Una vez llegados a la aldea de Cadafresnas intuimos que de poco van a sernos de ayuda los prismáticos. En parte por la neblina de esa mañana fresca que desmiente los calores de la canícula. Y en parte también porque, desde el primer momento, cae uno en la cuenta de que para avistar desde lejos las edificaciones desmoronadas de las que nos han venido hablando desde hace algún tiempo, habrá que internarse aún por los salientes de la montaña en empinado declive.

Desde la lejanía de Cadafresnas no se advierte apenas más que el rastro de un par de escombreras. Cataratas de material de desecho que, desparramándose por la ladera como glaciares pétreos, permanecen quietas, inmóviles y medio sepultadas por una vegetación tupida que ha ido arrebatando terreno a la devastación causada en su día por la agresiva actividad minera de tiempos muy pasados. Es sólo entonces cuando descubrimos en la ladera escarpada un primer agujero en la roca. Y no es el único, pues acto seguido notamos una segunda abertura no muy distante. Para dar con las entradas de las galerías mineras nos ha bastado ir barriendo hacia lo alto, con la ayuda de nuestros prismáticos, la masa de morrillos de aquel alud grisáceo que se vierte desde un punto alto de la falda oriental de la Peña del Seo. Hasta aquellas diminutas manchas oscuras medio ocultas entre arbustos asciende un sendero, como así constataremos en un par de horas. Un sendero que en su último y zigzagueante tramo, más allá del poblado minero abandonado y en ruinas, busca por fin elevación panorámica.

Desde la modestia de sus 1 582 metros de altitud, la cumbre de la Peña del Seo asoma a una hondonada que ha excavado el arroyo de la Barrera y que pudiera tal vez dar nombre al entero valle. Por más que nadie haya podido aún confirmárnoslo. Y es que a esas primeras horas de la mañana no hay quien transite aún por las calles quietas de Cadafresnas. Ni tampoco hay nadie a quien poder consultar sobre si es (o no) potable el agua que cae a chorro en el lavadero de piedra antigua. A saber… Pero acercamos igualmente las cantimploras al caño recelando de que, más allá de Cadafresnas, vaya a ser complicado dar con alguna fuente. En tiempos en los que la explotación minera se hallaba funcionando a pleno rendimiento, el agua canalizada desde manantiales diseminados por el monte se acumulaba en un depósito que garantizaba el suministro capilar a las numerosas viviendas de quienes estaban involucrados en la explotación de las vetas del wolframio. Pero a saber en qué habrá parado todo…

Desde la modestia de sus 1 582 metros de altitud, la cumbre de la Peña del Seo asoma a una hondonada que ha excavado el arroyo de la Barrera y que pudiera tal vez dar nombre al entero valle

La pista que de la aldea de Cadafresnas lleva al poblado es ancha y con un firme razonablemente batido. Comprenderemos el motivo al llegar a los edificios en que residían de modo estable, durante todo el año, las familias mineras. Sólo entonces ataremos del todo los cabos al constatar que por entre los tabiques de las casas medio desmoronadas asoma la cornamenta de las vacas que forman rebaño. En aquel lugar solitario y allí guarecidas pasan a buen recaudo parte de los meses de verano, esperando las horas de calor antes de salir de los establos improvisados en busca de hierba que poder pastar. Hasta ahí suponemos que acudirá, al amanecer y al crepúsculo, su propietario. A lomos del todoterreno cuyos neumáticos han dejado rastro no muy profundo en la superficie de la pista de tierra.

Álida, Roberto y yo caminamos sin ninguna prisa, avanzando por entre la neblina que todo lo difumina. Que todo difumina, salvo aquella cumbre lejana de la Peña del Seo en cuya dirección nos encaminamos. Es una montaña vieja y erosionada. Sin apenas aristas, ya que los vientos y las lluvias las fueron moldeando a conciencia en el curso de los milenios. Una cumbre tan vieja y desgastada que apenas destaca en el skyline de la olla berciana, esa comarca por la que las gentes castellanas pudieron (de haber querido) ir al encuentro de la Galicia muy interior. Son pocos, de hecho, quienes se aventuran por esos senderos limítrofes con la provincia de Lugo. Se diría que sólo Chano parece haber sucumbido a la atracción magnética de esta montaña fronteriza.

Chano es, de hecho, de los pocos (que yo sepa) que en estos veranos en que he estado frecuentando las orillas del Sil a su paso por el Bierzo Bajo, ha sentido el impulso reiterado de ascender hasta aquella cumbre. No cumplió con ello en sus años mozos, sino que esperó para hacerlo a cuando alcanzó la edad de jubilación. La víspera de nuestra excursión y al arrimo de una mesa en la terraza del Bar Aira, Chano ha estado contando que desde pequeño se había ido familiarizando con el perfil de la Peña del Seo que se recortaba a lo lejos, al oeste de la población de Villadepalos en la que reside. Era, en realidad, el horizonte que su mirada avistaba cada mañana, tan pronto salía de casa, ponía pie en la calle y dirigía su mirada a poniente. «Pero ascender a su cumbre, lo que se dice ascender, fue sólo al retirarme». Y desde aquel día han sido numerosas las ocasiones en las que ha cumplido con aquella excursión, como vencido por la curiosidad de contemplar a solas el valle del Bierzo Bajo desde el otro lado de la barrera de montañas. Y así, desde aquella altura, por el simple placer de cumplir con un acto sin trascendencia ninguna, librarse a la contemplación de aquel pueblo suyo que creció en torno a la confluencia de los cauces del Sil y del río Cúa. Un necesario cambio periódico de perspectiva. Y es que llevad a alguien a una buena altura y veréis lo poco que tarda en convertirse en todo un voyeur. Ha sido, pues, Chano quien ha guiado hoy nuestros pasos. Aunque fuera sobre el papel y con sus palabras, pues una lesión en la rodilla le ha impedido acompañarnos.

De camino a los vestigios de la explotación minera nos impone respeto el paisaje de quebradas. Me da por pensar que de haber estado ocupada por un océano la cavidad de aquella sima que bordeamos, el poblado de La Piela se hallaría hoy recostado en el promontorio de una ensenada profunda y se reflejaría su perfil en la superficie rizada del agua. Como las ruinas del castillo de Tintagel sobre el mar de Cornualles. Aunque escondido aquel en un golfo tan resguardado que se comprende bien ahora que por la mañana, recién llegados a Cadafresnas, no alcanzáramos a ver traza de los edificios que sirvieron de cascarón a los mineros. Y se comprende que no sea sino hasta doblar el primer recodo, y cuando ya hemos dejado atrás un buen trecho de la pista que inicia en Cadafresnas, cuando empiezan a mostrarse los pabellones de tejados desfondados. Divisamos, al fin, los poderosos muros de piedra entre los que crece la maleza salvaje. Entre 1953 y 1957, en el único lustro que este poblado contó con colonos de alta cota, quienes ahí vivían sólo podían ver, asomándose a las ventanas de su vivienda, barrancos, bosques y las construcciones de cemento armado en torno a las cuales se desplegaba la actividad minera.

Sigue siendo un lugar salvaje y solitario en el que no son necesarias sesudas consultas cartográficas (por más que al regreso a casa la navegación por el portal del Instituto Geográfico Nacional nos revela que hemos estado andando no muy lejos de una llamada Campa dos Lobos) para adivinar que lo frecuentan las alimañas. Hoy como antaño. Y hasta pudiera ser que hoy más que antaño, teniendo en cuenta que en Cadafresnas quedan residiendo durante las cuatro estaciones tan sólo una veintena de vecinos estables. Y es que nos hallamos ante uno más de los innumerables epicentros leoneses de la España vaciada.

Fue este un dominio de maquis. De aquellos huidos o escapados (llámelos el lector como sea más de su gusto) que en las sierras leonesas, una vez caída Asturias en 1937 y con ella cerrado a cal y canto el único corredor seguro por el que poder ponerse a salvo, contaban con asperezas suficientes donde lograr guarecerse. Y también desde las que salir a descubierto cuando lo requería la necesidad imperiosa de un ajuste de cuentas. Así fue en la vecina Dragonte, a escasos cinco kilómetros de Cadafresnas, donde tal que un 21 de octubre de 1945, en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen y en plena celebración litúrgica, la partida de Evaristo González asesinó ante sus feligreses a don Recesvinto, el cura-párroco que oficiaba y que en aquel preciso instante estaba procediendo a la consagración. Una valleinclanesca comedia bárbara que surtió de materia narrativa a Raúl Guerra Garrido para su El año del wólfram, novela finalista del Premio Planeta en 1984. Teniendo por filón temático el wolframio. Siempre el maldito wolframio…

Fue este un dominio de maquis. De aquellos huidos o escapados que en las sierras leonesas, una vez caída Asturias en 1937 y con ella cerrado a cal y canto el único corredor seguro por el que poder ponerse a salvo, contaban con asperezas suficientes donde lograr guarecerse

Pero los años que a Raúl Guerra Garrido le sirvieron de trasfondo para su exitosa novela fueron los de la extracción asalvajada del mineral. Los años cuarenta… Una posguerra dominada por el franquismo autárquico… Una guerra europea y mundial con bandos beligerantes que andaban combatiéndose por frentes bélicos alejados de este lugar dejado de la mano de Dios… Con contendientes deseosos por igual de hacerse con la mayor cantidad posible de aquel wolframio que iba a asegurarles poder contar para sus respectivas industrias bélicas con «aleaciones de acero duras y resistentes» (sic DRAE dixit)… Cuando aún ninguna empresa competía por las licencias de extracción y las faldas de la Peña del Seo eran poco más que escenario de cartón piedra frente al que parodiar el lejano oeste americano… Con mineros improvisados en pos de la veta que pudiera proporcionarles un bienestar efímero… Esa, en definitiva, la arcilla primordial con la que el novelista, madrileño de nacimiento y berciano de adopción, trabajó en los ochenta del siglo pasado.

Las ruinas de la colonia solitaria por entre cuyos muros de piedra caminamos ahora ya en silencio, como aventurándonos por las callejuelas de una Comala materializada allá en el extremo occidental de El Bierzo, nos cuentan en cambio de tiempos algo menos melodramáticos. De fines del año 1952, si hemos de dar crédito a los pocos datos que hemos anotado tras leer el panel informativo que la Junta Comarcal de El Bierzo ha tenido a bien colgar a la entrada del poblado minero de La Piela. Es aquella la fecha en la que iniciaron las obras de edificación «a cargo de la empresa domiciliada en Bilbao Construcciones Corominas (¡maldita sintaxis!), con un coste de 250 000 pesetas de las de entonces».

Mmmmm… Dejémonos tentar por la numerología… Fueron cuarenta y una las viviendas que en poco menos de un año se edificaron. Para dar cabida a cuarenta y un familias de mineros cuyos miembros compartían sesenta metros cuadrados que se distribuían en «dos habitaciones, un baño con ducha, una pequeña cocina, salón-comedor y despensa». Solteros aparte, pues esos dormían hacinados en los sótanos de los distintos pabellones. Nada, pero que nada mal para inicios de los cincuenta y en un otero alejado de todo, a mil y cincuenta y siete metros de altitud. Con vistas a quebradas por las que en invierno debieron de rodar consistentes oleadas de nieve. La última piedra se colocó (¡es también suerte pinche!) al tiempo que la Guerra de Corea —la gran contienda que al otro lado del mundo había propiciado este visionario proyecto empresarial— iniciaba a dar los últimos coletazos. A punto de caramelo, pues, para que todo terminara convirtiéndose en una calamitosa inversión.

Tan calamitosa que el pomposo Poblado Minero de La Piela echó el cierre en 1957. Recién nacido. Apenas cuatro años después de inaugurado y tras la rescisión del acuerdo que «los americanos» (así en el mencionado panel aparece toscamente descrita la parte contratante de la primera parte) habían estipulado con la empresa Montesur. Fue el estallido repentino de la pompa de jabón. Fue el final abrupto de un proyecto con el que alguien —acaso un visionario Fitzcarraldo nacido en la piel de toro— quiso impulsar la fundación de una urbe industrial entre nubes y a los pies de la lejana y solitaria Peña del Seo. Y así esa colonización intrépida en las alturas remotas de la montaña leonesa agonizó cuando no se había cumplido ni siquiera el primer lustro de existencia. «Tras el cese de la actividad (así prosigue el autor anónimo del texto explicativo) muchos trabajadores pasaron a ocupar puestos en la minería surgente de carbón en las cuencas mineras bercianas, o probaron suerte en los cotos mineros Wagner y Vivaldi, relacionados con la minería del hierro. De esta manera, la minería de la Peña del Seo fue una escuela de mineros para otras explotaciones posteriores». Vaya, vaya… Llamativos, n’est-ce-pas?, los nombres de dichos cotos mineros de acogida… Conque Wagner y Vivaldi… La prueba quizás de la que iba yo en busca. Sabedor de que el espíritu megalómano del melómano Fitzcarraldo, volcado vocacionalmente a urdir proyectos fallidos, no podía andar demasiado lejos de esas latitudes peninsulares extremas.

Husmeamos un rato largo por entre las edificaciones que hoy okupa el rebaño pacífico de reses rumiantes y nos persuadimos de que poco más hay que ver aquí, entre los cascotes de los caserones de tejados desfondados por los que en invierno caerá abundante la nieve y se amontonará esta al arrimo de las paredes maestras de piedra que, por puro milagro, siguen manteniéndose todavía en pie. Proseguimos, pues, el camino hacía la embocadura de las galerías que se hallan a un centenar de metros más arriba. Por un zigzagueante sendero que al poco se abre paso por entre la maleza salvaje que Dios quiera que termine cubriéndolo todo dentro de unas pocas décadas. Y ahí, en un recodo algo más amplio del sendero, contemplamos por última vez las ruinas del poblado espectral que se halla ahora a nuestros pies. El cual se nos manifiesta por última vez a la manera de un espejismo que tomara cuerpo entre la neblina. De repente se nos antoja un Machu Picchu en el que pudiera cifrarse nuestra fantasmagórica era industrial. Y entre cuyas paredes de piedra tantos sueños, ilusiones y deseos de gentes humildes debieron de germinar. Para luego desmoronarse uno tras otro. Con la misma lentitud de los bueyes que pasan sobre la nieve. Que la naturaleza retome ahora cuanto le arrebatamos. Y que es suyo y sólo suyo.


Las tres Venecias. Viajes por la Italia mitteleuropea

Jorge Canals Piñas

La línea del horizonte, 2020