LiteNatura es la serie de artículos de Gabi Martínez en Altaïr Magazine. Un espacio abierto a textos literarios que cedan el protagonismo al territorio y la naturaleza.

—No solemos mostrarnos pero ese Aldo llevaba tanto tiempo paseando por la zona que mi pariente decidió darle una alegría—, explica el achichilique en el mismo humedal de Clandeboye donde, hace más de medio siglo, uno de sus antepasados emergió de pronto de las profundidades de una poza frente a Aldo Leopold, que dormitaba en la orilla. Un rascón de Virgina había estado a punto de rozar la nariz del legendario ecologista cuando apareció el achichilique «grande como un ganso, con las líneas de un esbelto torpedo».

Leopold describió aquel encuentro como un regalo del paisaje en calma. Es uno de los muchos grandes momentos recogidos en Un año en Sand County, el libro que me ha traído hasta este pájaro de los pantanos de ojos inquietante y fascinantemente rojos. Se ha prestado a recibirme porque Leopold está muy bien considerado en la familia, dice que es uno de los humanos que mejor ha defendido este espacio.

—Pero si quieres buenos detalles, ve a la casa al otro lado del pantano —señala el achichilique—. Ahí vive un descendiente del perro con el que salía a cazar perdices.

Rodeo el agua sorteando juncos y malezas entre las que se escurre un visón y silba un archibebe patigualdo mientras me sobrevuelan varios cucaracheros pantaneros en busca de presas. Este era un recorrido habitual para Aldo Leopold, que forjó en sitios así la conciencia ecologista que le convertiría en pionero.

Leopold describió aquel encuentro como un regalo del paisaje en calma. Es uno de los muchos grandes momentos recogidos en Un año en Sand County, el libro que me ha traído hasta aquí

El perro toma el sol tendido a unos diez metros de la casa. En cuanto me huele se incorpora con las orejas tiesas y enseñando los colmillos pero al escuchar el motivo de mi visita, empieza a mover el rabo.

—Me llamo Aldo —dice el perro—. Me lo pusieron en homenaje a aquel hombre. Espera, que saco el libro.

Aldo entra en la casa y sale con un ejemplar raído por los años y con las páginas recosidas pero todavía bien conservadas. Camina hacia el pantano incitándome a seguirle. Su trote me recuerda una frase: «mi perro cree que tengo mucho que aprender sobre perdices». Avanzamos hollando suaves alfombras secas de licopodias como las que se describen en el libro, solo que hoy no se levantan tantas aves del pantano como a principios del siglo pasado. De vez en cuando, entre los juncos se distinguen alerces tamorack y algunas formaciones de pino blanco, el árbol que enamoraba a Leopold, es la palabra que él mismo empleó. Cuando se lo comento a Aldo, responde con una sonrisa:

—Pues espera aquí un minuto, que ahora soy yo el que va a plantar un pino.

El perro se embosca entre unos matorrales altos —es un perro pudoroso—, olfateo su acción, regresa. Aldo empieza a pasar páginas de Un año en Sand County y cuando lee que cerca de donde vivía Leopold había una comunidad de mofetas, asegura que su número ha descendido mucho, aunque aún puede verse al pato joyuyo y a las agachadizas de Wilson en los alisares hiperpastoreados que se extienden no muy lejos de aquí.

—Aldo entendió que el salvajismo es equilibrio pero cuéntale eso a los cabrones que traen las grúas y las retroexcavadoras.

Desde luego que Aldo no conserva la retranca que distingue a la literatura de su tocayo. Ni la elegancia. Las convicciones puede que se asemejen, y la dureza, pero la contundencia de Leopold se apoya en hechos irrefutables, en imágenes que lo cuentan todo sin necesidad de aspavientos. Siendo implacable, evita la grosería.

Aldo se mueve con una pachorra y habla con un tono tan escéptico que nadie diría que tiene a Leopold de referente

Se levanta un viento impetuoso cuando justo estamos leyendo la página 131: «En el humedal, largas olas de viento surcan los pantanos herbosos y van a dar contra los sauces lejanos». La escena aguanta igual, después de prácticamente un siglo.

—El viento y poco más —refunfuña Aldo—. Todo lo demás ha cambiado. En Sand County se han impuesto las mujeres de granjeros que odiaban al álamo negro porque en junio les llenaban las mosquiteras con bolitas de algodón. ¿Tú crees que por algo así tenían que cargarse a los árboles?

—Pues aquí no se está nada mal.

—Esto es una isla. Mira lo que advierte—, Aldo pone la pezuña sobre una línea donde el escritor dice que «el dogma moderno es bienestar a toda costa» antes de asumir que sus vecinos no aprobarán el afecto que siente por «el cornejo mimbre rojo porque alimenta a los zorzales robines de octubre» o por «el fresno espinoso porque mis agachadizas se dan su baño de sol diario bajo la protección de sus pinchos».

—Aldo era un rarito con unos gustos de lo más impopulares al que por supuesto nadie hizo caso—, dice Aldo, recordando que el año pasado, Sand County y varios condados de Wisconsin se convirtieron en los principales suministradores de arena destinada a las operaciones de fracking que han hecho de Estados Unidos el mayor exportador de petróleo del mundo.

—Puto Trump —dice el perro—. Aunque la cosa viene de lejos.

Para sosegarse, o todo lo contrario, lee en voz alta varias frases del tramo final del libro, donde Leopold se pone más ensayístico y, además de reclamar una reacción ciudadana a los abusos contra el medio ambiente, propone empezar educando la percepción y la conciencia para desarrollar una ética que cuide lo que queda de naturaleza.

Leopold también pide otra implicación por parte de los intelectuales: «Los libros de naturaleza rara vez mencionan al viento; están escritos tras la estufa». Y tenía argumentos para hacerlo, porque si bien su casa en Sand County era para fines de semana y veraneo, lo cierto es que pasó mucho tiempo en ella y caminó a fondo unos alrededores en los que depuró una capacidad de observación que le lleva a conclusiones tan aparentemente fáciles como, sin embargo, nuevas. Es un virtuoso de las frases sencillamente lapidarias, de esas que siempre estuvieron ahí, rocas de nuestro pensamiento, pero que hasta ahora, por lo que fuera, nadie había pronunciado.

Por ejemplo, presenta la cotidianeidad de un carbonero (el pájaro) como la de cualquier vecino al que estuviera analizando un poco sin querer, y de sus hábitos extrae una chispa que explica el funcionamiento del mundo. Con gracia y una punzante ironía muy alejada de la rabia del perro, conecta, o al menos conmigo conectó, de una forma entrañable que induce a actuar. Mírame, estoy aquí, preguntando por su biografía.

Aldo se mueve con una pachorra y habla con un tono tan escéptico que nadie diría que tiene a Leopold de referente. Como si me hubiera leído la idea, Aldo dice:

—¿Sabes cuál es el instante en el que Aldo cambió? ¿Sabes cuándo decidió que iba a proteger todo esto?

Yo lo sé porque está en el libro pero como no está buscando mi respuesta, él mismo lo aclara:

—Al matar a un lobo.

Me mira a los ojos buscando a saber qué. ¿Enfado? ¿Cómo me voy a enfadar, si matar a uno de los míos le sirvió para defender a cien mil, a un millón más?

A pocos metros cruza corriendo algo que al principio confundo con una perdiz pero resulta ser un grévol, esa galliforme que Leopold distinguió como una esencia de esta tierra. «Todo el mundo sabe que el paisaje otoñal en los bosques del norte es la tierra con un arce rojo americano y un grévol engolado. Desde el punto de vista de la física convencional, el grévol representa sólo una millonésima parte de la masa o la energía de media hectárea. Aun así, réstale el grévol y todo muere».

Es uno de esos párrafos que lo explican todo, tan característico de Leopold. Pura luz, un punto desde donde orientarse.

Leopold escribió que una grandeza que otorga lo salvaje es la libertad para cometer errores. Me pregunto dónde queda hoy esa libertad. También pienso en quién entenderá hoy a Leopold

La visión del grévol amansa de pronto al perro, que empieza un monólogo sobre lo consciente que es de vivir en una sobreexcitación verbal inversamente proporcional a su actividad física, a sus acciones. Mientras, avanzamos entre grandes campos de pulsátilas y arenarias como los que un día eligieron para afincarse personas que prefirieron el espacio a la riqueza, si bien en los últimos tiempos ese espacio se ha ido achicando y Aldo quiere mostrarme hasta qué punto. Subimos a una canoa para navegar no muy lejos de la orilla del lago. Las casas de campo, los complejos industriales y los puentes que ya medraban en los años de Leopold, se han apoderado de kilómetros y kilómetros de ribera. Desde esta canoa compartida por un perro y un lobo es más sencillo comprender la actual furia de Aldo. Las viejas advertencias de Leopold.

Leopold escribió que una grandeza que otorga lo salvaje es la libertad para cometer errores. Me pregunto dónde queda hoy esa libertad. También pienso en quién entenderá hoy a Leopold. En un mundo tan materialista, hay autores que pronto necesitarán un traductor de poesía y belleza para ser más o menos comprendidos.

En su libro, Leopold también dedica páginas a hablar sobre Chihuaua y Sonora. Ensalza la importancia de la cotorra sonora occidental en Sierra Madre, describe su vuelo por cañones cuyas escarpaduras frecuentan ciervos, pumas, osos. Y habla de sitios donde nunca volvió, como el delta del río Colorado, para no agriarse algunos recuerdos espléndidos.

Por la noche, de vuelta a la casa de Sand County, evitando las agujas de las espiguillas que son aún más plaga que cuando el autor las denunciaba, el aire trae un olor de madera que Aldo identifica enseguida:

—Pino blanco.

Aunque a veces sea brutal, el perro mantiene algún atributo de aquel hombre que tenía nariz para distinguir hogueras de pino de las de roble o mezquite.

—Lo invisible está infravalorado —dice el perro—. Hoy más que nunca.

No sabe cuánto me alegra escucharle decir eso, con tanta tranquilidad.

—Sé donde hay unas cuantas perdices. ¿Me acompañas?

—Claro —respondo—. Es hora de cenar.


Imagen de cabecera, CC FDCT Sevilla