Nicosia es la única capital de estado dividida del planeta. La partió en 1963 el trazo que un general británico dibujó con pincel verde sobre un mapa. El muro separó turcochipriotas y grecochipriotas y dejó inutilizado el feudo del Çetinkaya, el club que desde entonces juega en el exilio.


Hay campos de fútbol de todo tipo. Los hay encima del mar, escondidos en un bosque o en el tejado de un centro comercial; algunos están inclinados, otros tienen una forma nada rectangular. Incluso recuerdo haber visto uno con un árbol incrustado en el círculo central. Nunca vi, en cambio, un campo que formara parte de una zona de seguridad bajo enormes intereses internacionales. Supongo que lo extraordinario deviene mundano en Nicosia, la única capital estatal del planeta dividida por un muro.

En el estadio Taksim la hierba crece desigual. El campo queda delimitado, a la izquierda, por parte de la muralla veneciana que rodea la ciudad antigua de la capital chipriota; a la derecha, por una grada descolorida que —se intuye— un día fue roja y amarilla. Por los escalones descienden incontables matorrales hasta el antiguo terreno de juego, irreconocible ahora entre la grava, las malas hierbas y un enorme charco de agua. La llanura que una vez acogió partidos de fútbol es ahora un solar de acceso prohibido. Y en medio se erige una torre de vigilancia de la ONU.

Un puesto de control de la ONU visto des del lado grechochipriota.

En La Venganza de la Geografía, el analista político Robert D. Kaplan nos recuerda que existen territorios que siempre estarán marcados por su posición en el mapamundi. Y la isla de Chipre es, a efectos prácticos, un portaviones indestructible que domina el este del Mediterráneo. En otras palabras: un caramelo geoestratégico. Su historia así lo demuestra: antes de Cristo ya había sido invadida por micénicos, fenicios, griegos, egipcios, hititas, asirios, persas y romanos. Dos imperios consiguieron establecer un dominio longevo y efectivo sobre la isla: el Imperio Bizantino, durante prácticamente ocho siglos, y el Imperio Otomano, entre 1570 y 1878. Durante esos períodos se desarrollaron las dos principales identidades culturales y religiosas que caracterizan la población de la isla: la helénica-cristiana-ortodoxa y la turca-islámica.

Tras la guerra ruso-turca, el Imperio Otomano cedió el control de Chipre al Reino Unido; la isla fue un protectorado británico hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, cuando se convirtió en colonia. Terminologías administrativas al margen, lo cierto es que el Reino Unido siempre vio a Chipre como un mero puesto de vigilancia sobre el Canal de Suez, indispensable en las rutas comerciales hacia la India. A mediados de siglo, los grecochipriotas —aproximadamente un 80% de la población isleña por aquel entonces— empezaron una campaña a favor de la anexión de la isla a Grecia. Por su parte, Turquía fortaleció la idea de una partición del territorio, recelosa de lo que había pasado en Creta, donde los turcos cretenses habían abandonado la isla tras su anexión a Grecia.

En 1960, Reino Unido, Grecia y Turquía acordaron las condiciones de la independencia de una República de Chipre unida, en la que grecochipriotas y turcochipriotas convivirían en armonía bajo una constitución que garantizaba la supervivencia de ambas etnias. Demasiado bonito para ser cierto. Tanto Grecia como Turquía fueron adoptando una retórica amenazante en torno a una potencial anexión unilateral de Chipre, al mismo tiempo que ofrecían soporte militar a los movimientos nacionalistas dentro de la isla. La bomba de relojería estalló en diciembre de 1963, con una escalada de la violencia entre ambas comunidades que provocó más de 500 muertos. Los turcochipriotas abandonaron la administración del Estado y los cascos azules de la ONU se instalaron en una franja que un general británico trazó con pincel verde sobre un mapa. Nicosia quedó cortada por la mitad. 

Durante los siguientes años, tanto en Grecia como en Turquía se produjeron sendos golpes de Estado que propiciaron la llegada al poder de dirigentes con una posición mucho más radical respecto al asunto chipriota: ni griegos ni turcos disimulaban ya su voluntad de anexionar la isla. En el verano del 74, la Dictadura de los Coroneles griega financió un golpe de Estado en Chipre. Cinco días tardó Turquía en enviar 30 000 soldados sobre el terreno como respuesta. El conflicto dejó más de 4 000 muertos y centenares de miles de desplazados. La línea verde que separaba Nicosia se extendió 180 kilómetros a este y oeste hasta encontrarse con el mar. Los turcochipriotas quedaron al norte de la raya; los grecochipriotas, al sur. Y el Estadio Taksim, en el limbo.

—Pronto reformaremos este espacio. Volveremos a establecer nuestro feudo en el lugar en el que siempre estuvo.

Me lo cuenta Irmak Adişanli, joven turcochipriota de 28 años, mientras observa el descampado detrás de sus gafas de sol. Irmak —que viste como un pincel— es el jefe de prensa del Çetinkaya Türk SK, el club de fútbol propietario del Estadio Taksim. Nacido en 1930 bajo el nombre de Lefkoşa Türk SK, el Çetinkaya es el decano entre los clubes de fútbol turcochipriotas. Fue, de hecho, el único con esta identidad de entre los ocho equipos que, en 1934, disputaron la primera edición de la liga de Chipre: sus siete contrincantes eran grecochipriotas.

Las oficinas del Çetinkaya limitan con la zona ‘desmilitarizada’, y en su sala de trofeos se acumulan tantas copas como polvo. Irmak señala una especie de escudo tras el cristal: es la Pakkos Shield, el equivalente a la actual Supercopa. En 1954, el Çetinkaya fue el primer club que se quedó en propiedad con el trofeo tras ganarlo tres veces. «Cuando en 2003 abrieron el paso fronterizo, muchos grecochipriotas cruzaron hacia aquí solo para ver la Pakkos Shield», cuenta Irmak. Al fin y al cabo, se trata de una de las pocas evidencias que demuestran que, en esta isla, hubo un tiempo en que se disputaron competiciones de fútbol interétnicas. No duraron mucho. «Los jugadores del Çetinkaya fueron atacados en un partido en el campo del APOEL», explica Irmak, aludiendo esta como una de las razones para la fundación, en 1955, de la federación turcochipriota de fútbol y de su propia liga. Fue mucho antes de la escalada de asesinatos entre ambas etnias; antes incluso del fin del dominio británico sobre la isla. El fútbol se adelantó a los acontecimientos que estaban por venir.

Un gato pasea por encima del muro de bidones en la calle Ious.

Con el Estadio Taksim inutilizado, el Çetinkaya disputa sus partidos en el Estadio Atatürk, el mayor de todo el territorio controlado por los turcochipriotas. «Todos los equipos de la parte norte de la ciudad, menos uno, juegan en el Atatürk», reconoce Irmak mientras conduce en dirección al campo de entrenamiento del Çetinkaya, situado en las afueras de la capital. Allí nos espera Hakam Sermayie, el técnico del primer equipo. Rapado, con barba canosa y una sonrisa permanente, Hakam ilustra el peso social del Çetinkaya con una anécdota.

—Una vez, mientras conducía por la parte grecochipriota, la policía me paró por exceso de velocidad. Me llevaron a comisaría, pero cuando les dije que entrenaba al Çetinkaya y que por su culpa llegaría tarde al entrenamiento, se pusieron firmes, me pidieron disculpas y me dejaron marchar. En el otro lado del muro saben que, si no fuese por la situación política, el Çetinkaya podría ser el mejor club de fútbol de toda la isla.

El orgullo por el escudo es compartido también por el capitán del equipo, Serkan Önet.

—Llevo siete años aquí y para mí es un privilegio enorme capitanear al club con más historia de este país. Solo cambiaría la situación de nuestra competición para optar a algo más que ganar la liga. No podemos disputar torneos europeos, no podemos jugar contra clubes extranjeros… ¡ni siquiera amistosos!

Detrás de Serkan, ahí a lo lejos, diviso la mayor bandera que haya visto en mi vida. Está pintada sobre la ladera de una montaña, a una decena de kilómetros de nuestra posición. Es exactamente igual que la turca, pero con el rojo y el blanco invertidos y con dos franjas rojas horizontales añadidas: se trata de la bandera de la República Turca de Chipre del Norte, país independiente desde 1983, solo según Turquía. El resto de la comunidad internacional no lo reconoce; defiende que la soberanía sobre toda la isla pertenece a la República de Chipre, de mayoría grecochipriota y miembro de la Unión Europea.

Pienso en aquellos que dicen que fútbol y política no tienen nada que ver: cambiarían de opinión en un par de minutos de charla con Serkan. La federación turcochipriota de fútbol sufre, en términos futbolísticos, el mismo embargo que la República Turca de Chipre del Norte padece a nivel político y económico. Ese aislamiento provoca que el fútbol turcochipriota no pueda competir con el grecochipriota.

—Entiendo que algunos jóvenes vayan a jugar al otro lado del muro. Allí tienes opciones de disputar competición europea y de progresar en tu carrera —lamenta el veterano Serkan.

—¿Tú aceptarías fichar por un equipo grecochipriota? —le pregunto.

—Solo si fuese para jugar en una liga conjunta que incluyera equipos de ambos lados del muro.

La competición liguera en la República Turca de Chipre del Norte obliga a tener siempre alineado, como mínimo, a un jugador menor de 21 años. Enganchar a los jóvenes es la forma de asegurar la continuidad del fútbol en esta tierra de nadie. Porque la burocracia no lo hará:

—Los contratos que firmamos con los jugadores no tienen validez, porque nuestro país no está reconocido a nivel internacional. Si un club extranjero quiere fichar a uno de nuestros futbolistas, puede hacerlo sin pagar ni una lira. Solo tiene que convencerle para que abandone el país —me cuenta resignado Eralp Ülunay, el joven vicepresidente del Çetinkaya.

Las palabras de Eralp me hacen pensar en la información que leí en la página web del Ministerio Español de Asuntos Exteriores: allí se alerta a los visitantes de que, mientras se encuentren en la parte norte de la isla, carecerán de cualquier cobertura. Dicho de otro modo: a efectos legales, ahora mismo es como si estuviera en una especie de realidad paralela. Solo Turquía considera que me hallo en territorio legítimo. Por ese motivo, mi única opción para volar hasta aquí fue con Turkish Airlines, vía Estambul.

Los jugadores del Çetinkaya entrenando con la bandera de la República Turca de Chipre del Norte al fondo.

La legislación internacional —la misma que cataloga a ciertas personas como ‘ilegales’— parece del todo etérea en estas calles estrechas de la parte norte de Lefkoşa (‘Nicosia’ en turco). Los dirigentes mundiales hacen como si los 300 000 turcochipriotas que habitan aquí no existiesen: ni Serkan dedicándose al fútbol, ni esos ancianos bebiendo té y jugando al backgammon, ni ese joven que reza en la impresionante catedral de Santa Sofía —reconvertida en la mezquita Selimiye—. Ni siquiera el gato que vigila los zapatos en la entrada les parecería real.

Pau —el fotógrafo que me acompaña— y yo volveremos a existir en el momento en que crucemos el muro. Digo ‘muro’ porque, tal y como me alertaron desde la Embajada de Chipre en España, usar el vocabulario adecuado es clave para no difundir conceptos equivocados. Utilizar el término ‘frontera’ implicaría elevar a la República Turca de Chipre del Norte a la misma posición que la República de Chipre. Por eso, los que quedan al sur de la pared hablan de «puntos de control hacia el territorio ilegalmente ocupado». En fin, yo lo que veo es un muro. Hecho a veces a base de piedra, a veces de alambre, a veces de bidones. Lo observo fijamente hasta que un soldado de la ONU se cansa de mi curiosidad y me invita a dar media vuelta. Es entonces cuando descubro, en una farola, una pegatina con el lema #UniteCyprusNow (#UnidChipreAhora).

Al otro lado del muro, Constantinos Shiamboullis me revela que ese hashtag lo tiene muy crudo para cambiar la realidad. Él fue testimonio directo del mayor intento de aproximación entre grecochipriotas y turcochipriotas de las últimas décadas. Constantinos es el jefe de prensa de la federación chipriota, y estuvo presente en las negociaciones que pretendían dotar a la federación turcochipriota de un reconocimiento internacional. De entre todos los puntos destacaba un principal escollo: la federación turcochipriota debía aceptar formar parte de la federación chipriota. No fue un problema para su presidente; sí lo fue para Turquía, que lo vio como una concesión inaceptable.

«Negociamos con gente de mente muy abierta, siempre con la intención de llegar a un acuerdo. Lo firmamos en Zúrich en noviembre de 2013, pero todo se fue al traste cuando lo tuvieron que ratificar los políticos turcos», recuerda Constantinos, resignado. El fútbol pudo ser una suerte de prueba piloto para una futura convivencia entre grecochipriotas y turcochipriotas, pero nunca llegó a concretarse. «La política es mucho más poderosa que el fútbol», sentencia Constantinos. Y a continuación enciende un cigarrillo con una mano mientras con la otra se rasca su cabello canoso.

La frase de Constantinos cuantifica el peso específico de dos conceptos —fútbol y política— que en Chipre van de la mano. Tal como nos informó Marius, un taxista de la ciudad, «en este país, el equipo al que apoyas es el partido al que votas». En esta parte del muro, los polos opuestos del espectro político los representan el APOEL y el Omonia, los equipos que protagonizan el «Derbi de los enemigos eternos». APOEL es un acrónimo que se traduciría como ‘Club de Fútbol Atlético de los Griegos de Nicosia’. Al Omonia lo fundó una escisión de futbolistas del APOEL que, en 1948, no toleró que el club se posicionase en contra de los comunistas durante la guerra civil griega. Desde entonces, el Omonia aglutina a la izquierda política de la capital, y el APOEL, a la derecha. Esta noche vuelven a enfrentarse; será el duelo número 144 entre ambos.

El escenario del derbi es el estadio GSP —el de mayor capacidad del país, con 23 000 asientos—, situado a unos ocho kilómetros del centro de Nicosia, dirección sur. Una distancia considerable, sobre todo si no dispones de coche privado. El transporte público en la isla es tan primario que, de entrada, ya sabemos que no circulará ningún autobús cuando finalice el encuentro. Desde la tribuna de prensa, en la parte más alta del estadio, veo con nitidez cómo muy a lo lejos, dirección norte, se ilumina gradualmente la enorme bandera de la República Turca de Chipre del Norte. La montaña sobre la que está pintada está a más de 20 kilómetros de distancia.

El partido transcurre entre imprecisiones y entradas desmedidas; el APOEL impone su lógica —ha ganado las últimas seis ligas— y se lleva la victoria por 1-2. Al finalizar el encuentro nos reunimos con Maria, una joven camarera de pelo rubio liso y ojos verdes que se ha ofrecido a devolvernos al centro de Nicosia. Ya montados en su coche, Maria explica que sus padres —grecochipriotas ambos— nacieron en ese territorio que en la actualidad controlan los turcochipriotas.

—Los expulsaron del lugar donde crecieron. Hace unos años cruzamos hacia el otro lado para visitar sus antiguas casas y pude comprobar hasta qué punto el sentimiento sigue latente.

—La posible reunificación de la isla… ¿Es una cuestión generacional? —le pregunto.

—Mucha gente todavía no está preparada, sobre todo aquí en Nicosia. Hay otras ciudades, como Limassol —situada en la parte sur de la isla— donde no han visto un turco en su vida. En Nicosia tenemos el muro y la línea verde, es un recordatorio constante.

—¿Existe una solución?

—Se podría hacer una prueba de convivencia dentro de las murallas de la ciudad antigua. Al fin y al cabo ya somos vecinos, pero con un muro entre nosotros. A mí, por ejemplo, la llamada a la oración de sus mezquitas me ayuda a conciliar el sueño.

Bajamos del coche y nos despedimos de Maria para bordear el muro por última vez. Las banderas —además de los omnipresentes gatos— flanquean nuestro paseo final. En este lado, hechas con tela, ondean con timidez la de la República de Chipre y la de Grecia; en el otro lado, pintadas sobre metal, se mantienen firmes la de la República Turca de Chipre del Norte y la de Turquía. En el punto de control de la calle Ledra mostramos el pasaporte dos veces. La primera, a un oficial grecochipriota que cree que me dirijo a un territorio hostil; la segunda, a un policía turcochipriota que considera que cruzo desde un país opresor. Mi enésima reflexión interna sobre fronteras, países y banderas se ve interrumpida por el inicio de la llamada a la oración. Sonrío. Al otro lado del muro, Maria ya puede dormir tranquila.

 

Fotografías de Pau Riera Dejuan