando el edificio y cuando vio que tampoco había nadie se sentó allí mismo, en el suelo. Había sido un paseo de tres minutos que había durado como un viaje de tres años. Y ya no tenía fuerzas para volver al principio.

Paul no había pegado ojo. Dijo que en cuanto empezó a clarear echó a correr hacia el pueblo. En realidad estaba muy cerca. Por el camino había visto un grupo de gente rondando la carretera. Cuando llegó y encontró los sacos abandonados, él también se llevó un susto de muerte. Entró en cada sala llamando a su hermana. La encontró fuera, inconsciente y, aunque no estaba de parto, había roto aguas. Salió corriendo hacia la carretera en busca de ayuda y quiso la suerte (así lo pensaba él) que encontrara una cuadrilla de chinos empezando la jornada de trabajo. Ellos la recogieron, les metieron a los dos en una camioneta y les acercaron al pueblo más cercano, ya en Etiopía, sin paradas, sin aduanas, sin una palabra. A las pocas horas nació la niña.

No quedaba chat y las botellas estaban vacías. Aguantamos todavía unos segundos más, los únicos en toda la noche que pasamos sin decir palabra, hasta que Jack dio una palmada al aire y dijo: «Amigos, es tarde». Pagamos la cuenta, nos incorporamos sin demasiadas ganas y estiramos las piernas. Era extraño vernos por primera vez de cuerpo entero cuando estábamos a punto de irnos y seguir cada uno por su lado. La camarera desconectó el ventilador, las paredes descansaron y entró el silencio de la calle. Entonces Beka se me acercó. Hasta ese momento habíamos hablado en grupo y esa fue la única vez que se dirigió a mí directamente. Me dijo «mira», y sin dejar de sonreír abrió un pequeño bolso de mano, sacó una foto plastificada y me la tendió. Era el retrato de un bebé con los ojos muy grandes y cara de sorpresa. Lo señaló con el dedo y dijo: «ésta es mi hija».

Ilustraciones de Mario Trigo