En el territorio de Aponte, en los Andes colombianos, viven cuatro mil indígenas ingas. A finales de los 80 abandonaron su agricultura, plantaron inmensos campos de amapolas para heroína y ganaron mucho dinero. A cambio pagaron un impuesto en sangre: el despliegue del narcotráfico, la ocupación de las guerrillas, los ataques paramilitares y las invasiones del Ejército dejaron unos 120 muertos en pocos años. En 2003, jóvenes ingas constituyeron el primer gobierno autónomo del territorio y se reivindicaron como wasikamas (guardianes de la tierra). Lanzaron un comunicado: nosotros somos la autoridad, vamos a erradicar las amapolas, los grupos armados deben marcharse antes de ocho días.
Del centenar de asesinatos que desangraron este pueblo durante los años de la amapola, hay uno del que me hablan con más frecuencia, más detalle y más conmoción.
—Allá abajo fue —señala Elder Chindoy—, en esa curva.
Elder es un indígena inga de 30 años que se gana la vida criando vacas y que estos días me lleva de paquete en su moto, pista arriba, pista abajo, por el territorio autónomo de los ingas de Aponte. Es un chico robusto de cara redonda color avellana, ojos divertidos y risa fácil, perilla fina y pelo encrespado con gomina, que viste chaqueta y pantalones vaqueros; un chaval dicharachero al que le gusta abrir gas y culebrear entre los socavones del camino para impresionarme. Pero en estas alturas apaga el motor y se queda en silencio. Nos asomamos al barranco y me señala una pista de tierra que serpentea allá abajo por las laderas de cafetales.
—En esa curva del río mataron a la profesora.
Habla en susurros, con pausas largas.
—Era la novia de mi hermano.
Estamos a unos 2.500 metros de altitud. Alrededor se elevan los Andes tropicales con todo el muestrario de verdes —verde selva, verde potrero, verde chagra, verde cafetal, verde guineo, verde granadillo, verde aguacate—. Es una cordillera muy trabajada. Por todas partes se ven pistas, trochas, cercas, plantaciones, huertas, ranchitos desperdigados de ladrillo y chapa que cuelgan en laderas verticales. En el fondo de los barrancos, en los ríos, nadan las truchas y la memoria de los asesinados.
—Ella iba caminando desde la escuela de Aponte hasta su casa en la vereda Fátima, allá mismo está, ¿la ve?, y la agarraron en la curva del río. Le faltaron cuatrocientos metros para llegar.
Por todas partes se ven pistas, trochas, cercas, plantaciones, huertas, ranchitos desperdigados de ladrillo y chapa que cuelgan en laderas verticales. En el fondo de los barrancos, en los ríos, nadan las truchas y la memoria de los asesinados.
La profesora se llamaba Cecilia Ordóñez Córdoba, tenía 25 años, estaba afiliada a un sindicato de maestros, trabajaba con niños y niñas de preescolar, y el 20 de noviembre de 2002 salió tarde de una reunión.
—La guerrilla había implantado el toque de queda. Cualquiera que estuviera en la calle después de las seis era objetivo militar —me explicará Fernanda Villota, secretaria del cabildo indígena—. La profesora Cecilia no llegó a su casa. Al día siguiente la gente del pueblo organizó una marcha con banderas blancas, con sábanas, camisas, manteles, todo blanco para que no nos dispararan, y salimos a buscarla. Yo tenía entonces siete años. Los niños de la escuela también fuimos en la marcha, todos con el vestido propio, nuestro uniforme indígena blanco y negro, a buscar a nuestra maestrita. Fuimos por la pista hacia su casa y enseguida la encontramos, en la curva del río, colgando de unos arbustos en el barranco. Yo vi que del bolso se le había caído un queso. No lo olvidaré nunca.
Villota tampoco olvida los juegos interrumpidos de su infancia.
—Los niños jugábamos a canicas en la calle y muchas veces salíamos corriendo porque se agarraban a tiros en mitad del pueblo. Allá se quedaban las canicas. Nosotros nos metíamos en la chagra detrás del colegio, entre los plátanos y los cafetales, para cubrirnos. A cada rato mataban.
***
Elder me sube y me baja por las montañas para visitar los cafetales, las plantaciones de granadillo, la piscifactoría donde compramos un par de truchas para la cena, los cultivos de amapolas al otro lado del río. De cada bulbo de esas flores rojas, rosas y violetas extraen medio gramo de látex con el que otros producirán heroína.
—Al otro lado del río ya no es territorio inga. En nuestro resguardo no queda ni una amapola, pero alrededor hay harta.
Los ingas son los descendientes de los incas en el extremo norte de su antiguo imperio, hablantes de una variante del quechua, con un sistema propio de gobierno, justicia, educación, medicina y espiritualidad. Se cuentan 28.000 ingas en el sur de Colombia, entre los Andes y el Amazonas, 3.600 de ellos en este resguardo indígena de Aponte, dentro del municipio de El Tablón de Gómez, departamento de Nariño. En este resguardo de 223 kilómetros cuadrados (un poco más que la sierra de Aralar) también viven otros seiscientos campesinos que no se consideran indígenas.
Al caer la tarde, Elder me lleva de regreso al modesto casco urbano de Aponte. Es un pueblo asentado en una repisa temblorosa de los Andes, atravesado por una grieta que hace nueve años se abrió despacio, avanzó durante un kilómetro, se tragó poco a poco decenas de casas, agrietó muchas otras y arruinó la iglesia, el cabildo y la escuela. El centro fue la zona más afectada: ahora solo queda una plazoleta con la iglesia reconstruida y la única calle pavimentada entre dos hileras de casitas de colores. A partir de aquí se extiende en todas direcciones una maraña de calles de tierra con socavones, que suben y bajan por barrios de casas humildes de una o dos plantas, algunas pintadas con alegría blanca, azul, verde o naranja. En esta cuenca entre montañas resuenan los gritos de los niños en el patio del colegio; el festival de gallos, perros y pájaros; el trote de los caballos que transportan sacos de cemento y tubos de aluminio que van rozando el suelo; hasta que todos los sonidos quedan sepultados bajo una avalancha de bachata que sale del amplificador de unos obreros en el andamio con un estruendo que amenaza con derribar la cordillera. Así termina la jornada laboral a las seis de la tarde, con el mismo estrépito empezará mañana a las seis de la mañana.
En esta cuenca entre montañas resuenan los gritos de los niños en el patio del colegio; el festival de gallos, perros y pájaros; el trote de los caballos que transportan sacos de cemento y tubos de aluminio que van rozando el suelo; hasta que todos los sonidos quedan sepultados bajo una avalancha de bachata que sale del amplificador de unos obreros en el andamio con un estruendo que amenaza con derribar la cordillera.
Doña Mileydi Guerrero sirve cenas en una salita a ras de calle, en los bajos de los albergues que construyeron para alojar provisionalmente a los desplazados por la grieta de 2015 y, si hace falta, al periodista que ha aparecido por el pueblo. Esta noche sirve sancocho: una sopa a base de papa, yuca, plátano y carne de res.
—En los tiempos de la amapola hacíamos una compra bien grande los viernes, para no tener que salir de casa los sábados y domingos. El pueblo se llenó de gente de fuera a trabajar en los campos y a hacer negocios, vinieron muuuchos porque se movía harta plata. El fin de semana todo era fiesta de alcohol, drogas, prostitución, peleas y tiros. Los lunes salíamos a ver a quién habían matado.
Acá mandaba la guerrilla, me dice Fernanda Villota la mañana siguiente, mientras me pasea por el pueblo para visitar la escuela, el centro de salud, la secretaría de justicia indígena. Villota, la secretaria del cabildo, es una mujer de 29 años, ojos claros y pómulos marcados, que viste pantalones vaqueros, camiseta de rayas y una chaqueta deportiva. Me cuenta que los guerrilleros habían instalado su campamento en la vereda Tajumbira, un barrio rural montaña arriba, y desde allí controlaban el casco de Aponte y el negocio de las amapolas, su fuente de financiación para combatir al Estado.
El fin de semana todo era fiesta de alcohol, drogas, prostitución, peleas y tiros. Los lunes salíamos a ver a quién habían matado.
—Ellos ponían sus normas y sus castigos —cuenta Villota—. Al que tenía plata le cobraban una multa. Al que no la tenía lo mandaban a hacer trabajos, por ejemplo a abrir caminos con pico y pala. A muchas mamitas las obligaban a barrer la calle y les colgaban un cartel: «Castigada por pelear», «castigada por infiel», cualquier cosa.
La guerrilla se ensañó con las mujeres que le salían respondonas, sobre todo con aquellas jóvenes que en los primeros años del siglo XXI impulsaban un movimiento incipiente de autonomía indígena.
—A la profesora Cecilia la mataron por romper el toque de queda… pero eso fue la excusa —me dirá Maribel Flórez, 42 años, que en aquellos años fue alguacila de la guardia indígena y gobernadora suplente del territorio, ahora productora de vino y artesanías—. A Cecilia la mataron para asustarnos. Ella no era indígena, venía del municipio vecino, pero trabajaba aquí, nos apoyaba, participaba en nuestros proyectos. Eso no le gustaba a la guerrilla. En esos años hubo muchas muertes en el pueblo pero nunca se había visto nada así. Matar a una profesora y tirarla al barranco… Eso fue un aviso para todas.
A la profesora Cecilia la mataron por romper el toque de queda… pero eso fue la excusa. A Cecilia la mataron para asustarnos.
Fue un aviso porque una generación de ingas jóvenes estaba impulsando una recuperación audaz de su territorio, en contra de los guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes. Recibían amenazas de muerte. Caminaban por el pueblo y se imaginaban los últimos minutos de la profesora Cecilia, cómo será que te aparezca un grupo de hombres armados, que te detengan, te rodeen, te lleven bosque adentro, cómo será que te coloquen en el borde de un barranco mirando al río, que se aparten todos menos uno, cómo será intuir el brazo que se levanta a tu espalda y acerca la pistola a tu nuca.
***
Las guerrillas llegaron a Aponte a finales de los años 80. Primero apareció el Ejército de Liberación Nacional (ELN), luego el Ejército de Liberación Popular (ELP) y al fin se instaló la guerrilla más potente de todas: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). En sesenta años de conflicto con el Estado, las FARC y otros grupos de izquierdas mataron a unas 35.000 personas en toda Colombia y se financiaron con secuestros, narcotráfico y minería ilegal, según el Centro Nacional de Memoria Histórica. En este departamento de Nariño, los guerrilleros obligaron a los campesinos a sembrar amapola en las zonas altas y coca en las bajas, para producir la heroína y la cocaína con las que se financiaban. Establecieron campamentos desde los que lanzaban ataques contra las estaciones de la Policía, saqueaban los pueblos para aprovisionarse y construían caminos —con la mano de obra de sus propios guerrilleros o de campesinos castigados— para ampliar las rutas del narcotráfico y comunicarse con otros frentes guerrilleros en las montañas y las selvas de la región.
A partir del año 2002 llegó el contraataque paramilitar en Nariño: las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) se internaron en el territorio atacando a las guerrillas y a las comunidades campesinas que consideraban cómplices de los guerrilleros. Estos grupos de derechas participaron durante diez años en el conflicto colombiano con una estrategia de crueldad extrema, masacres, torturas, expulsiones masivas y alrededor de 94.000 asesinatos (las Naciones Unidas les atribuyen el 80% de los civiles asesinados). Contaron con el apoyo de políticos del más alto nivel, la connivencia de jueces y fiscales, la financiación de grandes empresarios, terratenientes, agroganaderos y narcotraficantes, y un «respaldo sin límites de militares y policías», según una sentencia del Tribunal Superior de Bogotá en 2014 sobre los delitos paramilitares en el departamento de Nariño.
Estos grupos de derechas participaron durante diez años en el conflicto colombiano con una estrategia de crueldad extrema, masacres, torturas, expulsiones masivas y alrededor de 94.000 asesinatos.
Los paramilitares querían destruir un movimiento social de campesinos, indígenas, sindicalistas y estudiantes que se estaba extendiendo con éxito por las montañas y las selvas del sur de Colombia, guiado por las guerrillas de izquierdas, y querían controlar la producción tan lucrativa de cocaína y heroína.
En abril de 2003, cuando los paramilitares ya controlaban la mayor parte de la región, dejaron paso al Ejército para que lanzara un ataque de trece días contra las FARC en el municipio de El Tablón de Gómez, del que forma parte el territorio indígena de Aponte. Unas 1.400 personas huyeron en medio de la batalla y perdieron sus casas, tierras y animales.
Era la época en la que los ingas jóvenes se estaban organizando para expulsar a guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes. No tenían más armas que los bastones de madera tallada que representan la autoridad comunitaria y un puñado de ideas claras y poderosas.
***
Los ingas jóvenes convocaban a los taitas, los hombres mayores dignos de respeto en la cultura quechua, los médicos tradicionales, los chamanes que dirigían ceremonias comunitarias nocturnas en las que cientos de personas tomaban «el remedio»: el yagé, la ayahuasca, la planta sagrada amazónica con la que se elabora una bebida alucinógena. El yagé provoca vómitos: así uno se purga, dicen los ingas. Y enseguida empiezan las visiones. Los taitas intepretan esas visiones como mensajes de la madre tierra para orientar a la comunidad.
Don Querubín Janamejoy es uno de los taitas que dirigía aquellas ceremonias. Es un hombre de 62 años, pelo entrecano, cara cobriza, nariz ancha y sonrisa mellada, que habla largo, indiferente a las repreguntas, con el aplomo de quien se sabe autoridad. Me recibe en su modesta casa de una planta, en una salita oscura con tres sillones y paredes agrietadas, en el mismo borde de la grieta que se abrió en 2015.
—Una casa me la reventaron con un bombazo, otra se la tragó la tierra, esta otra me la prestaron y en cuatro o cinco años se va a caer.
Para la ocasión se ha vestido la cusma —la túnica negra tradicional de la que asoman las mangas de una camisa blanca—, un sombrero de cuero de ala ancha y un collar de chaquira de colores muy vivos, de cuentas naranjas, amarillas, rojas, azules, verdes, blancas, negras, que componen el rostro de un tigre (símbolo de los taitas) y las figuras de cuatro loros (símbolos de los consejeros). En sus manos gruesas de campesino sostiene la makana, el bastón de madera tallada con cintas de colores que representan las instituciones indígenas. Me estrecha la mano con fuerza.
—¿Cómo está, don Querubín?
—Vivo, gracias a Dios —y se ríe.
Se ríe porque lo han intentado matar media docena de veces y cree que cada uno lleva escrito el día de su muerte y no le llegará antes. Hasta entonces sigue un principio inga: kausankamalla, mientras sigamos vivos. Mientras sigamos vivos, tenemos que dar lo mejor de nosotros para los demás.
—Y nosotros llegó un momento que vimos claro que no podíamos seguir tumbando árboles, echando machete y plantando amapola, porque se nos estaban secando los ríos y porque la violencia estaba arruinando la comunidad.
El cambio no resultó nada sencillo, porque la amapola daba mucho dinero a los campesinos de Aponte y a las guerrillas. Había que convencer a unos y expulsar a otros.
—Pues yo no le echo tanta culpa a los grupos armados -dice Janamejoy-, sino que uno mismo… Mire, se lo voy a decir: yo mismo jui el que empezó con la amapola.
Janamejoy tuvo una juventud nómada. Criado por los abuelos, dejó la escuela a los 13 años y se fue a andar. De vagabundo, dice; para conocer tantas historias que había, dice; porque uno quería salir adelante y en el pueblo no había modo, dice. Recorrió los departamentos del Valle del Cauca, Quindío, Huila, Tolima, Risaralda, Caldas, prestó el servicio militar en un cuartel a orillas del inmenso río Putumayo, en plena Amazonia, y al acabar se quedó una buena temporada.
Se ríe porque lo han intentado matar media docena de veces y cree que cada uno lleva escrito el día de su muerte y no le llegará antes.
—En el Putumayo trabajé dos años en los cultivos de coca. Allá supimos que empezaba la amapola. Compañeros campesinos nos mostraban videos: estos son los campos de amapola, se está trabajando en el Perú, este producto se va a venir enseguida a Colombia y es mucho mejor que la coca. Menos trabajo y más dinero. Yo tenía trece hectáreas de coca en el Putumayo pero en ese entonces bajó el precio, bajó pa’l piso, no daba ni pa’l combustible. Así que me volví a Aponte con veintidós años. Y con la idea de la amapola dando vueltas.
Cuando regresó a Aponte a mediados de los años 80, Janamejoy se sumó a la actividad principal en ese momento.
—Tooodo el mundo tumbaba árboles. Se sacaba madera de pino, de romerillo, de amarillo, de árboles autóctonos, inmensos, que daban cuatro o cinco mil piezas. Ya no hay árboles así. La mayor parte se sacaba con serrucho, algo con la motosierra. Era una deforestación bien dura. Yo mismo cada quince días bajaba un camionao de madera.
Hacia 1986 compró más tierras en la montaña para convertirlas en potreros.
—Mi sueño era tener una finca ganadera. Dije voy a talar un poco, quebré como unas tres hectáreas, les eché candela, ya las tenía listas para sembrar el pasto. Entonces me encontré con un vecino que iba a quitar rastrojos de un terreno ahí abajo en el río, para sembrar amapola. ¡Ah, qué bueno!, le dije. Pero usted todavía tiene que echar machete, y yo tengo ya un lote listo para sembrar. ¡Ah, qué bueno!, me dijo. El hombre tenía tres kilos de semillas. Al día siguiente las sembramos en mi lote y a los veinte días aquello estaba reventadiiito de brotes. Al mes y medio ya habían crecido las planticas, bien hermosas, todo retoñado, bien bonito. Nosotros no sabíamos cómo raspar los bulbos, un día fuimos seis con los cuchillos, raspamos los bulbos y aquello chorriaaaba… Recogimos un kilo de goma entre los seis. El primer kilo.
La noticia de aquel primer kilo llegó a la región vecina del Cauca, el departamento colombiano más avanzado en la producción de amapolas para heroína, y se presentaron en Aponte los primeros compradores.
—Vinieron unos señores del Cauca, nos compraron el lote y dijeron: vamos a pagar mil pesos diarios a los jornaleros. En ese tiempo nosotros pagábamos quinientos. Contentíiisima se puso la gente. Nos pusimos a trabajar todos los días, todos contentos por la plata y porque el lujo era aprender. Regalamos la semilla a todos los que quisieron en el pueblo: ¡pues lleeeven nomás! Todo el mundo empezó a echar semilla desde la montaña hasta el río, todo p’acá p’abajo, se propagó rapidito. El territorio se llenó de cultivos, hasta en los patios de las casas había parejito.
La noticia de aquel primer kilo llegó a la región vecina del Cauca, el departamento colombiano más avanzado en la producción de amapolas para heroína, y se presentaron en Aponte los primeros compradores.
Los ingas abandonaron su agricultura a toda velocidad. Arrancaron huertas, frutales, prados y bosques para convertirlos en campos de amapolas, más campos y más campos y más campos de amapolas, hasta cubrir el territorio con una alfombra de flores rojas, rosadas, violáceas, una alfombra reluciente por la que enseguida sobrevoló una sombra: enseguida les cayeron las guerrillas.
-La guerrilla sí, la guerrilla incentivó la amapola, animó a los campesinos a cultivarla. Pero la amapola ya la habíamos empezado nosotros. Yo a nadie le he contado esto, porque usted sabe que a veces… No es el hecho de si jui yo el primero o si juimos varios, eso da igual, el hecho es que empezamos nosotros y ya luego vino la guerrilla. Primero llegaron los elenos.
El ELN, Ejército de Liberación Nacional, es una guerrilla marxista que combate en Colombia desde hace medio siglo y se financia sobre todo con los secuestros y el cobro de comisiones al narcotráfico. A finales de los 80 entraron en Aponte, montaron su campamento en la vereda de La Loma, cavaron sus trincheras y hablaron con los líderes del territorio. Entre ellos don Querubino Janamejoy, que en aquellos años era presidente de la junta comunal de La Loma.
—Los elenos vinieron con un discurso político. Nos dijeron que el Estado nos tenía olvidados, que teníamos que trabajar en comunidad, que teníamos que organizarnos, que ellos nos iban a ayudar… Y es verdad que nos ayudaron a construir la escuela, el acueducto, algunas obras. Así se ganaron a la gente.
Los guerrilleros convencieron a varios líderes, incluido Janamejoy, para que asistieron a una asamblea de indígenas en el departamento vecino del Cauca.
—Entramos a un salón grandísimo y vi unos cuadros en las paredes: el primero, Jesucristo; luego, Simón Bolívar; y luego todos los mártires de la guerrilla. Yo me quedé sorprendido: pero nooo, dónde estamos metidos, ¿no? —se ríe—. Allá llegaron representantes de todos los resguardos indígenas, del Cauca, de Nariño, del Putumayo, de Caquetá, habíamos como más de mil personas allá. Estuvimos cuatro días recibiendo una capacitación. El comandante de los elenos nos dio una charla: ustedes no se van a asustar, no se van a preocupar, ustedes ya conocen nuestras organizaciones y cómo trabajamos en sus territorios, nosotros queremos luchar por las comunidades marginadas que no tienen escuela, que no tienen energía, que no tienen carreteras, que no tienen ayudas para el campo. Nosotros estamos con ustedes. Y estamos en contra del Estado, que nunca les pone la mirada. Ustedes tienen que unirse a nosotros.
Janamejoy cuenta que en Aponte había un sacerdote católico, don Guillermo Morales, que también ayudó harto en la mejora del pueblo. Unas semanas después del encuentro de los indígenas con el ELN, el cura les propuso una reunión con ministros llegados desde Bogotá, gobernantes del departamento de Nariño, la Policía y el Ejército: era la ocasión de plantear reclamaciones en persona ante los altos mandos del Estado. Los representantes indígenas se reunieron en un auditorio de Pasto, capital del departamento, y escucharon los discursos de las autoridades.
El comandante de los elenos nos dio una charla: ustedes no se van a asustar, no se van a preocupar, ustedes ya conocen nuestras organizaciones y cómo trabajamos en sus territorios, nosotros queremos luchar por las comunidades marginadas.
—Luego salió el cura don Guillermo a contar cómo estábamos construyendo la escuela en Aponte, el acueducto, estaba reclamando ayudas del Estado para todo eso, y yo en un momento volteo p’atrás y veo… al comandante de los elenos sentado atrás de nosotros, bien ensacado, con su maletín, como un hombre de negocios, ¡ahí estaba el jefe de la guerrilla, disimulado entre todos aquellos militares y policías! —Janamejoy se parte de risa—. Cuando me tocó hablar, salí al escenario, saludé y poco más. No quería decir nada comprometido porque el comandante estaba escuchando todo. Cuando volvimos acá a Aponte, vino el comandante y me dijo: a qué jueron ustedes a esa reunión con el Estado, si no son capaces ni de hablar. Yo le dije: pero usted es el culpable pues, cómo íbamos a hablar si estaba usted allá escuchando, que nos tiene asustados, que hemos de volver al pueblo y nos han de volar ustedes la cabeza. Noooo, me dijo, yo jui a ver si tienen ustedes valor de trabajar con nosotros o si hacen compromisos con el Estado…
Janamejoy cuenta que el primer asesinado fue un muchacho de la vereda El Granadillo que estaba prestando el servicio militar. Durante un permiso, los guerrilleros del ELN se presentaron en su casa, le dijeron que debía abandonar el Ejército y unirse a ellos, el chico se negó y lo mataron. A pesar de este asesinato, Janamejoy dice que en Aponte el ELN hizo principalmente trabajo político, no militar, hasta que al cabo de unos años se retiraron.
—Los elenos dijeron: nosotros nos vamos, ahora van a venir los grupos de combate. Esos no son como nosotros, esos no vienen con la palabra, vienen con las armas. Y ahí se jueron los elenos y entraron las FARC. No sé qué se manejaron entre ellos, pero se jueron los unos y vinieron los otros sin ningún conflicto.
A pesar de este asesinato, Janamejoy dice que en Aponte el ELN hizo principalmente trabajo político, no militar, hasta que al cabo de unos años se retiraron.
Las FARC también se fundaron como guerrilla de extrema izquierda en los años 60 y también recurrieron a la financiación mediante el narcotráfico. Por eso ocuparon Aponte, porque a mediados de los años 90 los cultivos de amapola abarcaban ya 1.800 hectáreas que daban varias cosechas al año y generaban miles de millones de pesos. Las FARC se quedaban con una buena parte. Y pagaban a sus colaboradores con dinero, droga, pistolas y subfusiles.
***
El profesor Luis Hernando Carlosama Chasoy recuerda la época de la amapola como la de la gran deserción: los chicos abandonaban la escuela en masa para trabajar en los campos de amapolas. Se iban los de quince, los de doce, los de diez, incluso los de ocho años, porque los cultivadores apreciaban las manos pequeñas de los niños, sus deditos adecuados para raspar los bulbos con una cuchilla y recoger su fluido en copitas de aguardiente sin dañar la planta delicada.
Carlosama es un hombre de 50 años, facciones cuadradas y fuertes, vestido con la cusma, el traje inga que ahora es el uniforme escolar de profesores y alumnos. Enseña matemáticas en la Institución Educativa Agropecuaria Bilingüe de Aponte.
Los chicos abandonaban la escuela en masa para trabajar en los campos de amapolas. Se iban los de quince, los de doce, los de diez, incluso los de ocho años, porque los cultivadores apreciaban las manos pequeñas de los niños, sus deditos adecuados para raspar los bulbos.
—En aquellos años los jóvenes ganaron mucha plata pero no tenían ninguna visión para mejorar su vida ni la de la comunidad. Se lo gastaron todo en carros de segunda mano, en equipos de sonido enormes, en armas, en farras… El pueblo se llenó de cantinas y prostíbulos. Aquello rompió la comunidad. Hubo mucha violencia en la calle, muchos ajustes de cuentas, mucha violencia en las casas, mucho alcoholismo, mucha drogadicción, mucha prostitución, muchas madres solteras, muchos niños dejados a los abuelos, todos esos problemas llegaban a la escuela y se hacía realmente duro.
Carlosama camina junto a un mural de la escuela que recuerda los tres principios quechuas: mana sisai (no robes), mana llullai (no mientas), mana killai (no seas perezoso). Al lado pintaron una actualización en grandes letras negras sobre fondo blanco: no al ciberbullying, con el dibujo de un niño con gorra y mochila que se asoma desde la pantalla de un teléfono señalando con el dedo, gritando y amenazando.
Antes los estudiantes dejaban el colegio por la amapola… y los profesores también.
—En la escuela mi sueldo era de 40.000 pesos al mes. Me fui a la montaña a trabajar en la amapola, a comprarla y venderla, y en la primera semana gané 250.000 pesos —dice Carlosama.
De estudiante, él salió del colegio de Aponte con las notas más altas de su promoción y decidió estudiar la carrera de Química con un propósito claro: dedicarse a procesar la goma de la amapola para obtener heroína.
Antes los estudiantes dejaban el colegio por la amapola… y los profesores también.
—Tenía los contactos para trabajar en ese mundo. Afortunadamente, no pude acabar la carrera por problemas económicos. Digo afortunadamente porque me hubiera enfocado en un trabajo que arruinó mi comunidad. Aun así, como no pude ser químico, me dediqué a la compraventa de la amapola y luego con la plata puse un negocio de bebidas alcohólicas. Funcionaba muy bien, demasiado bien, empecé a tener problemas de conciencia. Veía a los jóvenes alcoholizados, toda esa violencia, todo ese desastre, y sentí que estaba patrocinando la destrucción de mi pueblo. Algunos pensamos que era hora de cambiar todo aquello. Pero no sabíamos cómo salir de ahí.
***
Aponte creció como una aldea del Lejano Oeste: llegaron cientos, llegaron miles, llegaron de repente.
—El pueblo se llenó de gente que no conocíamos, no había ni dónde colocarlos ya —dice don Querubín Janamejoy—. Muchos vinieron a comprar tierras, a echarles machete y plantar amapolas. Otros venían como jornaleros, porque aquí se pagaba muy bien. Luego venían los compradores, y los guardaespaldas de los compradores, que muchas veces se quedaban a trabajar aquí porque había haaarta plata. Esto jue entonces un escondite de sicarios. Muchos venían del Putumayo, del Caquetá, del Valle de Cauca, a esconderse de las cosas que habían hecho allá. Entre ellos había ajustes de cuentas. Hartos ajustes de cuentas. Venían, buscaban a uno que estaba tomando en la cantina y ahí mismo lo mataban. Yo entonces era inspector de policía del resguardo y en algunas noches me tocaba recoger cuatro o cinco cadáveres. Nosotros decíamos: bueno, esto es limpieza que se hacen entre ellos. Pero los jóvenes indígenas con el dinero de la amapola también empezaron a tomar, a comprar armas, usted sabe que con las armas, la plata y el trago uno se crece, cualquier joven tomaba tragos en la cantina, sacaba el arma, tiraba al aire, y entonces la guerrilla decía: a este qué es lo que le pasa. Y lo mataban. Entonces los padres enterraban a los hijos, eso ya no era normal. Vimos que la comunidad iba a la destrucción y teníamos que cambiar el rumbo como se dice, ¿no? Pero ¿cómo? No teníamos ningún poder.
En Aponte no mandaban las autoridades indígenas ni mandaba el Estado, en Aponte mandaban primero las guerrillas y luego los paramilitares.
Entonces los padres enterraban a los hijos, eso ya no era normal. Vimos que la comunidad iba a la destrucción y teníamos que cambiar el rumbo.
—Un día por ejemplo llegó un señor al pueblo con unos caballos y los vendió. A las autoridades del territorio nos llegó un aviso: son caballos robados y va a venir la guerrilla a castigar al ladrón. Nosotros juimos donde él y le dijimos: señor, devuelva la plata al comprador y entregue los caballos, porque si no, va a venir la guerrilla a por usted. El señor devolvió la plata, entregó los caballos, pero aparecieron unos guerrilleros, se lo llevaron p’al cementerio y allá lo mataron. La guerrilla dijo: con todos los ladrones vamos a hacer así, ya no vamos a encerrarlos ni nada.
Establecían sus normas, ejecutaban sus castigos, implantaban toques de queda, decidían qué vehículos entraban y salían del territorio, cobraban impuestos y peajes.
—Les sacaban una vacuna a los que venían de fuera a comprar la amapola, no al propietario de las tierras ni al trabajador.
—¿Y no es cierto que extorsionaban a las tiendas del pueblo?
—Bueno, los guerrilleros decían: necesitamos veinte pares de botas, regáleme. Y la gente de acá no decía que no. Botas, pantalones, lo que sea. Ellos decían: necesitamos tantos bultos de remesas. Había gente que les decía: lleve. Otros: les traje. La gente del pueblo se beneficiaba mucho del cultivo, entonces no dolía darles, plata había hartísima en ese tiempo. Había gente que sacaba tanta plata que la botaba al aire: recooojan pues.
En el año 2000, el gobierno de Colombia firmó un acuerdo de colaboración con Estados Unidos para librar una guerra contra las drogas y resolver los conflictos armados. El acuerdo incluía la erradicación forzosa de los cultivos ilegales de coca y amapola. Y así se presentó el Estado en el territorio de Aponte: en forma de avionetas que fumigaban los campos con glifosato, un herbicida tan eficaz como discutido por sus impactos en el medio ambiente y la salud humana. Qué rápido se morían las plantas, cómo se quedaban los campos seeecos y amarillos, cómo se perdían las plantaciones de aguacates y granadillos, me dirán varios vecinos, porque las avionetas fumigaban sin discriminar, fumigaban los campos de amapolas y fumigaban los cafetales y las chagras y los potreros y los ranchos y hasta la gente de los ranchos fumigaban, si andaban por afuera. Les daba igual.
Había gente que sacaba tanta plata que la botaba al aire: recooojan pues.
Un poco más tarde irrumpieron los agentes de la Policía antinarcótica.
—Vinieron a decirme que yo apoyaba a los guerrilleros —cuenta Janamejoy—. No, mire, los guerrilleros vienen con armas y yo no les puedo decir váyanse. Ustedes también vienen con armas. Y ahora, como yo estoy hablando con ustedes, los guerrilleros me van a decir que los apoyo y por eso me van a atacar. Óiganme: las guerrillas tienen su campamento allá, en tal sitio, ustedes van y se encuentran con ellos. Así lo teníamos hablado con los guerrilleros: si venía la Policía y el Ejército, nosotros no íbamos a negar, nosotros íbamos a decir que la guerrilla sí existe y que está en el territorio, no era algo escondido.
El Ejército empezó a atacar a los campamentos guerrilleros. Janamejoy cuenta que una vez los soldados se presentaron en su casa, lo acusaron de ser un sapo de la guerrilla (un informante), lo amarraron y se lo llevaron.
-Bueno, les dije, ustedes mátenme, que mañana sale en los periódicos que el Ejército de Colombia mató a un concejal de El Tablón de Gómez, porque yo entonces era concejal. Averiguaron, me soltaron y me pidieron disculpas. Incluso me compraron unas gallinas y me pagaron el doble. Pero si no hubiera sido yo, si hubiera sido cualquier otro, se lo llevaban y desaparecía.
Janamejoy cuenta que a partir de entonces los soldados lo reconocían en los controles de carretera y lo saludaban.
—Ah, es el taita, pase, pase.
Entre batalla y batalla, las escuadras de la Policía antinarcóticos arrancaban a machetazos los cultivos de amapola que se habían librado de las fumigaciones.
—Vinieron a echar machete a los campos. Y de paso todo lo que encontraban se lo iban echando al hombro. Tooodo se robaban: la comida, la ropa, las botas, los televisores, hasta un marrano que mataron y pelaron. Y lo que no podían robar, le echaban candela: avanzaban quemando los ranchos. Nosotros estábamos organizados como comunidad, los compañeros corrrrían a avisar de una vereda a otra, nos reunimos todos y nos juimos en grupo adonde los policías. Vimos que se llevaban gente detenida y no los dejamos. Les redondeamos el camión. Les dijimos que esto era territorio indígena y que el Estado tenía que hacer un acuerdo con nosotros, tenían que pedir permiso, no se podían llevar a la gente como quisieran. Nos dijeron que por qué nosotros plantábamos amapola, que éramos amigos de los narcos y los guerrilleros. Y nosotros pues que no teníamos recursos ni manutención ni escuela ni nada, que el Estado no nos ponía la mirada, y que la amapola era la única manera de conseguir plata.
***
—Mi hermano Hernando venía a visitarnos los domingos y al marcharse dejaba un sobre en mi habitación —cuenta Luis Alberto Chindoy—. Dentro había una cartica: me daba ánimos, usted tiene que seguir estudiando, no abandone, vamos a pelear por un futuro mejor. Y también había dos mil, tres mil pesitos. En ese entonces él se había ido a Pasto, a estudiar a la universidad, yo tenía catorce o quince años, en casa éramos muy humildes y yo no tenía nunca una moneda. Veía que mis compañeros se retiraban todos de la escuela para ir a la amapola. Mis primos subían a trabajar a la montaña y bajaban con los bolsillos llenos de plata. Se compraban ropa, motos, armas incluso. Así que yo también me retiré. Me retiré del colegio para ir a la amapola. Me ganaba mi plata, luego iba a la cantina, entonces había muchos vicios, mucho trago, y en eso se iba toda la plata.
Luis Alberto es un hombre tímido, que habla bajo y camina despacio. En algunos momentos camina y habla mirando al suelo, como si se concentrara cuando le toca dar pasos difíciles en su memoria. Levanta la cabeza con alivio cuando cuenta que su hermano Hernando lo convenció para que saliera del ambiente terrible de Aponte y consiguió una beca para estudiar Administración Ambiental en la ciudad de Pereira, la capital del eje cafetero colombiano.
—Puede ser que eso me salvara la vida —dice Luis Alberto. Se acuerda de sus compañeros de colegio que se marcharon a los campos de amapola o a los cultivos de coca del Putumayo, que probablemente se metieron en negocios turbios, que aparecieron muertos, torturados, con el cuerpito chuzado de agujas, por cosas que nunca se saben bien.
—Yo me formé para trabajar por la comunidad. Y mi hermano Hernando regresó con una idea: tenemos que escribir nuestro plan integral de vida, dijo.
***
Hernando Chindoy me citó, antes de mi viaje a las montañas de Aponte, en una plaza muy concurrida de Bogotá. Tiene 48 años, es el hermano mayor que rescató al menor, fue el gobernador indígena que desafió a narcos, guerrilleros y paramilitares, y por eso me sorprende su aire de fragilidad: es un hombre pequeño con rasgos infantiles, de pelo negro espeso, ojos que se le achinan cada vez que sonríe, y sonríe a menudo con los labios apretados, como con apuro, como intentando ser especialmente amable, al mismo tiempo que se le marcan surcos profundos en las mejillas. Pienso fragilidad, probablemente sea cansancio acumulado. Sentado en el rincón más discreto de una cafetería, Hernando escucha las preguntas ladeando la cabeza, con gesto repentinamente serio, mirando lejos, se toma unos segundos para pensar y vuelve a su esfuerzo de amabilidad, a su dulzura firme como un adoquín de caramelo.
—Los ingas vivíamos secuestrados en nuestra propia casa —dice—. Teníamos a las guerrillas mandando en nuestro territorio, luego llegaron los paramilitares, el mismo Ejército y la misma Policía entraban y violentaban nuestros derechos…
A finales de los 90, en la época pujante de la amapola, Hernando Chindoy estudiaba Derecho y Ciencias Políticas en la ciudad de Pasto. Procuraba regresar a casa algunos fines de semana para echar una mano a su familia campesina y para intentar que a sus hermanos pequeños no se los tragara el remolino de violencia que giraba cada vez más salvaje en Aponte.
—De Pasto a Aponte son apenas ochenta kilómetros, pero en algunas épocas nos tocaba pasar hasta siete retenes armados: primero la Policía, luego el Ejército, luego los paramilitares, luego unas guerrillas, luego otras guerrillas… Todos controlaban quién entraba y quién salía de nuestro territorio.
Procuraba regresar a casa algunos fines de semana para echar una mano a su familia campesina y para intentar que a sus hermanos pequeños no se los tragara el remolino de violencia.
No terminó la carrera, porque pasaba muchos apuros para reunir el dinero necesario y porque el enfoque universitario no le servía para afrontar los problemas de su comunidad. A partir de 1998, con 22 años y una buena base jurídica y política, viajó por varias regiones de Colombia asesorando a pueblos indígenas en la preparación de sus planes integrales de vida: una especie de constitución, con sus principios y sus políticas para un desarrollo autónomo.
—Siempre me interesó la dignidad de los pueblos que mantienen su cuidado del territorio, su cultura, su espiritualidad, su idioma. Los ingas de Aponte vivíamos una situación terrible y yo tenía claro que para salir de ahí necesitábamos una identidad fuerte como pueblo, trabajar en comunidad. Por eso me fui también al Putumayo, para aprender los conocimientos tradicionales de los taitas del Amazonas.
Al cabo de un par de años regresó a Aponte. Desde joven había ocupado cargos públicos en el cabildo, había sido fiscal, secretario, tesorero, y los líderes comunitarios de aquella época lo vieron regresar con experiencia y con ideas poderosas. En diciembre de 2002, la asamblea de los indígenas de Aponte nombró gobernador a Hernando Chindoy. Tenía 26 años y un objetivo.
—Recuperar nuestro territorio.
Para eso viajó a Bogotá todos los meses, a reunirse con funcionarios del Ministerio del Interior y del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria. En solo siete meses obtuvieron la resolución: el 22 de julio de 2003, el Estado colombiano aprobó la constitución del resguardo indígena de Aponte, con sus 22.349 hectáreas de propiedad colectiva de los ingas y sus instituciones autónomas.
Desde joven había ocupado cargos públicos en el cabildo, había sido fiscal, secretario, tesorero, y los líderes comunitarios de aquella época lo vieron regresar con experiencia y con ideas poderosas.
Chindoy se rodeó de jóvenes que basaron su revolución en el saber de los ancianos. Una madrugada se reunieron cuatrocientas personas para tomar el yagé, guiados por cuatro taitas. Les preguntaron qué camino debía tomar el pueblo inga. El taita Ferlinto Piaguaje dijo que la vida dependía del territorio. Que tenían que cuidar los páramos y las lagunas donde se produce el agua, que no podían seguir tumbando bosques y echando machete a los frailejones para plantar amapolas en su lugar, porque bosques y frailejones retienen la niebla y hacen agua, sin ellos el territorio se reseca, ya todos veían que los ríos bajaban con muy poquito caudal, que en el verano casi desaparecían, que pronto no iban a tener agua para cultivar alimentos, que debían cuidar la madre tierra. Y que a partir de ahí encontrarían de nuevo la armonía y la paz.
El discurso tradicional sobre la madre tierra coincidía con el discurso moderno sobre la sostenibilidad ambiental. El cabildo presidido por Chindoy tomó decisiones fuertes: establecieron una reserva natural de 17.500 hectáreas (el 80% de su territorio) para preservar montañas, bosques, tres páramos, dieciocho lagunas y las cabeceras de los ríos. El 20% lo dedicarían a la agricultura y la ganadería. Y aquí dieron el paso más arriesgado: decidieron erradicar la amapola. Esos cultivos ilegales constituían la principal fuente de ingresos para las familias de Aponte, pero la mayoría estaba harta de sus consecuencias, de la tiranía de los grupos armados, de los tiroteos, los asesinatos, el alcoholismo, la drogadicción, de ese pozo negro que se estaba tragando a una generación de jóvenes. A las pocas familias que se opusieron al plan, el cabildo les compró los cultivos para sustituirlos por otros. Y Chindoy consiguió fondos del programa Familias Guardabosques: durante cuatro años, el Gobierno colombiano pagaba un dinero y ofrecía apoyo técnico a los agricultores que sustituyeran la coca y la amapola por cultivos legales y respetuosos con el medio ambiente. Era un dinero muy inferior al que ganaban con los ilegales, pero ayudó en la transición. En toda Colombia el problema era que muchos campesinos regresaban a la coca y la amapola en cuanto se acababan las subvenciones. Según el Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas de la Universidad de los Andes, incluso hubo municipios que multiplicaron por cinco sus plantaciones de coca justo antes de que llegara el programa, para así recibir más ayudas por erradicarlas. Chindoy está especialmente orgulloso de que en Aponte nadie haya vuelto a plantar una amapola.
—Y eso es porque ahora tenemos una identidad fuerte. Tenemos nuestro gobierno propio, nuestra cultura, nuestra educación, nuestra salud, nuestra justicia, tenemos una conciencia fuerte de comunidad, nosotros decidimos ahora nuestro camino y no queremos que vengan otros a mandar en nuestra casa. Eso nuestra gente lo sabe: si volvemos a la amapola, vuelven los grupos armados y vuelve el horror.
En una de sus primeras asambleas, el cabildo indígena encabezado por Hernando Chindoy dio el paso más peligroso hacia la libertad.
—Emitimos un comunicado para decir a los grupos armados que las autoridades del territorio éramos nosotros, ellos no tenían permiso para estar allí y les dábamos ocho días para marcharse. Fue un momento muy tenso. Sabíamos que ellos tenían a gente escuchando en la asamblea. Y transmitimos el comunicado por los altoparlantes de la iglesia al final de las misas, para que no hubiera dudas. Enseguida nos llegaron las amenazas: la guerrilla y los paramilitares nos consideraron objetivo militar a todos los miembros del cabildo indígena, si no cambiábamos nuestra decisión.
Eso nuestra gente lo sabe: si volvemos a la amapola, vuelven los grupos armados y vuelve el horror.
No la cambiaron. Organizaron mingas (grupos de trabajo comunitario) y empezaron a arrancar amapolas a machetazos ante la mirada atónita de los guerrilleros. Un par de años después ya no había amapolas ni guerrilleros ni paramilitares.
¿Cómo pueden unos campesinos desarmados echar de su territorio a los grupos armados?
—Con las ideas claras y con la unión de toda la comunidad —responde Chindoy—. Lo hacíamos todo en grupo: en mingas de pensamiento para escribir nuestro mandato integral de vida, en mingas de trabajo para ir a erradicar las amapolas o a cumplir tareas comunitarias… Organizamos nuestra guardia, nuestros alguaciles, que solo llevan como arma el bastón tradicional de mando. Pero sobre todo las familias, las familias nos cuidábamos mucho unas a otras, estábamos atentos por si el vecino tenía un problema. Si llegaba un ataque de los grupos armados, salían todas las familias a defendernos y a echar a los agresores. El cuidado fue la clave. Y la espiritualidad: nos reuníamos mucha gente a tomar el yagé, nosotros somos hijos del yagé, en las ceremonias escuchamos a los taitas, y hablamos a través de las plantas, y la madre tierra nos escucha y nos protege. Esa es nuestra creencia.
Chindoy sorbe un poco de té, se queda un rato en silencio.
—A mí la reacción de la comunidad me salvó dos veces la vida.
Voy entendiendo por qué Chindoy me ha citado en Bogotá. Acaba de volver de una estancia de varios meses en Europa, me ha citado en una plaza muy concurrida de la capital colombiana, me ha presentado a su guardaespaldas y hemos buscado unas mesas alejadas en el fondo de un bar. Chindoy y yo hablamos en una mesa, el guardaespaldas se queda en la otra mirando a la entrada.
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En la imagen de cabecera, el taita Querubín Janamejoy