En Tlatelolco, ese cúmulo de edificios de departamentos en la zona centro de la Ciudad de México, Ana Guerra cosecha frutas y legumbres de un huerto urbano. Entre los edificios, ejes viales y aparcaderos, este oasis es el intento más reciente de diversificar la vida de la Unidad Habitacional más emblemática de la capital mexicana.

Para quienes habitan aquí desde hace 50 años, cuando fue inaugurado el conjunto habitacional, es fácil entender la repulsa que da a los capitalinos la simple idea de vivir en un sitio donde se asesinó a jóvenes a quemarropa, donde un edificio con 288 apartamentos se vino abajo, o donde, se dice, hay asaltos en cada jardín o pasillo. Los tlatelolcas saben que viven en un lugar privilegiado, cargado de historia y de episodios trágicos, pero con un futuro tan prometedor como la cosecha urbana de Ana.

Aunque Ana no vive en Tlatelolco, tiene una conexión con este barrio, que el 24 de noviembre de 2014 ha cumplido 50 años en pie. Su padre vivió en el Edificio Chihuahua, donde el 2 de octubre de 1968 estaban los estudiantes que lideraban la huelga estudiantil de ese año, aplacada a punta de bala.

«Es un lugar polémico, un lugar especial», relata Ana entre las cañas de maíz a punto de ser cortadas, entre sembradíos de brócoli, betabel, flores comestibles, lechuga acelga, yerbas aromáticas, calabaza, chayote, chícharo, zanahoria y árboles de nísperos, durazno, guayaba, manzana, cítricos, granada, ciruela. «No hay que olvidar lo que pasó aquí, pero estamos en un gran momento para hacer cosas positivas para la comunidad en el futuro.»

 

Yo no recuerdo la primera ocasión en que pisé Tlatelolco. Lo conocía, o creí conocerlo, por los libros de la escuela primaria. Ahí se hablaba de su enorme tianguis (mercado) a donde llegaban productos de toda la cuenca de México. Era una especie de ensoñación de un pasado idílico entre lagos, adoratorios y el aire que Humboldt calificó como el más transparente del mundo. Lo que sí recuerdo es esa fuerza inexplicable que flota sobre la Plaza de las Tres Culturas, casi siempre silenciosa, con esa estela en honor a los muertos del 68, más parecida al legendario monolito de 2001: Una odisea del espacio que a un monumento en memoria de jóvenes asesinados.

Dice Gloria Bautista que el gran protagonista de la Ciudad de México es Tlatelolco. Gloria lo dice, en parte, porque nació en esta unidad habitacional gigantesca. Le tiene cariño porque aquí vive toda su familia. Ella ha sido activista de izquierda desde adolescente y formó parte de los comités de reconstrucción tras los sismos de 1985.

Tlatelolco ha vivido siempre entre la tragedia y la vanguardia. Del gran mercado de la ciudad se pasó al cataclismo durante la guerra entre mexicanos y españoles de 1519 a 1521, que concluyó con el apresamiento de Cuauhtémoc en la ribera del lago, en el barrio de Peralvillo, a unas dos cuadras de la actual Tlatelolco, donde ahora se levanta la Iglesia de la Conchita.

Este barrio siempre fue la antesala de la Gran Tenochtitlán. Aquí llegaban indígenas a las escuelas formadas por los franciscanos; la Iglesia de Santiago era un importante centro de evangelización de los nativos mexicanos. Cuenta la tradición que a esa iglesia acudía el indio Juan Diego, a quien se le apareció la Virgen de Guadalupe en 1535.

Ya en el siglo XIX, la modernidad llegó una vez más a Tlatelolco con los primeros rieles de tren lanzados hacia Hidalgo y Veracruz: donde se ubica actualmente la enorme unidad habitacional fueron tendidos los patios de maniobras de los trenes que llegaban a la terminal de Buenavista. El primer puente vehicular de la ciudad, el Nonoalco, fue construido en el extremo poniente del conjunto de vías. De los rieles y trenes perdura la imagen en las películas de los años treinta y cuarenta, entre ellas Los olvidados de Luis Buñuel, donde el legendario Tampico se pasea entre el puente y los trenes.

En 1960, el Presidente Adolfo López Mateos planteó la posibilidad de construir un conjunto habitacional descomunal. Y así se lo construyó el equipo de arquitectos encabezado por Mario Pani. «Todo funcionaba bien. Vivir aquí era signo de estatus, aunque en la misma unidad había departamentos de 27 metros cuadrados para gente de menos recursos, y de hasta 240 metros cuadrados con una vista que sigue siendo prodigiosa de la ciudad», cuenta Alejandro Magaña, vecino del Hidalgo, un conjunto de tres edificios gemelos a los que separan apenas unos centímetros.

 

Tres súper manzanas. Noventa y tres edificios. Diez mil trescientos ochenta y cuatro departamentos. Escuelas, centros deportivos, clínicas, estacionamientos, puentes, desniveles, túneles, áreas comerciales, centros deportivos, teatros, cines, oficinas públicas, estación del Metro. Una ciudad en pequeño.

Era el símbolo del México que vivía un milagro económico, a pocos años de los Juegos Olímpicos y del Mundial de Fútbol desarrollados en el país, y en la época en que se inauguraban el Museo Nacional de Antropología y otros en el Bosque de Chapultepec, una montaña rusa de madera que sigue en pie, autopistas, el monumental Estadio Azteca.

Tlatelolco llegó a ser poblado por unas 50 mil personas, hasta que llegó el gran golpe de las 18:00 horas del 2 de octubre de 1968, que lo marcó para siempre. Vino el declive. Algunos de sus habitantes, en su mayoría burócratas se hundieron en el pesimismo.

Para los habitantes de Tlatelolco, relata Araceli López, del edificio Juárez, pese a esta carga histórica, es casi místico vivir en estos edificios: «Amo a Tlatelolco. Es hermoso, no conozco otra forma de vida».

LA NOCHE DE TLATELOLCO

Después de un verano caliente de protestas, en la tarde del 2 de octubre de 1968, miles de personas de movimientos universitarios y obreros se habían reunido para manifestarse en la Plaza de las Tres Culturas. En una maniobra llena aún de interrogantes, elementos paramilitares iniciaron un intercambio de disparos que llevó a los cuerpos del ejército que custodiaban la manifestación a abrir fuego contra la masa. El resultado fue una cifra —nunca aclarada oficialmente— de entre 200 y 300 muertos, seguida de una noche de detenciones y una década de guerra sucia del Estado contra los nuevos movimientos guerrilleros surgidos en el país.

El golpe más duro

El siguiente golpe duro, asestado por un mano diferente, sucedió el 19 de septiembre de 1985 a las 07:19 de la mañana. Un sismo de 8,1 grados en la escala de Richter cimbró los cimientos del edificio Nuevo León, crujió la estructura, reventó su alma de acero y lo derrumbó como un animal prehistórico herido de muerte. Unas 300 personas murieron cuando la mole de concreto colapsó. Instantes después, apenas se asentó el polvo, un hormiguero de voluntarios treparon a la montaña de escombros para salvar las vidas que se pudiera. En los días siguientes, el tenor Plácido Domingo participó coordinando las labores de rescate de sus tíos, que perecieron en el derrumbe.

En la época de la reconstrucción de Tlatelolco, se gastó más dinero en reforzarlo que durante la construcción inicial. De forma paralela se constituyeron comités de reconstrucción, que confluyeron después hacia el izquierdista Partido de la Revolución Democrática; 12 años después, este movimiento cristalizó en la victoria electoral en la capital mexicana, que gobierna desde entonces.

Tras el sismo, un ejército de ingenieros se encargó de evaluar Tlatelolco, como recuerda Marta Martínez, otra mujer que ha vivido casi toda su existencia aquí. «Antes de 1985 mi edificio estaba ladeado hacia el poniente y lo rectificaron los mismos arquitectos e ingenieros que renivelaron la Basílica de Guadalupe y el Palacio de Bellas Artes», explica la mujer, quien no cambia su departamento de cien metros cuadrados en un decimotercer piso por nada del mundo.

En busca de recovecos

Mario es un joven diseñador gráfico y con aire bohemio que recién alquiló un departamento en Tlatelolco por la tercera parte de lo que pagaría en los barrios de moda como La Condesa o La Roma. Dice que ninguno de aquellos barrios le da lo que Tlatelolco, y cree firmemente que es un buen lugar para vivir, pese a que lo que abunda ahora son ancianos. El 17 por ciento de sus casi 28.000 habitantes rebasan los 60 años. El menor sector poblacional son los niños de 0 a 2 años, con apenas el 2,5 por ciento.

Este diseñador que deambula por la unidad camino a su trabajo (algo usual entre los jóvenes que han llegado a vivir recientemente desde diversos puntos del país a la zona centro del DF) portando su sombrero y chaleco, se ha pasado un año descubriendo los recovecos de Tlatelolco. Conoce ese edificio en forma de pirámide de 100 metros de altura que fue el centro administrativo y que ha sido renovado para renta de oficinas tras 20 años de abandono, ha fotografiado los murales pintados de piso a techo por Nicandro Puente en los inmensos edificios, y que evocan un México moderno que nadie encuentra en estos días.

Gloria reconoce que lo mejor que pudo pasarle a Tlatelolco fue el reciclaje del conjunto de mármol blanco de la antigua Cancillería para convertirlo en un centro cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México, apenas en 2005. Gracias a ello hay miles de personas que llegan a diario y ven a Tlatelolco de otra forma y no como la encarnación misma de la tragedia.

En 2010, en la antigua torre de la Cancillería, se encendió la instalación Xipe Tótec, del artista Thomas Glassford. Con sus juegos de luz, vino a convertir el alto edificio en una suerte especie de baliza psicodélica, confirmando a Tlatelolco como el faro de la capital mexicana.

Ilustraciones de Mario Trigo