Hace varios años que voy regularmente, a finales del mes de agosto, a la isla en la que presencié un extraordinario fenómeno geológico poco conocido y, me atrevería a decir, también, poco valorado. Y no era la primera vez que pisaba su suelo volcánico y negro, porque allí trato de desarrollar, en colaboración con una asociación local, un proyecto de registro y archivo de paisajes sonoros. Pero aquel encuentro —intenso, emocionante y revelador—, fue definitivo para reafirmar mi decisión de seguir yendo hasta aquel rincón del mundo con la ilusión y la convicción del explorador que se adentra en terrenos desconocidos en busca de las más sorprendentes maravillas, en mi caso, perceptibles al oído y susceptibles de ser capturadas con un micro y una grabadora. Un poco, como el buscador de oro que una y mil veces vuelve al mismo tramo del río en el que un día obtuvo la deseada recompensa a su esfuerzo.
Allí, en ese recóndito pedazo de lava solidificada que sigue emergiendo del océano, desfigu...


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