Cuando era un niño, él siempre se negaba a la muerte de la luz. Entonces (en tiempos en que apenas habían cuatro canales de televisión, en blanco y negro, y las transmisiones terminaban apenas cruzada la línea de la medianoche luego de la emisión de diabólicas y torturadas películas como Sardonicus o Carnival of Souls y de que, a continuación, un sacerdote despidiera a todo y a todos predicando el creer en lo increíble sabiendo que la oscuridad nos vuelve más permeables a las ideas más locas, mucho más locas que lo que se había proyectado y emitido en Carnival of Souls o en Sardonicus) él se resistía a la hora de apagar las luces no con un click y no con un bang. No enfurecido, pero sí enfrentándose al sueño y, en esa camita baldía, buscando cualquier excusa para que nada acabara y que todo siguiese. 

La oscuridad era el final de algo que —a pesar de todo y con todo en contra— se las había arreglado para llegar hasta allí y quién sabe si seguiría en su sitio y funcionando a la mañana siguiente.

Y la noche era un viaje sin mapa en el que resultaba tan fácil perderse.

Así, leer bajo las mantas con una pequeña linterna y pupilas dilatadas, o llevarse al oído y con el volumen muy bajo una radio cuyas larguísimas ondas cortas viajaban mejor por las noches de invierno. Y en las ondas, las voces flotantes, como de fantasmas demandantes de que se crea en ellos a ciegas. Voces en otros idiomas y, entre ellas, su favorita: la del locutor de la BBC que advertía despidiéndose, siempre, de que «This is the end of the world news». El fin de las noticias del mundo, sí, pero también, si se lo traducía literalmente, las noticias del fin del mundo. Sentencia como un mantra que él no podía evitar compaginar con las imágenes de otras películas en esos mismos ciclos de cine de antes de medianoche y de que los televisores se apagasen no sin antes aferrarse por unos minutos más a ese punto blanco en el centro de la pantalla ya oscura. Antes, esas radiactivas películas sci-fide por entonces. Bajísimo presupuesto pero altísimo nivel de paranoia. En ellas, el planeta —al igual que su cataclísmica infancia, cortesía de padres que, como en varias de esos films, en más de una ocasión parecían haber sido suplantados y duplicados por aliens— siempre estaba a punto de sucumbir a una amenaza llegada desde los abismos del espacio o surgida de las profundidades de la Tierra. Bestias prehistóricas que alcanzaban la superficie para tomar el aire o meteoritos futuristas de puntería perfecta. Y, entonces, todos esos desconocidos extras y figurantes desfigurados y aplastados por patas gigantes o arrasados por olas de fuego.

Y él se recuerda a sí mismo entre sus siete y sus ocho años —recordándolo casi todo porque por entonces no hay demasiado para recordar— y pensando en que su vida podría acabarse en cualquier momento y en la paradoja de un amplio futuro con tan poco porvenir. Sí: en el principio de nuestras vidas es cuando más se piensa en la muerte mirándola de frente y no por eso dejando de temerla; mientras que es al final cuando más se intenta (en vano) pensar en cualquier cosa menos en el The End; en que lo poco que queda por vivir se vaya en la evocación de hechos nimios y cuanto más lejanos mejor. No es que uno ya no pueda recordar el presente inmediato. Es que no se quiere ser consciente de él y de su constante y tan pasajera brevedad.

En casi eso y ese sitio —pero aún no del todo— es donde está él ahora, sitiado.

A mitad de vida pero más cerca de lo último que de lo primero y contemplando junto a un médico una radiografía con los mismos modales con que otros observaron cielos estrellados o los cartas náuticas y líquidas de océanos donde, más allá de los bordes de lo desconocido y junto a los grabados de esas rosas de los vientos a despetalizar, siempre había monstruos esperando a que los marinos y su capitán callaran y cayeran por los bordes de un mundo plano. 

Ahora cae él. 

Mírenlo caer.

El médico le señala, bajo el armazón pálido de las costillas (tan parecido al entramado de cuadernas en las tripas del casco de un galeón cansado) esa mancha modelo «no-me-gusta-mucho» y que él de inmediato relaciona con un agujero por el que va a entrar el líquido e inasible principio del último naufragio.

De ahí que, a partir de entonces, diga que sí a todo, haga una cita para analíticas urgentes, y salga de allí pensando en que no va a volver (aquí) y en que sí va a ir (allí). 

Sí: en el principio de nuestras vidas es cuando más se piensa en la muerte mirándola de frente y no por eso dejando de temerla

Y ya sabe a dónde quiere llegar: Monte Karma, Abracadabra. Y hacer allí no todo lo que jamás hizo y debió hacer, pero sí llevar a cabo y montar en escena un encabritado último y tercer acto que lo redima de tanta inmóvil invención y de tanto sueño quieto.

Ahora, por fin, mucha acción de músculos luego de tanta reflexión de cerebro.

Ahora todo va a moverse y a cambiar de sitio y a romperse para ser rearmado: para llevar toda la teoría por escrito de su oficio a la práctica de lo vivido.

Va a entrar en Monte Karma más vivo que nunca para —es más que posible— no salir vivo de allí. O lo que es lo mismo: salir irreconocible, salir siendo otro.

Y va a estar muy bien que así sea.

Pero él nunca creyó demasiado en los viajes directos y en el llegar rápido a sitios de los que querría departure a los pocos minutos del arrival. Deformación profesional de tiempos no tan distantes como quisiera; cuando escribía de tanto en tanto para una de esas satinadas revistas de viajes y buen vivir de línea aérea. Una revista llamada Volare y donde cada uno de los encargos y trayectorias debía exprimir al máximo el presupuesto asignado. Cuando había suerte, New York incluía a Brooklyn. Y cuando, todo se torcía, Planicie Banderita implicaba un desvío a través de vacíos patagónicos hasta llegar a un restaurante como «pauta y contraseña para very few» en el vórtice de un páramo entre tormentas llamado Pozo de los Muertos (y mejor no averiguar de dónde salió y por qué le pusieron semejante nombre).

En cualquier caso, antes de empezar a volar de verdad, él aprendió allí a volar espacio-temporalmente con su imaginación. Como Marco Polo y Jules Verne y Emilio Salgari. Desde su escritorio en un rincón de una redacción que era un piso de un ambiente en el que él —y sus nueve seudónimos, incluyendo mujeres y varias nacionalidades— miraba fotos y estudiaba guías de turismo e inventaba más o menos verosímiles idas y vueltas en una época en la que aún todo quedaba lejos y era invisible desde la distancia y no existía Google Earth. Por eso, ya se dijo, cuando finalmente le concedieron el honor y el privilegio de algún pasaje, había que hacer rendir la salida para que generase la mayor cantidad de entradas posibles en publicidad más o menos subliminal y menciones concertadas pero que sonasen casuales, como si se tratasen de las cláusulas de un matrimonio o de un divorcio o de un testamento.

Por eso —para ir metiéndose en tema— él se ha programado un par de escalas como preliminares temáticos, como avanzadas del crepúsculo antes de ponerse para siempre tras la línea del horizonte.

Así, va a cruzar el océano primero y luego todo un continente para llegar a la Costa Oeste, a California, y aterrizar en la demoníaca Los Ángeles y alquilar un auto que incluya chofer (él nunca supo cómo aprender a conducir) y deslizarse por carreteras primales y secundarias.

Primero hacia a Zzyzx (35°8′35″N 116°6′15″W) y luego hacia Colma (37°40′44″N 122°27′20″W). Y, después, hacia el Sur, hacia lo de más abajo, como quien desciende a los infiernos bajando por una soga que alguien va a cortar para que ya no se pueda volver a subir.

Sabía de un sitio —el primero en todos los índices de los atlas— llamado A, en el municipio de Moskenes, en Noruega. Pero es tan fácil ser el primero. Y, seguro, A sería como algo demasiado parecido a una sala de exposición de fábrica de muebles do it yourself, pero en versión exterior: todo tan falsamente sólido y bien acabado, todo tan verdaderamente frágil y con encajes defectuosos. Y una buena noche blanca te vas a dormir pensando en suicidarte a la siguiente negra mañana cuando descubriste que jamás acabarías de empezar a comprender ese manual de instrucciones.

La gracia y la diversión está y reside en reír último y reír mejor y esa fue la idea de quien fundó Zzyzx: la de ser el último pueblo del mundo. Más allá no hay nada salvo los nombres de estrellas lejanas e inalcanzables. Pero a Zzyzx (pronúnciese: zai-zex) sí se podía llegar.

Y él llegó.

De nuevo: en un coche de alquiler con un chofer alquilado. Cadillac con mustang al volante. Un native american que parecía descender directamente de la tribu de esos indios de madera custodiando las puertas de las antiguas peluquerías norteamericanas, impasible como un árbol de tronco grueso y ramas altas como penacho de plumas donde se posan pájaros de colores tristes.

Y de pronto Zzyzx como la nada en el centro de la nada, en el centro del desierto de Mojave. Alguna vez puesto militar y breve alto en el camino (en el que históricamente se detuvieron indios, exploradores españoles, soldados, mineros y obreros constructores del ferrocarril Tonopa/Tidewater) hacia Las Vegas. Un alto donde hacer un alto y abastecerse y seguir y salir de allí lo más rápido que se pudiese. Y se podía: porque Zzyzx no acaba de empezar cuando ya estaba empezando a acabarse. Pocas calles. Él había oído por primera vez del lugar leyéndolo. En un thriller con asesino en serie donde el monstruo —fan de Edgar Allan Poe y bautizado como El Poeta por el FBI— utilizaba a Zzyzx como fosa común donde ir amontonando los cuerpos de sus víctimas. Después, se interesó más por su historia que incluía a un predicador evangélico radial de cierto éxito y de alto contenido en delirio y superchería. Un tal Curtis Howe Springer, quien a finales de la Segunda Guerra Mundial solicitó y consiguió erigir allí una mezcla de spa con retiro religioso donde —aprovechando las aguas termales— ofrecía la cura para todas las enfermedades del cuerpo y del alma incluyendo al cáncer, la calvicie y las posesiones demoníacas. El lugar se llamaba entonces Soda Springs; pero Springer lo rebautizó como Zzyzx («que rima con Isaacs») porque quería pensarlo como último y definitivo santuario. Un paraíso donde «limpiarte interna y externa y eternamente». «La última palabra en salud», predicaban los folletos. Springer reclutó vagabundos para que, en el nombre del Señor, lo ayudasen a construir el complejo (hotel de sesenta habitaciones, iglesia, una emisora de radio, un castillo, un lago artificial, calles con nombres como Boulevard of Dreams, pista para aviones llamada Zyport) y plantó hileras de palmeras para subrayar el efecto de oasis mil y una nochesco. Pero en los años 70 (luego de amasar una fortuna vendiendo placebos de su invención y fabricación con nombres como el laxante «Té Antediluviano», en antiácido «Re-Hib», el vigorizante «Hollywood Pep Cocktail», el revitalizante de la circulación sanguínea «Mo-Hair» y los «Zy-Crystals» que contribuían a la proliferación de «pensamientos positivos» y «el alivio de pies cansados») Springer fue denunciado por estafa: no curaba nada y, además, sus permisos eran, originalmente, para realizar actividades de minería terrenal y no excavaciones edénicas ni medicinales. Springer fue a la cárcel por un tiempo y los terrenos fueron reclamados por algún organismo gubernamental y por un campus universitario que ahora mantenía dos o tres observatorios para estudiar «el comportamiento del desierto» y a los que, piensa él, se enviaba a los peores estudiantes o aquellos genios inflamables que comenzaban a hablar demasiado sobre armas de fuego en sus blogs.

Pero, se sabe, en realidad no hay nada más ensordecedor que la voz de los muertos que no es otra que la de los vivos que los sobreviven

Y él está ahí ahora: tomando notas y sacando fotos sobre la nada para la nada. Un pueblo fantasma en el que los fantasmas no existen. Ruinas más o menos nuevas y bien conservadas. Piscinas vacías que parecen salidas de un sueño húmedo de J. G. Ballard.

Y cuando se quiere dar cuenta se queda dormido en el asiento trasero del automóvil.

Y ya está en Colma.

Colma no es la ciudad de los muertos vivos pero sí es la ciudad de la más vital de las muertes. Su lema en su escudo es «Es grande estar vivo en Colma» y tiene su verdadera gracia y su verdad graciosa: Colma —fundada en 1924, en el San Mateo County— es el sitio con mayor concentración de cadáveres. Colma es una gran necrópolis. El censo de 2010 contó hasta 1792 vivos ocupándose de más de 1.500.000 de muertos viviendo en «La Ciudad de los Silenciosos». Pero, se sabe, en realidad no hay nada más ensordecedor que la voz de los muertos que no es otra que la de los vivos que los sobreviven. Los fantasmas existen, sí, pero son obra y vida de los vivos, quienes convierten ese segundo que dura el acto físico de la muerte en años de existencia espectral y zombi y vampírica. Los vivos nunca dejan descansar en paz a los muertos, se dice él, junto entre una puerta y otra, caminando despacio por todos los cementerios de Colma, que viene de Kolma, que significa «luna» en dialecto ohlone. Colma que era un villorrio agonizante resucitando a último momento en 1900, cuando en San Francisco se redactó una ordenanza prohibiendo la construcción de más cementerios en la ciudad porque, además, el precio de los terrenos se había vuelto algo mortal. Entonces, se envió a los muertos fuera de casa porque ya estaban grandes como para vivir su muerte. Entre ellos, repartidos a lo largo y ancho de diecisiete cementerios, inmortales como William Randolph Hearst, Wyatt Earp, Levi «Jeans» Strauss, Joe DiMaggio… Lee lápidas como si se tratase de esas portadas de libros en los estantes y mesas de una librería. ¿Detenerse o no? ¿Seguir de largo o arriesgarse a reconocer algún nombre o alguna fecha? O mejor aún: arriesgarse —como Pushkin en aquel poema suyo— a calcular con más o menos exactitud la fecha en el aire que alguna vez se posará en tierra para ser enterrada. El día y la hora de ese aniversario secreto. Ese incumpleaños infeliz sobre el que planeamos varias veces a lo largo de nuestra vida sin sospechar (aunque tal vez, retrospectivamente, descubramos que entonces siempre estábamos de mal humor o resfriados o con dolor de cabeza o tomando decisiones equivocadas) que algún día de nuestra vida se convertiría en el día de nuestra muerte.

Y así —con ese ánimo de casi ánima— le hace una seña a su chofer. Uno de esos hello más cerca del hao que aprendió en esos wésterns que no le gustaban tanto en su infancia y enseguida cambiaba de canal para dejar de verlos. Porque lo suyo —ya se dijo, ya se proyectó— eran las películas de terror psicotrónico y low cost capaces de hacerte sentir ese terror raro que sientes injustificado en cada check-up anual con tu doctor de cabecera hasta que todo terror se justifica y deja de ser un check-up para convertirse en un check-out. Y le indica al Gran Jefe Carroza de Acero Veloz que lo lleve de regreso al aeropuerto de Los Ángeles para volar rumbo a Abracadabra, a Monte Karma, a donde los acontecimientos harán eso que tanto le gusta hacer a los acontecimientos: los acontecimientos van a precipitarse para que tengan lugar —en ese sitio tan final como Zzyzx y Colma— las últimas noticias de su mundo.

Allá va ahora para dejar de ir a cualquier otra parte.


En la cabecera: Vista del Soda Lake desde Zzyzx, California (CC Mike Baird)