«Todas esas páginas eran vanas, frívolas, un autoengaño. No se requería urdir un viaje en cohete a otra galaxia para encontrar extrañas formas de vida, porque mientras los autores de ciencia ficción oteaban el espacio imaginando seres como insectos y pedazos sensibles de materia, o ciudades de cristal y mutantes con ojos verdes almendrados que calzaban botas —todo ello una fantasía—, había gente en Malabo que resultaba más remota, aislada y menos accesible que los marcianos o los selenitas.»

Este fragmento pertenece a la novela En Lower River, donde el curtido viajero Paul Theroux reivindica las fantásticas posibilidades de la realidad, y él mismo se encarga de mostrarlas en una historia con varios momentos que remiten a escenarios propios de Mad MaxThe Walking Dead o Liliput, con la salvedad de que la geografía y las personas perfiladas por Theroux se hallan «de verdad» en nuestro planeta a fecha de 2014.

Nos han dicho que el mundo ya ha sido descubierto, que el tiempo de los exploradores ha concluido y que, como conocemos el globo, para los que deseen sorpresas auténticas siempre existirá la ciencia ficción. En definitiva, que la Tierra es normal y los anormales están fuera… o en el futuro. Sin embargo, a lo largo de sus viajes Theroux ha comprobado que la anormalidad es norma en la mayoría de lugares alejados de las metrópolis que distribuyen buena parte de la información planetaria. Sabe que hay individuos impensables —aunque no tengan antenas—, bucólicos paisajes que encarcelan, abalorios que hermosean mucho más que las joyas de escaparate o eficaces formas de expresarse sin altavoces y ni siquiera lengua. Lo que pueda existir en tu fantasía probablemente tenga una representación fidedigna en esta atmósfera que respiramos; las batallas también, y si no lo crees mira a Papúa Nueva Guinea, donde hombres que empuñan lanzas se enfrentan a helicópteros dotados con ametralladoras.

La Tierra es así de estupenda y horrible, solo que no nos llegan tantas noticias de ella como pensamos porque se supone que lo que interesa y lo que nos hace progresar es lo normal, y eso es lo que importa y de lo que uno debe hablar cuando se pone serio. En el esfuerzo por convencernos de los valores de la normalidad, gobernantes y Manipuladores del Lenguaje (llamémosles MaLen) han puesto todas las palabras en el asador, porque saben que es en las palabras donde se construye nuestro imaginario y, por lo tanto, donde empieza lo que da en llamarse «realidad».

Theroux ha comprobado que la anormalidad es norma en la mayoría de lugares alejados de las metrópolis

Así, los que miran más allá del coto demarcado por los cada vez más estrechos límites de lo normal son de inmediato subestimados, cuando no ridiculizados, por las voces más audibles, que algunos denominan «autorizadas». Estos guardianes del orden lingüístico tienden a considerar peligroso lo que circula fuera del cauce oficial, y por lo tanto repudiable. Para avalar sus argumentos apelan a la responsabilidad de los ciudadanos. Según ellos, ser responsable implica mantener el statu quo vigente rechazando a quienes aparecen con propuestas novedosas, y la forma de despreciar a esos intrusos —el motivo que ha provocado el artículo que estás leyendo—, es llamarles «aventureros».

Ah, la aventura. Como la ciencia ficción, se pretende relegar a un espacio solo apto para espectadores. En este cosmos hiperlegislado de nombre España, la palabra aventura se pronuncia desde hace tiempo con desprecio, si es que llega a pronunciarse. A lo largo de los últimos años, varios prohombres la han escupido despectivamente para desmerecer a rivales políticos que proponían desde reformas constitucionales a revisiones legislativas. «El país no está para aventuras» o «ése es un aventurero» han sido expresiones alentadas entre los estables sedentarios alineados con la idea de que el mundo ya ha sido descubierto y, como el capitalismo es el mejor sistema posible y el tiempo de los exploradores caducó, lo mejor que podemos hacer es barrer la casa, adornar las fuentes y seguir ganando dinero con proyectos ilusionantes al estilo de Barcelona World o la práctica del fracking.

Pese al imparable deshielo de los glaciares antárticos, la saturación hotelera en la costa  mediterránea, las espeluznantes tasas de paro o el aumento de la contaminación en las grandes ciudades del mundo, «tranquilos, que no somos unos aventureros» continúa utilizándose como frase de seguridad por los mismos que han contribuido a crear esta alarmante coyuntura, atreviéndose aún a señalar a quienes buscan soluciones creativas como unos pirados temerarios. En su mundo normal, la auténtica realidad nos la cuentan las noticias y lo demás son ficciones.

En este cosmos hiperlegislado de nombre España, la palabra aventura se pronuncia desde hace tiempo con desprecio, si es que llega a pronunciarse

Theroux no estará muy de acuerdo con esa postura, como su propia biografía indica. Aunque qué puede esperarse de un blanco que ha vivido tanto tiempo entre negros sin ningún pozo petrolífero ni oro ni cobre de por medio. Eso sólo se le ocurre hacerlo a un friki. Porque para los MaLen, un aventurero y un friki vienen a ser lo mismo: un par de anormales. De hecho, ahora que la palabra aventura está bastante devaluada, friki emerge como inquietante sustituta de garantías, porque moderniza y redimensiona el concepto de curiosidad por lo extraño.

Por friki se entiende a alguien sin duda al margen, pasto de minorías, ridículo monigote expulsado de la sociedad. Un periférico genuino que ni siquiera necesita moverse para comunicar su exotismo, y es que sólo hay que verlo. Un raro de campeonato, en fin, sin atributos amortizables por la sociedad que importa: la de consumo. Hasta hace poco, la vocalización del término friki solía acompañarse con sonrisas misericordes o de franca superioridad, pero esto ha empezado a cambiar porque los MaLen han abusado tanto del vocablo para desprestigiar a cualquiera que no comulgara con sus ideas y terminología que han elevado el frikismo a una potencia mucho más popular, y hoy somos millones los que podemos reconocernos de algún modo en la palabra. Internautas apasionados, cinéfilos, lectores empedernidos, groupies, aventureros, fumadores compulsivos, ornitólogos, estudiosos de la vida del piojo, personas silenciosas, tímidos en general… Es una palabra tan amplia que cada vez abraza a más gente, para espanto de los integristas de la normalidad.

La llama friki ha prendido y se extiende. Alguna vez tenía que pasar, porque las palabras son escurridizas y pertenecen a la mayoría, por mucho que pretendan enjaularlas. Los MaLen habían logrado éxitos que quizá les dieron una perspectiva equivocada de su capacidad de control. Por ejemplo, liquidaron al «francotirador». De acuerdo, era una palabra cargada de beligerancia castrense, hija de una época más ruda y peregrina, pero durante muchos años sirvió para distinguir a los que denunciaban las indignidades al margen de quien las cometiera, sin alinearse con partidos ni periódicos —entonces no había tantos canales de tele—, un motivo para confiar en que alguien se encargaba de que no hubiera paz para los malvados.

Por algún motivo, en un breve período de tiempo, esa palabra desapareció de unos medios de comunicación que decidieron sustituirla por un término tan civilizado y políticamente correcto que casi parecía un hallazgo: librepensador. Esta variante blanda e intelectualizada cuya épica de escritorio no intimidaba ni convencía a nadie pasó sin dejar huella y hoy, en la práctica, es un término insustancial. La cuestión es que con la desintegración del francotirador y su bienpensante y apocado heredero, no solo se volatilizó la palabra que definía a los escritores independientes sino que, al no poderlos nombrar, pareció que esa figura había desaparecido de la sociedad. De vez en cuando podías identificar a alguien destapando iniquidades en foros públicos o comentando interesantísimos viajes a lugares remotos, pero por muy simpático que cayera y por valiosa que fuera la información que aportara, se le veía como un aislado soñador descolgado de la realidad real. Un utópico condenado por su esperanza.

La figura del indomable rebelde mediático perdió su nombre, y con él se diluyó a los que podían merecerlo, convirtiéndose en una especie de fantasmas de la transgresión, protestones errabundos sin lugar en el imaginario moderno. Gente que existía sin ser, almas expulsadas del alfabeto. Nada. Se abrió un abismo de indiferencia entre la eufórica sociedad de las burbujas y el crítico asilvestrado sin padrino, que fue enviado al cajón de sastre de los frikis.

Por friki se entiende a un raro de campeonato, sin atributos amortizables por la sociedad que importa: la de consumo

No era el momento de recordar la cantidad de ventajas, cuando no directamente maravillas, que estábamos disfrutando gracias a raritos que se habían metido en garajes a diseñar tecnología punta, que pintaron relojes derritiéndose, batieron records de salto de altura al decidir que iban a lanzarse de espaldas o formularon la teoría de la relatividad —¡pero si ese tío vestía cada día el mismo traje!—. No era aún la hora de plantearse que muchos triunfos del burbujeante mundo normal provenían de cabezas frikis o aventureras, de anormales genuinos que nos concedieron otro modo de encarar el día.

Los MaLen se han ido convenciendo de que las palabras son chispazos que pueden manejar y sofocar a su antojo sin prever que hay tantas chispas —pero tantas, tantas y tan novedosas—, y los hablantes son tan numerosos y distintos, y la coyuntura tan propicia, que algún centelleo de ésos se iba a convertir en llamarada, y luego en fuego e incendio majestuoso, renovador.

El último viento que ha escampado el frikismo ha sido una declaración del sociólogo Pedro Arriola refiriéndose a Pablo Iglesias, joven político que obtuvo asombrosos resultados en las últimas elecciones europeas. Al margen de las afinidades y rechazos que pueda provocar Iglesias, lo que aquí interesa es que Arriola le definió como friki con el desdén que meses antes habían empleado colegas suyos al tachar de «aventureros» a contrincantes políticos a los que pretendían descalificar.

Arriola y los MaLen denotan vulgaridad, además de incompetencia, para producir ideas o alcanzar descubrimientos que oponer a las acciones tangibles de un treintañero que se presenta a unas elecciones y logra miles de votos. Y como su inoperancia les encierra en una terminología demodé, ni siquiera aciertan a la hora de elegir las invectivas.

Arriola y los MaLen son personas que creyendo vivir en color siguen atadas al blanco y negro y por mucho que se empeñen en volar a países lejanos, en esencia jamás viajarán. No comprenden la aventura, y en el caso de que sí lo hagan, intentan ahuyentar ese instinto en ti. Apelando a la responsabilidad, apuestan por conservar lo conocido —por malo que sea ese mundo «familiar»— y alimentar el miedo a lo alternativo. Alguien que pretenda eso no resulta de fiar, como todo el mundo sabe.

La influencia de esta gente aún es grande, sí. Los MaLen disponen de los mejores medios, pero un modo de combatirlos es precisamente engrandeciendo las palabras en las que te sientes representado, al margen del maltrato que cualquiera les inflija. Para hacerlas grandes, basta con pronunciarlas. De este modo permites que existan, que lleguen a otro lugar. Parece fácil pero no lo es.

Aventura.

Friki.

Hay a quien le avergüenza hablar así. En su libro sobre la escritora, arqueóloga, fotógrafa y viajera Annemarie Schwarzenbach, Melania G. Mazzuco observa: «En pocos meses, sólo había aprendido que las personas alaban la audacia y admiran el coraje de quien no se mimetiza en la masa, pero se quedan con la reserva, la prudencia, la cautela». En este párrafo, Mazzuco confirma que decir «francotirador», «aventura» o «friki» con el debido respeto no está al alcance de todas las bocas.

Y para no esconder la mano después de tan acérrima defensa de las palabras (ya no tan) alternativas, cómo no reconocer que yo soy friki, friki friki friki. Yo soy friki friki friki friki friki (va por ti, Cani).

Ahora, tú hablas.