La primera vez que lo vio, descalzo y aterido de frío, Amparo estaba en la cantinuca: «Ahí empezó la vida». Su padre era cartero y, en los estertores de los años treinta, eso implicaba que la familia al completo, el matrimonio y sus cinco criaturas, vendía productos básicos mientras servía bebidas y despachaba cartas en aquel local todo-en-uno de Las Rozas de Valdearroyo. En cuanto sentían el chirrido de los raíles, Tere, la propia Amparo, Poli, Luci y Elena, cualquiera corría a la estación, muy cerca de la casa, para que el interventor soltara la correspondencia por la ventana y vuelta a la cantinuca para entregarla. Los giros y los certificados los repartían puerta por puerta en días alternos hasta Bimón, que había un rato, algo más de siete kilómetros a pie con alpargatas de esparto. En tiempos de invierno y por eso de las estrecheces de la luz diurna, la abuela Guadalupe iba a buscarlos de regreso a media pradella. Cuando nevaba solo salía el padre, que tenía las abarcas preparadas y ya era otra cosa, siempre y cuando no nevara mucho, porque más de una vez las nieves obligaban a parar el tren y entonces no había carreras ni había interventor ni había carta alguna, que no es como ahora, que frío sigue haciendo y también nieva, pero de otra forma.

Los tejemanejes con la correspondencia apenas eran una ayuda de menos de una peseta al día que no daba para casi nada. La mina era el verdadero sustento desde que Goyo se casó y dejó su puesto de sargento de caballería en Burgos para estar el máximo tiempo posible al lado de Paca, su mujer. Desde entonces acumulaba horas como entibador en los yacimientos de lignito, un carbón de muy mala calidad, y cuando la familia comenzó a crecer, la mejor opción para atropar dinero fue hacerse con la pareja de vacas y cuatro ovejas, que así era la sobrevivencia en pueblos cántabros como Villanueva. Con las hijas ya algo mayores, Goyo también asumió la cartería del municipio colindante de Las Rozas, dos correos al día, a la una y a las tres de la tarde.

 La mina era el verdadero sustento desde que Goyo se casó y dejó su puesto de sargento de caballería en Burgos para estar el máximo tiempo posible al lado de Paca, su mujer

Por no ir y volver en balde, las chicas al principio se quedaban mirando en la estación esas dos horas intermedias, hasta que se les ocurrió abrir la taberna todo-en-uno. Lo consultaron con el alcalde, el militar Florencio Callejo, y recibieron su visto bueno. Después vino la casa que piedra a piedra, masa de cal y arena mediante, levantaron Paca y Goyo en Las Rozas de Valdearroyo, aun a sabiendas de que el agua amenazaba con inundar todo aquello independientemente del esfuerzo. Pero aquellos rumores eran tan añejos que decidieron tirar para adelante, carretilla va y carretilla viene entre Villanueva y Las Rozas, con la cara bien colorada del esfuerzo. En la cantinuca tenían de todo y no tenían de nada, un poco de cada cosa. Lo mismo servían un vaso de vino que vendían un kilo de arroz. Los hombres llegaban a echar la partida por la tarde, un blanco o lo que les apeteciera en ese momento. Las conversaciones a menudo giraban en torno al tiempo y a la cosecha, temas que comprometieran lo menos posible en tiempos políticamente convulsos.

—Octavio, ¡qué bien te veo!

—Hombre, si estás aquí, Lino. Muy bien.

—Contigo no hay quien pueda. Hace fresco esta tarde, ¿eh? Ahora parece que calma, pero…

—Seis grados bajo cero había esta mañana cuando he salido con mi padre, que tenía que arar las fincas. No son grandes, pero son siete. ¡Siete a golpe de azada y riñón! Así que todo el día doblao.

—¿De sembrao todo?

—Trigo, patata, cebada. Hasta las peñas ya sabes que son fincas muy provechosas.

Entre esas cuatro paredes trabajó la familia de Amparo. Todos fueron carteros, aunque tampoco es que tuvieran dónde escoger; lo que había, había. «No se podía decir me gusta más esto que lo otro porque a lo mejor a uno le gustaba más tumbarse ahi. Había que hacer lo que mandaran. Allí ayudó to’cristo. Y nada más». Amparo tuvo la oportunidad de asistir a la escuela en Villanueva, pero muy poco porque no admitían hasta los siete años y porque luego, si te llamaban, pues te llamaban «y nada más». Ella asistió temporadas sueltas, cursos enteros ninguno. Y lo mismo Teresa y lo mismo Hipólito y lo mismo Lucila y lo mismo Elena; siempre en ese estricto orden, en el que nacieron y en el que los recita Amparo; cuatro hermanas y un hermano más Eulogio, que se murió enseguida, con nueve mesecitos, de esas cosas que les daban a los niños, de meningitis, «mejor no le contamos». 

«No se podía decir me gusta más esto que lo otro porque a lo mejor a uno le gustaba más tumbarse ahi. Había que hacer lo que mandaran. Allí ayudó to’cristo. Y nada más»

Escuela poca, «hombre, leer, escribir y las cuentas, dos y tres, pero ni un paso más», pero sabiduría mucha, la que le dio la necesidad, que con doce años marchó a donde unos vecinos, Manuel y Braulia, trabajadores del campo algo mejor posicionados que su padre, para cuidar a los niños pequeños. Comida y alojamiento a cambio de hacerles una sopa y limpiarles las cacas, «lo normal de cada día. Na más que así». Y después, ya con la experiencia de sus catorce cumplidos, se marchó a Bilbao, vuelta a cuidar de los hijos de unos amigos de otros tíos. Para aquel encargo ya iba aprendida, y una muchacha decidida como ella no le dio muchas vueltas a eso de irse tan lejos, aunque el viaje en el tren de La Robla, más de tres horas sola, se le hizo eterno, pero qué iba a hacer ella. Su padre la puso en el vagón con el billete, «y cuándo llegaré y cuándo llegaré», hasta que por fin vio a su tía en el andén y, «oye, los cielos abiertos». Poco más o menos dos años estuvo por la capital  vizcaína, calle La Merced número tres, repite, hasta que su hermana mayor se casó y la necesitaron de regreso en Villanueva.

A cocinar le había enseñado su madre y hacía todo lo que pillaba, lo que más, cocido y puchero; y si no, pues una tortilla o un poco de carne guisada o un poco de carne asada; pescao no, que no había. Amparo no volvió a la escuela, aunque no es que le gustara mucho tampoco. «Mi hermano Poli y yo salimos un poco más torcidos pa estudiar, ahora, pa trabajar, los primeros. Teníamos alguna virtud. Y ya está». Pero sí, la escuela cuando mira atrás sí que le da envidia, «envidia buena, ¿eh? El saber es estupendo, y eso de leer y darle tono… yo sé leer, pero allá-que-te-voy-lo-que-pillo». El gusto por la lectura lo adquirió mucho más tarde, acompañada por la batuta y las directrices de Mayte, la sobrina que nunca se ha separado de las raíces familiares y la que le desveló el truquito para detenerse: cuando ve una coma, la dice para dentro, «coma», y lo mismo con el punto, «punto». «Ay, qué bien, qué bien». Ya de adulta, Amparo ha disfrutado aprendiendo. 

«Pero sí, la escuela cuando mira atrás sí que le da envidia, «envidia buena, ¿eh? El saber es estupendo, y eso de leer y darle tono… yo sé leer, pero allá-que-te-voy-lo-que-pillo»

Goyo y Paca siempre fueron severos en la educación de sus hijos, lo habitual en un ambiente en el que todo era muy autoritario, «igual demasiado». Había que estar siempre pendiente del horario y, al menor despiste o travesura, azote que te crio. Las cosas se hacían porque se tenían que hacer y punto. Eso Amparo lo ve con la educación de sus nietos, que ella no se mete en nada, bien lo sabe Dios, pero qué distinto es ahora, mismo por nacer hoy lo tienen todo. De niña claro que jugaba: cuando tenía tiempo salía con la chavalería del pueblo a la iglesia, allí muy cerca de la casa, «ya sabes lo que es un pueblo, que todo está junto», a jugar al corro o a la tanga, una cosa redonda que ponían uno-dos-tres-cuatro-y-cinco y con una teja daban con el pie hasta ver dónde llegaba. Era lo que había, no tenían otros juguetes.

De moza siguió con la correspondencia y con la cocina y con los cuidados y con lo que tocara hacer en cada momento, como ir a la vía a por la escarabilla, los restos de carbón sin quemar que tiraba a su paso el mixto de La Robla, el tren que transportaba mercancías y viajeros, y que servían para tener lumbre durante los meses de invierno. El caso era no estar parada, que era lo único a lo que su madre no le había enseñado, a no hacer nada: «Aunque sea, juntas las manos, entrelazas los dedos y haces círculos con los pulgares sueltos, p’atrás o p’alante, pero paraos no». Con la edad cambió los juegos por la casa de Paco el judío, el local en Villanueva donde había baile cada domingo desde por la tarde hasta que bajaban las ovejas, cuando ya había anochecido y el pueblo se recogía. Mientras los animales no dieran el tintineo de retirada, y nunca más tarde bajo riesgo de reprimenda, una señorita giraba el manubrio de un organillo del que salían las diferentes notas musicales y la juventud ponía el resto, unos con más habilidad que otros, zapatos especiales cuando era posible porque allí era donde se fraguaban los matrimonios del futuro. Amparo bajaba al baile, pero no era lo suyo y se movía «toa esparrancada» de un lado para otro, primero el peso sobre su lado izquierdo y luego sobre el derecho y otra vez sobre el izquierdo, en un balanceo desacompasado que era su mejor y único paso. La de veces que su hermana mayor, Tere, la imitaba entre risas delante de su familia.

—Mire, madre, mire cómo baila Amparito.

—Ah, ¿sí?, pues no vuelvo a bailar. Pa que no se rían de mí.

—Mujer, pero si es muy fácil, apaciguaba Paca.

—No sé, chica, a mí se me cruzan las piernas y no sé bailar. Pero, bueno, cada uno tiene sus virtudes, ¿no?

Una mujer de unos sesenta años aparece de improviso en el salón de Amparo, las dos en bata y zapatillas de andar por casa. Levanta unos papeles que hay sobre la mesita, se acerca al teléfono y mira por un lado y por el otro, también al fondo, por si acaso, pues no sabe dónde ha puesto los audífonos; le pregunta a Amparo qué está contando, que había quedado en avisarla cuando llegara la visita y nada. Es Marieli, la vecina de enfrente, con llave para cualquier urgencia. «Nos hemos puesto a hablar y no me he acordado. Me he emocionao recordándome de las cosas», se disculpa su amiga. De la pared cuelga un diploma de corte y confección de un curso que hizo hace años animada por unos vecinos y «sí, sí, le saqué bien. ¡Qué chula soy!».

Rebusca recuerdos en su memoria y los ofrece generosa a cachitos, uno detrás de otro, apuntalándolos con unas muletillas que permiten zanjar la conversación sobre sus «cosas de vieja» sin excusas

Amparo González acaba de cumplir noventa y siete años. Rebusca recuerdos en su memoria y los ofrece generosa a cachitos, uno detrás de otro, apuntalándolos con unas muletillas que permiten zanjar la conversación sobre sus «cosas de vieja» sin excusas, como si una y otra vez anticipara que son solo eso, cosas de vieja de las que, en cualquier momento, deja de hablar «y punto». En su piso de Burgos está muy bien, gracias a Dios, que la ha dejao vivir hasta aquí, con sus achaques, como se dice, pero lo demás bien, no tiene nada más que el dolor de corazón, que eso no se lo quita nadie. Sobre todo, por el hijo mayor, José San José, «a ver dónde estás, hijo, que no te veo, aquí, aquí está la foto de José», que se le murió hace un par de años. Le queda Javier, que es muy majo y todo, pero es que José era distinto completamente, siempre pendiente de su madre.

Tiene la suerte de que abajo está la tienda y encuentra de todo: pan, leche y lo que le haga falta. «Estoy mu surtida y la Marieli además está pendiente. ¿Qué más quiero? Lo tengo todo, me parece a mí». Muy importante, la iglesia le queda a un paso y baja todos los días a la ofrenda de las doce, que no quiere quedarse «hecha una chocha». Entre misas, rosarios y novenas, en su casa siempre se ha rezado, y ella lo sigue haciendo a diario, en Burgos primero fue en la parroquia de San Cosme y después en la de San Martín de Porres, cada mañana a las ocho, hasta que cayó enferma y se pasó a un horario más cómodo. Que respeten su misa de doce es, de hecho, la única condición que pone para compartir sus memorias. Porque al culto diario no falla ni en pandemia, es una de las fijas con y sin mascarilla, que la otra semana don Jesús la riñó, pero ella no lo hizo adrede, fue cosa que se le olvidó con esto de tener tan mala cabeza y, ya que estaba, pues cómo iba a marcharse sin escuchar la eucaristía.

Con unas alpargatas rotas, más bien descalzo y medio desnudo, con el frío que hacía. Así fue como Amparo vio por primera vez a Domingo en la cantinuca. Las malas condiciones no le sorprendieron en absoluto, pues eran el aspecto habitual de los forasteros que llegaban al pueblo, aunque nunca terminó de acostumbrarse. Le daba mucha pena y llevaba muy mal ver cómo sufrían, porque pasaban hambre y frío, verdadera necesidad. Muy duro, que no es lo mismo hablarlo que vivirlo. Sufrió tanta morrina que se marchó unos días a Bilbao para coger aire y distancia, pero regresó y lo mismo, ahí seguía su pena, que era tanta que le hizo ponerse en boca de quien no debía, como el día que uno de los imaginarias se acercó a darle un toque a la cantinuca.

—Tengo que echarte la bronca, Amparo.

—Pues ¿qué he hecho?

—A quién se le ocurre dar cosas a los presos.

Amparo se echó a llorar.

—Mire, soy cristiana y me han mandao que hay que dar pan a los pobres. Yo, si tengo un cacho de pan, le reparto. Así que usted no me diga nada porque yo no les hago nada. No hago propaganda ni hago nada. Pero un cacho de pan, sí. Mientras yo tenga pan y haya uno que no tenga pan, pues se lo doy porque a mí me han enseñao así.

—No, no, no te digo nada.

Era todavía una cría y pase, pero semejante actitud no podía quedarse así ni tampoco volver a repetirse. El aviso no tardó en llegar a oídos de su padre, afiliado a la Falange, a quien enseguida exigían cuentas por lo que hacían y dejaban de hacer sus hijas mozas. Había que guardar el decoro de la nación y para algo Goyo era el cabeza de familia.

—Hija mía, poco tenemos, nos vamos a pique.

—Padre, pero ¿cómo es que viene la gente y no le damos un cacho pan? O una patata aunque sea.

—Mira, ¿sabes lo que te digo?, que no vas a volver a salir de casa para que no te lleves esos berrinches.

—Pero, bueno, ¡y a ti qué te importa!

—Pues sí me importa, qué quieres que te diga.

Su familia debía dar ejemplo y Goyo simplemente agachaba la cabeza en la calle y repetía el mensaje en casa, confiando en que por fin su hija depusiera aquella actitud, por el bien de todos y para su tranquilidad, que bastante tenía. La necesidad lo obligaba a centrarse en la mina que, además de sostén económico, unos años antes también le había servido de refugio vital, la guarida a la que su mujer le acercaba la comida y el escondite donde tantas noches enteras pasó agazapado para que no lo fusilaran. «Es lo que tenía» la época, apostilla Amparo, que entonces era joven y «no sabía eso de los bandos».

Amparo nació cuando en el 23 Primo de Rivera alcanzó el poder mediante un golpe de Estado que contó con el beneplácito de una monarquía en la cuerda floja, la de Alfonso XIII; creció durante la dictablanda de Berenguer y el almirante Aznar; se hizo mayor durante la Segunda República; y pasó como pudo y sin dejar de repartir cartas y periódicos la Guerra Civil. «Que Dios te libre de una guerra civil porque no sabes pa dónde tirar, donde te dejen. Nada más»; Amparo desembocó ni sabe cómo en la dictadura de Franco, pero nunca habla de eso: «Bah, para qué. Recordar una herida a todas horas se te infecta. No conviene. Y eso os cuento».

La realidad española no era una excepción en el contexto político de aquellas alturas del siglo. El fascismo llegó a Italia en los años veinte, coincidiendo con la aparición del nacionalsocialismo en Alemania y de los regímenes totalitarios en Portugal y Polonia. El autoritarismo recorría las venas de Europa, en cuyo interior, sin ir más lejos en los praus y en los campos cántabros, el jornal no alcanzaba, y eso por no hablar de la sanidad o de la educación en unas tierras en las que el presente era una sopa de patatas y el mañana ya se vería.

El fascismo llegó a Italia en los años veinte, coincidiendo con la aparición del nacionalsocialismo en Alemania y de los regímenes totalitarios en Portugal y Polonia. El autoritarismo recorría las venas de Europa

En la zona sur de Cantabria, con núcleos de población como Reinosa, Arija, Campoo de Yuso y Valdearroyo, la situación era algo mejor dada su privilegiada industria, sobre todo las minas de lignito y de arena, además de una cristalera y de una acería aupada por los cercanos yacimientos de sílice. La soldada era exigua, pero al menos había demanda de mano de obra en los menos de veinte kilómetros cuadrados que se extendían en torno a esos dos focos fabriles, el acero de La Naval y el vidrio de fábricas de renombre como La Luisiana en Las Rozas, La Cantábrica en Arroyo, Santa Clara en Reinosa y Cristalería Española en Arija; en conjunto, más de un millar de puestos directos, que suponían el motor socioeconómico del valle junto con la harina y el carbón. La abundancia de minifundios de parva también ayudaba porque permitía una supervivencia austera pero autónoma, praderías y vegas por las que corría libre la grey, el ganado vacuno, ovino y caprino, y algo de caballar.

Sobre aquel escenario, siempre la larga sombra que amenazaba con inundarlo todo, la construcción de un embalse. Aunque la historia también puede empezar por el declive continuado primero de la fabricación de vidrio, con el cierre tanto de La Cantábrica como de Santa Clara, y por el posterior final obligado de la extracción de carbón de las minas de Villanueva y Las Rozas, y entonces la construcción de la represa dejaría de ser una amenaza y pasaría a convertirse en una esperanza, aunque fuera una esperanza envenenada. Otra vez un mismo muro y otra vez un adentro y un afuera. Con el obligado paréntesis de la contienda fratricida, las obras se prolongaron del 21 al 45, entre posturas a favor de su construcción, como las fuerzas vivas del momento además de varios intelectuales asiduos a las páginas de La Voz de Cantabria, y voces contrarias, entre ellas, la de la Unión Campurriana, una organización en defensa del territorio que se posicionaba a través de charlas y artículos en El Cantábrico.

La historia contada desde paredes adentro de la presa no abriga tales grandezas, sino miserias y unas expropiaciones pagadas mal y tarde, algo que ahora ya se puede hablar alto y claro

El proyecto del embalse del Ebro no tenía a Juan Benet, como sí lo tuvo el Porma, pero aquí estaba Manuel Lorenzo Pardo, el ideólogo. Pardo había escogido este valle por ser un emplazamiento que reunía las condiciones óptimas de impermeabilidad de los suelos y evaporación escasa, unidas a una humedad ideal y al hecho de ser una planicie entre montañas surcada por los ríos Ebro, Híjar, Proncío y Virga. El sitio perfecto. A cada gran obra su gran hombre dominador de la naturaleza, en este caso bajo la excusa de domeñar las aguas de la cuenca de un Ebro muy mal acostumbrado a desbordarse por donde no debía y a causar estragos aguas abajo durante el estiaje. Claro, la historia contada desde paredes adentro de la presa no abriga tales grandezas, sino miserias y unas expropiaciones pagadas mal y tarde, algo que ahora ya se puede hablar alto y claro.

—El drama es que tuvimos que recurrir a préstamos y a familiares para conseguir dinero. Mi padre estaba de capataz en la mina y le pidió a Eladio que le adelantara los jornales. ¡Tener que hacer eso! Humillarse ante familiares y amigos para pedirles un dinero con el que comprar otra casa, que la nuestra la cubría el agua. ¡A qué grado llegaron de deshumanización para hacer eso! Porque si hubieran tenido miedo de que no se marchara la gente, ¡pero el agua les iba a echar! Estaba todo a favor para que hubieran adelantado el dinero con el que poder sobrevivir, ¿verdad Octavio?

—Y lo van a pagar cuántos años más tarde.

—La tasación no pudo ser debatida por el clima en el que estábamos, la dictadura de Primo de Rivera, y se ratificó ya con Franco. Esas tasaciones por las casas no las actualizaron nunca y el dinero llegó meses después de que se tuvieron que marchar.

—Y pagan aquello, joder, ¿eso no es robar?, ¿qué es eso? Como lo llaman ahora, más fino, apropiación indebida.

—Había tres familias poderosas que tenían muchas fincas y, aunque les dieran poco, sí quedaron un poquitín bien, pero la inmensa mayoría…

—Los Lanjarón y esos se pusieron las botas. Si yo no digo que no haya pantanos, pero es que me gustaría ver una fotografía como la veía yo todos los días, una llanada ahi que ardía Troya. Bien lo sabe Lino.

—Quitaron los mejores pastos, los más fértiles al haber tres ríos cercanos. Eso provocó que mis padres no tuvieran tierra que cultivar y de la que alimentar a sus hijos, así que cada día tenían que ir de Requejo a lo que se denomina la península de La Lastra, la parte central del pantano, aproximadamente once kilómetros por el rodeo que provocaba el agua, con un carro y unas vacas, madrugando a las cuatro de la mañana y dejando solos a tres niños pequeños de siete, cinco y tres años que tenía yo. En La Lastra había innumerables tierras de cultivo de las que dependía esa gente y fue tan tacaño el Estado que no los indemnizaron hasta el año setenta, que les dieron cuatro perras. Tanto ensañamiento no cabe en persona humana.

—¡Es que manda madre! Todavía hoy no puedes ni coger agua o arena del pantano porque te denuncian. Hay unas injusticias…

Lino y Octavio coinciden en que las promesas de compensaciones por el pantano fueron muchas, la mayor parte aterrizadas sobre un papel con la creación en los años veinte de la primera institución suprarregional de gestión de ríos, la Confederación Sindical Hidrográfica del Ebro, con Manuel Lorenzo Pardo como su primer director técnico, pero las realidades más bien pocas, empezando por la no construcción de viviendas sociales para los trabajadores, pasando por la no línea de ferrocarril entre Las Rozas y Reinosa para conectar a las principales poblaciones campurrianas con el Norte, Bilbao a la cabeza de los anhelos fabriles, y desembocando en el no puente Noguerol, destinado a unir la orilla norte y la orilla sur, separadas artificialmente por un mar interior. Las compensaciones antes del llenado quedaron en migajas, dos iglesias reconstruidas, la de Arroyo y la de Bimón, tres casas parroquiales, las de Arroyo, La Población y Orzales, y cuatro escuelas, en Arroyo, Las Rozas, Llano y Villanueva. No hubo más, promesas aparte.


Fragmento de ‘Memorias Ahogadas’

de Jairo Marcos y Mª Ángeles Fernández

(Editorial Pepitas de calabaza)

Imagen de cabecera, Fragmento de fotografía de portada.