Llueve en Graz. Hace frío. Es de noche. Poca gente en la calle. Pregunto por mi hotel a un caminante solitario. Su primera actitud es la de guiarme, pero luego se lía, habla por teléfono mientras enciende un resto de porro, y terminamos en una calle sin salida, en otro hotel. Me alejo de él enfadado, como si tuviera la culpa del mal tiempo o incluso de mi mal humor. 

Llego al hotel empapado. Es uno de estos hostels que han proliferado en paralelo a las aerolíneas low-cost y al inagotable deseo de viajar de los jóvenes europeos. El ambiente en la recepción es tranquilo, pero cuando me fijo más me entran ganas de largarme a la imperial Viena. White trash all around pienso, y sí, no soy diplomático cuando hablo conmigo mismo. White trash es un concepto acuñado en los USA y se refiere a personas que parecen en bancarrota cultural. Gente con modales brutos, mal gusto y peor pinta. La decadencia europea en su máximo esplendor. Si estoy aquí es que también formo parte de ella. 

Sobre esta decadencia trata Guerrilla, la pieza escénica de El Conde Torrefiel que vengo a interpretar y, sobre todo, a entender. Intuyo que esta Guerrilla es ese tipo de obras que marcan un punto de inflexión en el arte de una época. El proceso de creación de la obra genera una implicación con la ciudad donde se exhibe poco habitual. Es una cuestión de tempo. El teatro del siglo XXI es esto. Aunque aparecieron en escena antes, yo me atrevo a decir que El Conde de Torrefiel son una consecuencia del 15-M. Pocos creadores han logrado cristalizar en sus propuestas artísticas toda el malestar, cabreo, pero también la fuerza o energía que brotó en las plazas españolas la primavera del 2011. Sus trabajos son siempre colectivos. Gente de distintas disciplinas se juntan, se tocan y de ahí saltan chispas con las que los alquimistas Tanya Beyeler y Pablo Gisbert afinan sus piezas. 

 

«El proceso de creación de la obra genera una implicación con la ciudad donde se exhibe poco habitual». Graffiti en las calles de Graz.

 

En junio de 2016, Nico Chevallier y Pablo Gisbert estuvieron una semana en Graz. Montaron un workshop. Seleccionaron a 12 jóvenes austríacos, de entre 25 y 40 años. Tras un par de días que transcurrieron entre conversaciones introductorias situadas en una zona de confort poco interesante, una de las jóvenes se levantó y dijo: bueno, ¿vamos a hablar en serio o no? Todos aquí tenemos un nazi en la familia, ¿vamos a hablar de eso o no? Resultó que sí, que hablaron, y que uno participó en la entrada en París, otro combatió en Normandía, y otro fue guardia en Auschwitz. Las doces personas presentes eran descendientes de abuelos nazis. La obra en la que iban a participar, Guerrilla, habla de la guerra, de la guerra que viene, aunque no lo parezca, en esta ordenada ciudad de provincias austríaca. El partido de extrema derecha FPÖ había perdido en mayo las elecciones presidenciales por muy poco, pero ciertas irregularidades con el voto por correo hicieron que el Tribunal Constitucional ordenara su repetición para diciembre. Dos generaciones después, un partido xenófobo estuvo a punto de llegar al poder por las urnas; finalmente venció una candidatura independiente vinculada a Los Verdes.

Algunas de estas historias personales se incluyen en la dramaturgia de la pieza. No sólo los cuerpos de los performers sino su alma, sus genes, su pasado. Pablo no tiene listo el texto definitivo de la obra hasta pocas horas antes de la primera función en cada ciudad que se presenta. Esa tensión, que repercute en el traductor, el dramaturgista y los técnicos, se vuelve a favor de la pieza, que se mantiene viva. No deja de ser una ficción, pero con grietas, agujeros por dónde se cuela la «realidad» de esta Europa que se desmorona entre festival y festival, entre anuncio de cerveza Estrella y anuncio de cava Freixenet.

Graz es la segunda ciudad en tamaño de Austria. Menos pomposa que Viena, Graz tiene la atmósfera de una gran ciudad universitaria, y alberga en su seno comunidades turcas, albanesas y de todos los países de la ex Yugoslavia. El festival Steirischer Herbst se celebra cada año desde 1968 y durante un mes se toma la ciudad con una programación que salta por encima de las divisiones clásicas entre disciplinas artísticas. 

Tres meses después de ese primer contacto con la juventud local, llegó el resto del equipo de El Conde de Torrefiel a Graz. Blanca Añón a los mandos de la escenografía, Ana Rovira jugando con las luces, Adolfo García controlando el sonido, Amaranta Velarde con la coreografía, Martin Orti con la traducción del texto, y este cronista de espía infiltrado. Con más de cuarenta años ya no me engaño diciéndome que soy joven aún. Pero aquí estoy igual. Tomando notas. Es el primer ensayo. Son apenas tres los ensayos que habrá antes de la primera presentación. Hay expectación entre la muchachada. Sólo otra chica y yo no entendemos el alemán dentro del grupo de los performers. Pero las comunicaciones con El Conde de Torrefiel son en inglés. Pablo Gisbert no lo habla bien, pero no importa demasiado. Suple sus carencias con un lenguaje corporal rico en matices. Gesticula, proyecta, convence con su hija bajo el brazo, los ojos de ambos bien abiertos. Como la diputada de Podemos Carolina Bescansa, Pablo lleva a su hija al trabajo. Como en el parlamento, en un teatro la presencia de una niña de cinco meses impacta. Cuánta gente, ¿eh? le dice Pablo padre para acto seguido volver a ser Pablo director. Estamos aquí para crear un paisaje, una imagen ficticia frente a una imagen real. Sois los asistentes a una conferencia de Romeo Castelluci. Vuestra manera de entrar en escena, de sentaros, de esperar, genera un ritmo, nos explica. En esta escena el ritmo es fundamental. Lo dice Castelluci en el audio, lo repite Gisbert en el escenario, y lo asumimos los veinticinco performers que escuchamos en el backstage. El público verá cuatro hileras de un falso público debajo de un texto proyectado que habla de la guerra que se acerca. Público observando a público. Pero hay más. A medida que avanza la conferencia, las luces cambian, la voz de Castelluci se distorsiona, el ruido sonoro y visual lo contamina todo. El texto se pierde, pero nosotros, en escena, inmóviles, muy concentrados, como si estuviéramos escuchando algo importante, o como si estuviéramos leyendo un texto de Pablo Gisbert, en la coqueta edición de La Uña Rota. Mierda bonita se llama el libro y contiene puñetazos como éste:

 

«Y todo esto que te digo lo descubrí después de haber vivido un año en Austria. Y quien ha vivido un año en Austria seguro que sabe de lo que estoy hablando. Porque, aunque este país europeo pase totalmente desapercibido, es un manantial de perversión. Y después de haber vivido un año en Austria y haberme gastado todo el dinero comiendo schnitzel vieneses y tratando de aprender alemán, empecé a darme cuenta de donde estaba. Y me di cuenta de que el pornoterrorista Sigmund Freud es austríaco. Y me di cuenta que el filántropo mallorquín Thomas Bernhard, la gótica Elfriede Jelinek y el marginado de Peter Handke son austríacos. Y el malpensado de Wittgenstein es austríaco. Y el autista Hans Asperger, que incluso fue el médico de la gótica Jelinek, es austríaco. Y el borrachín Franz Schubert y el nazi director de orquesta Herbert Von Karajan, que fue el primero a quien se le ocurrió grabar en un casete la Novena de Beethoven, son austríacos. Y la moderna de pueblo María Antonieta es austríaca. Y el Freddy Kruger de Josef Fritzl, que tuvo amablemente secuestrada a su hija durante 24 años, es austríaco. Y el matavacas Hermann Nitsch, el pintaculos de Egon Schiele y el vendepóster en la FNAC de Gustav Klimt son austríacos. También viene de Austria todo el canibalismo de Michael Haneke y todo el romanticismo de Ulrich Seidl. No hay que olvidar que el artistazo de Adolf Hitler también es austríaco. Ni tampoco hay que olvidar que Terminator es austríaco. Y que Félix Baumgartner, el puto loco que rompió la barrera del sonido al lanzarse desde 39.680 metros desde la estratosfera hacia la tierra, también es austríaco. 

¿Será porque no tienen mar? ¿O porque no follan? ¿O porque es un país que está rodeado por siete países, se sienten presionados y eso los vuelve locos? ¿O es por la sobredosis de orden o por lo limpio que tienen el palacio Belvedere, donde cagaba Sissi Emperatriz, o es porque están aturdidos después de dar tanta vuelta bailando el Waltz? Sin duda, Austria es el país más perverso del mundo. Y eso, quieras o no, lo hace el país más humano del mundo. Y por eso todo el mundo debería pasar un año de su vida en Austria, y no irse a la India o a México a buscarse a sí mismo. Yo sólo encontré motivos para quedarme. Y la geometría, el orden, la simetría, para los que detestamos la arbitrariedad, para los que renegamos completamente de la naturaleza, porque amamos más lo artificial que lo natural, lo ordenado que lo espontáneo, lo falso que lo real, porque sabemos que todo es decisión y, por lo tanto, todo es mentira y que la única verdad es la que uno quiere ver y que sólo en el exceso de formas y contenidos está el camino hacia la verdad… Austria es el mejor país del mundo.»

 

Al mismo tiempo, en otra sala, Amaranta dirige una clase de tai-chi con seis austríacas. Es el ensayo de la segunda escena. Una escena que parece construida a cámara lenta, acompañada por una sonata para piano de Antoni Soler Ramos, también conocido como el padre Soler. Supe de Soler por primera vez en la presentación de Los primeros días de Pompeya, la muy recomendable novela de María Folguera, en la librería Calders de Barcelona. Ese día quizás debería haberme comprado una guía de Austria, pero diría que no venden guías de viajes en la Calders. El caso es que Rubén Ramos Nogueira tocó una sonata de Soler —¿sería la misma?— mientras se proyectaba un texto que explicaba que este señor de Olot fue muy reconocido en su época, mediados del siglo XVIII. Incluso Mozart lo admiraba. Aquí en Graz, la gente toca a Mozart en los antros como si tal cosa. Lo compruebo in situ, una noche, a las dos de la mañana, en medio del humo del tabaco —porque en la ordenada Austria aún fuman en bares, restaurantes y teatros—. Dos jóvenes veinteañeros se ponen a tocar el piano mientras los demás damos cuenta de nuestras cervezas. ¿Por qué tenemos que ir al Liceu a escuchar a Mozart? Mozart en los bares, claro que sí. Pero en la segunda escena de Guerrilla no suena Mozart, sino Soler. Son diez minutos de tai-chi mientras continúa la narración proyectada y el público escucha el piano. Cada cosa parece no tener relación con la otra, pero sumadas provocan una extraña emoción. Termina la escena y, tras un rápido cambio de tul, suelo y luces entra la música techno. Es la tercera parte de Guerrilla, la sesión electrónica. En ese momento aparecen por la izquierda cincuenta austríacos más, con lo que llegamos a la bonita cifra de ochenta personas sobre el escenario, todos bailando desenfrenadamente. Chunga, chunga, chunga. Techno del bueno, una sesión de Pink Elephant. En la platea, el techno se escucha a un volumen considerable y en ese ambiente los espectadores de Graz leen textos como éste, traducidos al alemán. Algunos resisten a duras penas sentados en su butaca:

 

«Nos hemos acostumbrado a sobrevivir más que a vivir, y así, con este miedo continuo, yo no quiero seguir. Siento que vivo en una extrema actividad. Una absoluta saturación. Mil amigos, mil viajes, mil cenas, mil canciones, mil lugares, mil amores, mil libros, mil fotos, mil cervezas, mil caras, mil cosas. Y esta extrema actividad contrasta radicalmente con mi extrema pasividad frente al mundo. Aunque lo intente, no me siento partícipe de él. Hago cosas pero no tomo ninguna decisión. El mundo es impenetrable, mientras yo me desgasto y voy muriendo en una extrema actividad. Y mi piel, mi voz y mis ojos lo saben, y me preguntan: ¿Cómo terminará esta erosión? Y esta enorme distancia que mantengo con el mundo, se ha convertido, pasados los años, en una constante voz en off en mi día a día. Y mientras estoy rodeada de muchas personas, me pregunto en silencio: ¿qué estamos hacemos aquí?»

 

«Nos hemos acostumbrado a sobrevivir más que a vivir, y así, con este miedo continuo, yo no quiero seguir». Imágenes del montaje de Guerrilla en Graz.

 

«Mil amigos, mil viajes, mil cenas, mil canciones, mil lugares, mil amores, mil libros, mil fotos, mil cervezas, mil caras, mil cosas. Y esta extrema actividad contrasta radicalmente con mi extrema pasividad frente al mundo.»

 

Lo que hemos hecho aquí es un ensayo exitoso. Aparecen entonces el jefe técnico, el dramaturgista y alguien de producción con varias cervezas en la mano. Brindamos. Sin tiempo a terminarlas, nos traen otras. Me cuenta luego Pablo Gisbert que Austria es, después de Lituania, el país con más problemas de alcoholismo del mundo —no es exactamente así, pero sí que tiene unos altísimos niveles de consumo—. Necesitan el alcohol para relajarse, para soltarse, para ser un poco humanos. Después de un día de tensiones, con algún roce innecesario, es hora de hacer las paces. El alcohol hace su efecto y hasta nos parecen simpáticos estos austríacos.

A la mañana siguiente decido dar una vuelta por Graz. Me fijo en la cantidad de carteles con el rostro sonriente de Norbert Hofer, el líder del ultraderechista FPÖ. «Austria necesita seguridad» es su lema. Algunos de los carteles están intervenidos, pintados. Lo llaman nazi, fascista. Hace poco, Austria pudo convertirse en el primer país de la Unión Europea con un presidente de extrema derecha. La pieza del Conde de Torrefiel habla de la guerra que viene. ¿Es ciencia ficción o realismo? De repente me dan ganas de saltar al río Mur y nadar y nadar hasta llegar al mar. No lo hago. Sigo caminando. Cruzo varios puentes de un lado al otro. Disfruto de la sonoridad de este río. Llego a un parque y en una esquina diviso el edificio extraño que busco. Tiene forma de octaedro. Ocho paredes, dos pisos de altura y, encima, una especie de chimenea. Me cuentan que era la sede de los baños públicos. Ahora es el Museo de la Percepción. Los juegos con espejos no me interesan especialmente. Sólo quiero saber que es esto del baño Samadhi. La directora me lo explica. «Samadhi», en sánscrito, significa iluminación. El baño Samadhi es un recipiente ovalado que parece sacado de una película de ciencia ficción de los años sesenta del siglo pasado. Algo así como el Orgasmatrón de Woody Allen. Es una suerte de bañera con tapa. Una especie de sarcófago. Uno se mete desnudo en ella, la cierra desde dentro, apaga la luz y se tumba en una agua salinizada durante una hora. A oscuras. La sensación es de un relax pocas veces alcanzado. Debe ser esto flotar en el líquido amniótico, o deslizarse sin gravedad. Es como cuando hacemos el muerto en el mar, pero sin olas ni viento, en completo silencio. Una experiencia mística. Lo último que esperaba vivir en Graz.

Por la tarde regreso a la «realidad», a mi trabajo, a los ensayos de Guerrilla. Porque es que además nos pagan. 200 euros a cada figurante. Somos unos ochenta, así que son 16.000 euros que se gasta el festival sólo en figurantes. Es un festival de clase A. Muy bien organizado, y con dinero. Un lujo. Hablo con varias de las participantes. Verena es una directora de teatro que se sumó porque tenía ganas de actuar. Clara, de madre madrileña y padre austríaco, es una violinista que se apuntó por vivir la energía del escenario. A Teresa, padre valenciano y madre austríaca, le encantan las rave. Poder estar 35 minutos dando botes en un escenario la excita. Y sí, la escena electrónica es algo increíble. Somos 80 personas sudando, hipnotizados. Nos dan tapones para los oídos. No nos dan alcohol. Ni drogas. Empieza el baile. A los cinco minutos la música deja de sonar. El suelo tiembla demasiado. Hay peligro de que se hunda por la presión. Llaman al técnico. Habrá que reforzar el suelo del escenario. Suspendido el ensayo hasta mañana.

Al día siguiente visito el Museo de la Vida cotidiana. En otras partes se llama Museo de la Ciudad o Museo de Historia, pero aquí en Graz se pusieron creativos. Es un museo honesto que documenta la vida de las clases populares de la región de Styria. Un museo en el que, por ejemplo, instalaron piedra por piedra una vieja casa de campo del siglo XIX. Un museo que atesora relojes de pulsera, cubertería, ropa de otra época, de cualquier época. Los objetos no se acumulan por esa idea hipster de lo vintage. No. Están ahí porque nos cuentan cosas sobre la vida de la gente. La idea es que es el sentido de los objetos los que los hace valiosos. Si de un objeto no supiéramos su utilidad, entonces ese objeto habría perdido su lenguaje, sería mudo. «Un árbol sin raíces no puede crecer», me dice Eva Kreissl, una de las responsables del espacio.

Es hora de regresar al Orpheum, la sala de fiestas convertida en teatro para acoger esta nueva versión de Guerrilla. Saludo a mis compañeros de elenco. Siento la excitación del estreno. Acostumbrado a ver los toros desde la barrera, este cambio de posición me hace pensar sobre mis propias actitudes como director de escena. Aquí se trata de estar atento y seguir las instrucciones. Se trata de salir y divertirse. ¿Quién dijo miedo?