1. El banquete
Tengan cuidado al subir, advierte la señora. No se vayan a caer, nos dice, poniéndonos en las manos a uno la llave y al otro un palo. Después, con aire satisfecho, vuelve a sentarse en el banco a tomar el sol.
El camino a San Esteban de Viguera es empinado y huele a romero. Serpenteando por la ladera del monte, nos lleva hasta el enorme abrigo rocoso que, durante siglos, ha protegido del viento y de la lluvia esta ermita que no parece una ermita. Más bien un refugio de pastores. O un iglú de adobe que apenas se distingue de la roca que lo cobija y que no hace sospechar la sorpresa que alberga en su interior.
En la ermita no hay más luz que la que entra con nosotros al abrir la puerta y la que se filtra por las ventanas diminutas. Por eso, al principio, cuesta distinguir las figuras que habitan los muros; irán apareciendo poco a poco, cuando los ojos se acostumbren a la penumbra. Los frescos, que una vez cubrieron en su totalidad la bóveda y las paredes, ahora solo son u...


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